Ana estaba cocinando cuando sonó el teléfono en el living. Sacó a la bebé de la sillita y se la calzó a horcajadas en la cadera; Facundo seguía en el suelo, pintaba unas cartulinas con ceritas. Ana bajó el fuego de la olla y salió de la cocina por el pasillo.
A esa hora, en el living, el sol de la mañana entraba sesgado a través de las cortinas de lino y daba un ambiente apacible. Levantó el tubo pensando que sería la madre; siempre la llamaba antes del mediodía, a ver si necesitaba algo del mercado. Las relaciones entre Ana y su familia habían mejorado desde que ella había vuelto de España. De todas maneras, siempre sentía que debía hacer buena letra.
—Hola —dijo apurada.
—¿Polaca? —se escuchó del otro lado.
Tuvo que sostener fuerte a la bebé porque se le aflojaron los brazos. Hacía años que nadie la llamaba así. Hacía mucho tiempo que no era la Polaca.
—Hola —repitió Ana y no pudo decir nada más. La voz del otro lado siguió hablando.
—Enrique me dijo que habías vuelto. Él me ayudó a conseguir tu número. Quiero verte.
Ella sabía muy bien que era Camilo, pero preguntó igual mientras se apoyaba contra la pared y fijaba la vista en un punto del piso. Él tampoco sería más el Ruso, pensó, o eso fue lo que prefirió creer.
—Sí —dijo él—. Salí hace unos meses. Todavía tengo que ir a declarar cada tanto. Pero acá estoy, afuera.
Ana había estado esperando ese llamado mucho tiempo. A lo mejor, desde el mismo día que se despidieron en la esquina de Rioja y Laprida, en noviembre del 76. Ahora, ocho años después, no sabía qué decirle.
—¿Dónde estás parando? —dijo por preguntar algo.
—En lo de Enrique. Todavía están tus cosas acá: un estante lleno de tus libros.
La bebé le refregaba la carita contra el pecho. Ana sacó la teta y la acomodó para seguir hablando.
—Quiero verte —dijo Camilo.
La bebé balbuceó jugando con el pelo de Ana.
—¿Tenés un hijo? —preguntó él bajando el tono de voz.
—Tengo dos. La que llora es Malvina, tiene ocho meses. El mayor es Facundo, tiene cuatro años. El año que viene empieza preescolar. Todavía no decido en qué escuela anotarlo.
De repente se sorprendió hablando de cosas que no tenía intención de contarle a Camilo, como si el presente y el futuro inmediato de esta nueva Ana sonaran inapropiados para compartirlos con él. Sí quería contarle lo que había vivido desde que la Polaca y el Ruso se despidieron en esa esquina de Rosario: la detención, la tortura, los compañeros que vio caer, los compañeros que escuchó confesar, la alcaidía, la salida que logró su madre, el exilio, la relación con Pierre, el regreso a Rosario. Los hijos. Pero prefirió callarse.
—Me tengo que ir. Disculpame —dijo Ana.
—Sí, claro. Andá, hacé tranquila.
Ella percibió un tono incómodo.
—¿Te puedo volver a llamar? —siguió él—, ¿nos podemos encontrar a tomar un café?
Otra vez el silencio de ella. Camilo insistió:
—Es sólo un café.
En España, durante los primeros meses del exilio, Ana había preguntado por él a los compañeros que llegaban a la delegación de Derechos Humanos. Nadie sabía nada. Darlo por muerto había sido tan doloroso como su propio secuestro. Ya en el 80 se enteró de que estaba detenido y procesado en Buenos Aires, que tenía para mucho. Le había mandado una carta a Devoto. Él no se había molestado en contestarle. Entonces, la indiferencia también fue difícil de aceptar. En aquel momento, ella pensó que no tenían nada más que ver. Y ahora aparecía otra vez en su vida, ¿con qué derecho le pedía verla? ¿Le querría pedir datos de otros detenidos? ¿Necesitaría que declarara en su causa?
—El miércoles que viene, en El Cairo —dijo—. A las cinco me viene bien —y esperó que él dijera que ese día y a esa hora no podría ir.
—Falta una semana —le aclaró Camilo—, es una eternidad.
Ana escuchó que él suspiraba.
—Bueno, sí, está bien —dijo él por fin—. Te espero en la mesa de siempre.
—Seguro ya no existe esa mesa, o no está más al lado de la ventana. O desapareció El Cairo.
