
–
Hace tiempo que venía con la fantasía de irme solo a algún lugar apartado para trabajar con ideas. No se trata solo de concentración o despeje, sino de experimentar qué sucede cuando uno se sumerge completamente en el pensamiento, sin distracciones, sin interrupciones, sin estímulos externos. Ya había tenido algunas aproximaciones en otro momento, pero siempre en un contexto más vacacional. Los últimos dos veranos viajé a Córdoba para relajarme, visitar amigos y darle vueltas a algunas ideas. Sin embargo, este año buscaba otra cosa: alejarme completamente de la ciudad, de su ritmo, de sus urgencias, y entregarme a un trabajo intelectual más específico. Quería desglosar mis proyectos, mirarlos desde nuevas perspectivas, analizar sus matices y ver si podía hacer algo con todo eso.
Decidido a cumplir con este deseo particular, me puse a buscar un espacio físico que me permitiera esa inmersión. Después de varios intentos, finalmente encontré el lugar: Un campito en las afueras de Berisso, en Los Talas, a 20 minutos de La Plata. Una casa antigua, construida por el abuelo de Jero, un amigo con quien trabajamos haciendo cerveza artesanal. Cuando le conté mi plan de verano, no dudó en ofrecerme el lugar:
—Yo tengo el campito. Le pregunto a la flia si no hay problema y te vas.
El día antes de partir hacia mi retiro creativo, mis redes sociales se llenaron de imágenes de David Lynch anunciando su muerte. Lynch, ese cineasta-mago, ha sido una de las figuras más relevantes en mi manera de ver el arte. Sus obras me han enseñado cosas que no podría explicar ni describir del todo, lo cual, paradójicamente, es algo de lo que él mismo estaría orgulloso. Alguna vez leí una frase suya: “Tan pronto como termina una película, la gente quiere que hables sobre ella. Y es la película la que habla.”
Las noticias, las frases compartidas, las reflexiones en torno a su legado despertaron en mí un montón de sensaciones. Pensé en el poder de las ideas – yo que me estaba yendo precisamente a trabajar en ellas – y en cómo la capacidad de Lynch para materializarlas y transmitirlas había dejado en mí esas ideas-emociones que, aunque cueste describirlas, quedan para siempre.
Mientras reflexionaba sobre cuánto me habían conmovido sus obras, noté que no era el único. A muchísimas personas les pasaba lo mismo. ¿Cuál es el impacto de la muerte de alguien? ¿Qué despierta en nosotros? Pensé en lo irrepetible de la mirada de Lynch, en cómo su partida significaba que ya no podríamos acceder a ciertos mundos a través de sus ojos. Y ese pensamiento me llevó a otro que llevo meses intentando entender y sobrellevar: el profundo dolor por la muerte de dos amigos muy queridos.
.

.
Rodri, o “el Pajarito”, un tipo libre como pocos, dedicaba sus días a viajar por el mundo, rebuscándosela para no perder nunca esa mirada particular sobre las cosas. Estudió Comunicación Social en Córdoba, vivió gran parte de sus viajes vendiendo sus artesanías de macramé, pero sobretodo siempre estando atento a sus reflexiones, teniendo miles de libretas, y anotaciones en su celular- Era como si tuviera la responsabilidad de atestiguar aquello que iba viviendo, sintiendo y pensando. El 24 de abril de 2023 después de luchar contra un cáncer rarísimo, falleció en lo de su Nona, en la calle Yrigoyen en Cipolletti en Río Negro, donde pasó sus últimos meses luchando contra las adversidades físicas de la enfermedad, pero por sobre todo luchando contra su propia mente que lo tenía a mal traer, tratando de buscarle una explicación a todo lo que estaba pasando.
Flori, como solía llamarla, era una persona súper generosa con quienes la rodeaban, dueña de una energía transformadora y admirable. De esas que dejan huella por donde pasan. Comenzó a estudiar Sociología en Buenos Aires, pero luego eligió formarse como maestra. Desde ese rol, militaba de múltiples formas: en cárceles, en la universidad, en comedores. Sin embargo, al recibirse y atravesar durante años la crudeza de la gran ciudad, decidió buscar una vida más tranquila y se mudó a El Bolsón. Allí vivió muchas experiencias: participó en huertas comunitarias, trabajó en refugios de montaña, en aulas escolares, y en muchos otros lados. En sus últimos días estaba enfocada en terminar la construcción de su casa, un proyecto que ya entraba en su etapa final y que la tenía muy entusiasmaba. El 6 de marzo de 2024, a menos de un año de la partida de Rodri, falleció repentinamente de Hantavirus.
Desde entonces, mi mente ha estado ocupada tratando de entender por qué ellos dos fueron tan importantes en mi vida, para mi historia.
Cuando Rodri falleció, tuve largas conversaciones telefónicas con Flor. Sentíamos que compartíamos un dolor particular, un sentimiento que solo nosotros podíamos entender. Era como esas ideas o sensaciones lyncheanas de las que hablaba antes: imposibles de explicar, pero completamente reales.. En una de esas charlas, mientras intentábamos poner en palabras lo que nos atravesaba, nos prometimos subir juntos a la montaña, a la naciente del río Azul, en la Comarca Andina. Ese lugar, por distintas razones, era especial para los tres. Un sitio que, en varias ocasiones, nos había abrazado y que sentíamos como propio. Pensándolo ahora, creo que también nos permitía reconectar con algo interno, una especie de búsqueda inconsciente de lo más esencial en cada uno. Con Flor, sentíamos naturalmente que ese era el lugar para compartir ese dolor y hacer, de algún modo, nuestro duelo.
Pero ese día nunca llegó. Cuando el virus se llevó a Flor de manera fulminante, lo que sentí fue una inmensa soledad, como si ese algo inexplicable se hubiese extinguido para siempre. Desde entonces, no he dejado de preguntarme de dónde proviene ese sentimiento, y lo que se supone que uno debe hacer con él.
Los tres nos conocimos en el secundario, en el colegio Estación Limay de Cipolletti. Desde que nos hicimos amigos, compartimos el afán de desentrañar nuestras inquietudes, cada uno a su manera. Con el tiempo, sin darnos cuenta, construimos un cimiento en común. Una especie de idea rectora. Una búsqueda compartida. Aunque cada uno tomó su propio camino, sus propias búsquedas, esa esencia compartida nos unía: El deseo de sumergirnos en las aguas profundas en busca de algo más, en busca de peces dorados, como decía Lynch.

Y ahora, al recordar a Lynch, al recordarlos a ellos, todo parece encajar. Me doy cuenta de que lo que nos conmueve de la muerte de una figura como Lynch es que, con su partida, perdemos una puerta de acceso a esos peces dorados que él supo pescar y mostrarnos. Lo mismo me pasa con mis amigos que ya no están: hay ideas, pensamientos y experiencias que nunca más podré compartir del todo. Y ahí radica la verdadera soledad, el verdadero dolor: En la imposibilidad de seguir compartiendo ciertas cosas que solo algunas personas pueden entender.
Ahora vuelvo a la pregunta con la que empecé este texto, que escribí casi sin darme cuenta: ¿Cuál es la necesidad de aislarse?
Creo que la respuesta que encontré en esos días de retiro, es la de seguir en la búsqueda de esos peces dorados, de esas ideas que son carnadas para atrapar otras. Aunque algunas ya no puedan ser compartidas y queden nadando solas en una pecera interna, siempre habrá nuevos peces por descubrir. Y quizás, en todo este proceso, encuentre también nuevas formas de compartirlos con otros.
Allá vamos.
.