Algo parecido a la risa sonó en la voz de Ana. Por un instante se sintió ligera, casi alegre. Camilo se rio abiertamente y le contestó:
—Seguro que la mesa sigue ahí. El miércoles, entonces, a las cinco.
Ana volvió a la cocina. Dejó a la bebé en la sillita, le puso un sonajero en la mano. Se acercó a Facundo y le dijo que el elefante que estaba dibujando era hermoso. Facundo, sin levantar la cabeza, contestó que era un caballo. Ella fue rápido al dormitorio a buscar el paquete de cigarrillos que tenía escondido en un cajón de la cómoda. Pierre no quería que fumara y menos en la casa. Cuando volvió a la cocina comprobó que la sopa estaba lista. Apagó el fuego.
Abrió la puerta balcón, prendió el cigarrillo; apoyó la espalda contra el marco, la mitad del cuerpo afuera, para que no entrara el humo. Toda la tarde le resonó en la cabeza la risa de Camilo. Siempre le había gustado ese sonido cavernoso, pesado, un sonido que podía quebrar el silencio en pedacitos brillantes y contagiaba a la gente que lo rodeaba. Ella siempre terminaba riéndose.
El viernes Pierre regresó de Capital. Viajaba todas las semanas. Una empresa española le había ofrecido la gerencia de una oficina que acababa de abrir en Buenos Aires y él consiguió que se instalaran en Rosario, hasta la mudanza definitiva. Ese día llevó a los nenes a la plaza, les leyó cuentos antes de dormir. Con ella estuvo bien, como siempre. Hasta cuando Ana se negó a sus avances, él lo aceptó con esa naturalidad que, a ella, a veces, le parecía más apatía que respeto. Lo quería. Había aprendido a quererlo. Cuando se lo presentaron, en ese viaje a Normandía, hablaron durante horas. Pierre tenía una forma sencilla de ver la vida, de encarar cada día con simplicidad. Y eso, a Ana, le había parecido suficiente. No le podía reprochar nada. Era el hombre que había necesitado para sobrevivir.
Llegó el miércoles. A la hora de la siesta, después de limpiar en la cocina, se dio un largo baño, como lo hacía de joven. Se cepilló el pelo hasta dejarlo lacio y brillante. Estiró el vestido azul encima de la cama, ese que la hacía sentir tan linda. Fue hasta el alhajero de la cómoda y buscó un sobrecito de terciopelo, en el fondo. Vació en la palma de su mano un collar de plata con una amatista pulida. Se lo puso. Camilo se lo había regalado cuando ella cumplió veinte. Por un momento pensó que estaba reviviendo la ceremonia que oficiaba cada vez que se encontraba con él, cuando todo era tan sencillo como para querer cambiar el orden de las cosas.
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Mientras se delineaba los ojos se miró fijo en el espejo del baño. ¿Qué estás haciendo, Ana? Se alejó para verse mejor. Se preguntó qué vería Camilo. Se le arrugó el entrecejo mientras murmuraba sentenciosa: ya no sos la polaca. Había resignado tantas cosas para ser simplemente Ana. No es que hubiera dejado de creer en la revolución. Pero apenas llegó a España, después de llorar la desaparición de Camilo, tuvo que sobrevivir. Se aferró a cosas cotidianas, construyó una red de hábitos y de modestas comodidades.
Más temprano le había pedido a la madre que se quedara con los nenes; tenía turno al médico, ése era el motivo, cosas de rutina. Le aseguró que a más tardar a las siete estaría de vuelta para bañarlos y darles la cena.
Mientras caminaba hacia la avenida recordó las veces que había sentido que vivía una vida prestada. Pero cuando en las noches de insomnio entraba a la habitación de los nenes y se quedaba mirándolos dormir, confirmaba que era ella misma quien había construido esa nueva realidad. Una vida que ya le era propia. ¿Se estaba arrepintiendo de ir al bar? Siguió hasta la parada del colectivo.
Llegó a la puerta de El Cairo unos minutos antes de las cinco. No entraba desde la época de las reuniones de la facultad. Mientras la militancia fue pública, ella organizaba los encuentros de su grupo donde se pudiera: en El Cairo, en una plaza, en el centro comunitario del barrio. Camilo lideraba otro grupo. Ella no conocía el nombre real de muchos militantes —se acordó de una peña: ni siquiera entonces podía identificarlos a todos—; por eso, después de que se la llevaron nunca supo quién la había marcado, ni cómo había caído Camilo.
Respiró hondo y abrió la puerta. Ahí estaba Camilo, en la mesa de siempre. Se levantó apenas la vio. Ana caminó hacia él, vio un pocillo casi vacío en la mesa. Cuando lo tuvo frente a ella adelantó la cara para poner la mejilla, pero él no le dio tiempo: la tomó de un brazo, la atrajo hacia sí mismo y la abrazó.
Cuando se apartaron, los dos estaban llorando. Camilo le acarició la mejilla húmeda. Ella se olvidó de las palabras que había preparado para ese momento; iba a decirle que nunca dejó de militar, pero que en el exilio se sintió sola, que había tenido que arreglárselas para seguir adelante. Y que había formado una familia. Que era feliz. Ahora, sin embargo, en El Cairo, con Camilo, nada de todo eso le parecía real. Se sentaron, todavía tomados de la mano. Cuando se acercó el mozo, ella la retiró. Y una vez que el mozo se fue le pareció que Camilo, al igual que ella, tampoco sabía por dónde empezar.
—¿Cómo estás? —se apuró a hablar primero.
—Zafamos varios cuando le dieron lugar al alegato de Pérez Ojeda.
—Me enteré por la gente de la plataforma en Madrid. No sabía que te podía servir a vos.
Se puso a jugar con una servilleta. Evitaba mirarlo a la cara. Se concentró en los puños raídos de la camisa de Camilo. Le quedaba grande. Pensó que tal vez no era suya.
—Te escribí cuando supe que estabas en Devoto. Seguro que no te llegó la carta. —Ahora sí lo miró a los ojos para ver si él le iba a mentir.
Él le sostuvo la mirada y le dijo:
—¿Qué te iba a contestar? Vivías en Madrid, con un francés…
El tono de él le sonó a reproche y a tristeza. Sintió lo que indefectiblemente sabía que iba a sentir el día que se encontraran.
—No fue lo único que te escribí. —Ana se ruborizó. Recordaba bien las tres carillas, las había rehecho varias veces. Le contaba de la salida a España, del trabajo en la universidad, de la militancia en la agrupación de derechos humanos. Camilo daba vueltas la cucharita en la taza vacía. Ella miró por la ventana. Desde donde estaba, veía la esquina. Las mismas fachadas de enfrente, los mismos colectivos, la misma gente apurada. Por un instante sintió que todo lo que estaba fuera de ella era igual que en el pasado. Hasta Camilo, que ahora la miraba como antes: como miraba a la Polaca.
Él le tomó las manos otra vez. Ana respiró hondo. Dejó que él le acariciara la cara. Había estado elucubrando diálogos posibles desde la mañana del llamado. ¿Él le reclamaría que ella se había ido, que no lo esperó? Sabía que Camilo era la única persona con la que podía hablar de todo, sin concesiones, sin edulcorar detalle. En todos estos años ella se había reconciliado con sus decisiones, sus actos habían sido necesarios para salvarse. Ahora, ante Camilo, de frente a lo que él había sido para ella, Ana dudaba de todo. Quería irse de esa mesa tanto como quedarse.
De pronto, Camilo hizo algo que Ana no había previsto: estiró el brazo y apoyó la mano en el pecho de ella, sobre la amatista, de la misma forma en que lo había hecho tantas veces.
—Todavía lo tenés.
—Por supuesto —dijo Ana. Ella también se acercó. Pudo olerlo.
El mozo apareció con los cafés. Se separaron en silencio y sin dejar de mirarse, como reconociéndose, por fin.
—Te extrañé —dijo Camilo. La miraba, recostado sobre el respaldo de la silla; ella agradeció la distancia que le impedía besarlo—. Todos los días, desde que nos separamos en esa esquina, pensé en vos.
—No es bueno que hablemos de esas cosas.
—¿De qué cosas querés que hablemos? —dijo él. Se encogió de hombros, luego se reclinó en la silla; ella creyó ver en él un gesto de impaciencia—. No tengo mucho para decirte. Nosotros nunca necesitamos hablar demasiado —ella negaba con la cabeza mientras él volvía a buscar sus manos—. Lo más importante es que te extrañé.
—Callate —Ana pensó que ella sí tenía mucho para contar.
Bajó la mirada, buscó un pañuelo en la cartera. Cuando levantó la vista, Camilo se había acodado en la mesa; la contemplaba fijamente, con la cabeza un poco ladeada. A ella siempre le había gustado el azul transparente de esos ojos. Ahora le parecieron terriblemente tristes, casi muertos.
Sintió que ella había sobrevivido, pero él no. ¿Cómo iba a salvarlo? Si ella había intentado mil veces borrar todo y sabía que era imposible.
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Empezó por lo más difícil. Le contó que mientras estuvo chupada, el médico que las revisaba confirmó que había llegado embarazada. Le contó que lo había perdido. Vio cómo a Camilo le cambiaba la cara; lo escuchó llorar en silencio, pero siguió hablando. Ella tuvo que respirar hondo varias veces. Le dijo que en el ir y venir de esas semanas prefirió morirse a luchar. Quiso que él supiera por ella que en algún momento dejó de recordar la declaración que habían armado juntos, y que si le habían pedido que dijera dónde quedaba el departamento de Enrique seguro había cantado, y que seguro él había caído por su culpa. Le explicó cómo todavía se despertaba de noche escuchando los alaridos de los compañeros, con el olor a sangre y orina pegado a la nariz y a la boca.
Creyó que él iba a entender todo, porque sabía que a él también le dolía el dolor de los demás. Porque eran iguales. Él tenía razón, había cosas que entre ellos no era necesario decir.
Camilo la escuchó sin interrumpirla. Después se acercó un poco más a ella y le dijo:
—Cuando me enteré que te habían llevado fui a hablar con el jefe. Yo tenía la sospecha de que él sabía quién había sido. Me mandó a Buenos Aires. Enrique me dijo que no fuera, que era peligroso. Tenía razón. Me emboscaron en San Nicolás. Me estaban esperando. No caí por vos.
Él ya no lloraba, pero se había encorvado; hablaba bajo y lento, como si cargara con el secuestro de todos los demás. Incluso con el de ella.
—Ana, no fuiste vos. Nos vendieron de arriba.
Quiso abrazarlo. En lugar de eso llamó al mozo y pagó.
—Vamos —le dijo mientras le tendía la mano por encima de la mesa.
—Hola, mamá. Sí, me imaginé. Tuve que acompañar a Clarita, me la crucé en el hospital. ¿Te acordás de Clarita? No exageres, mamá, no tenía forma de avisarte. La acompaño un rato más y vuelvo, dales un beso.
Colgó. El living del departamento de Enrique permanecía en penumbras excepto por el rectángulo del ventanal, que se reflejaba en el piso. Fue hasta la biblioteca. Reconoció sus propios libros, rozó algunas encuadernaciones. Sacó uno, lo abrió. Adivinó la letra de Camilo en la dedicatoria; en la casi plena oscuridad no podía leerla, pero no lo necesitaba. Sabía lo que decía. Sostuvo un momento el libro cerrado contra su pecho.
Cuando pasó frente al espejo grande se miró: su cuerpo desnudo se delineaba negro contra el espacio del living, pero podía distinguir el brillo de la amatista.
Caminó hacia la habitación. Se detuvo en la puerta. Camilo dormía boca abajo. Desde donde ella estaba podía oírlo respirar. Se sentó en el borde de la cama, despacio, y, con suavidad, empezó a acariciarle la cabeza. No quería despertarlo. Entonces se llevó la mano al pecho, sin siquiera pensarlo, de la misma forma en que el hombre de mirada transparente lo había hecho con ella en El Cairo; pero ese hombre, el del sonido cavernoso, el que podía quebrar el silencio en pedacitos brillantes, sintió Ana, cuando todo era tan sencillo como para querer cambiar el orden de las cosas, ya no estaba ahí. Dejó la amatista en la mesita de luz. Levantó su ropa para vestirse en el living.
Salió del departamento sin hacer ruido.
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Natalia Rovetto nació en Rosario en 1972. Hizo el colegio secundario en Buenos Aires, en la Escuela Carlos Pellegrini, y estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Hace poco más de diez años, por trabajo, se estableció en General Roca junto con sus hijos, donde se desempeña como productora de seguros. Es autora de numerosos poemas, ha participado en ciclos de lectura y desde 2022 asiste al taller de narrativa que dicta Pablo Delgado, en el que sigue trabajando sus historias. Le gusta nadar, desde chica: sigue haciéndolo hasta hoy, como actividad cotidiana, pero también ha competido, y ha hecho travesías en aguas abiertas en el río Paraná.