Un archivo afectivo

Por: María José Melendo

Mis Corazones

El sábado pasado Ludmila llegó a casa con un regalo que anticipó era re yo: un prendedor con un corazón rojo.

Desde hace años colecciono formas de corazones. Tengo un archivo en mi computadora con imágenes. Se trata de materialidades de la más variada procedencia que asumen -en alguna de sus partes o por completo- la “forma de corazón”; lo pongo entre comillas, porque la fisonomía de este órgano se aleja de los semicírculos unidos en una punta de flecha hacia abajo con que lo representamos desde que somos niños.

De hecho, mi primera colección de corazones fue la de los dibujos de mis tres hijxs, desde el garabato acompañado de la oralidad: “esto es un corazón mami” a las representaciones más “realistas” a medida que iban creciendo.

Leí que la forma de corazón que dibujamos: el ideograma, tiene su origen en el sentido que damos al órgano, vinculado al amor que se remonta a la antigua Grecia y Roma, donde se la asociaba con la planta de silfio, utilizada como anticonceptivo y, por lo tanto, vinculada con el amor y la sexualidad. La semilla del silfio tiene “forma de corazón”.

Si buscara remontar mi pasión por los corazones hay un ritual que me marcó: el corazón de origami que Luján y Vicky -maestras en el arte del plegado en papel- me enseñaron hace años y cuyos 12 pasos recuerdo con precisión desde entonces después de haber hecho cientos con ellas dos y con Lila. Los usábamos para intervenir paredes y postes de las calles en donde armábamos el corazón usando varias formas. Plegábamos y charlábamos al mismo tiempo como si pudiéramos dividirnos entre la atención puesta en las comandas automáticas que dábamos a las manos y la conversación que hilaba temas y temas, interrumpiéndose tan sólo un instante para tomar un mate. Cada vez que le enseño a alguien a hacer un corazón me fascina su asombro al ver esa mutación a través de los pasos, de un cuadrado de papel a un corazón por el efecto del origami, palabra que en japonés significa “doblar papel”, significado que evita develar la magia oculta en dicho arte.

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Me piensan corazón.

Todo el tiempo recibo mensajes de la gente querida con fotos de cosas en las que encuentran formas de corazones.

María, desde un supermercado de Berlín, me mandó una foto de un salamín con forma de corazón. 

¿Dónde ver corazones?

Recorro mi archivo digital; se repiten imágenes de una misma materialidad que aloja la forma del corazón: piedras, hojas, manchas, pero cada foto es única, como su descubridor.

Pétalos de flores, la de la mosqueta por ejemplo, una miga de pan, un pedazo de hoja de árbol, una hoja, la nieve que deja ver un suelo de coirones aplastados y también la forma de un corazón, piedras, charcos, como uno que obstinadamente se forma en una vereda de la ciudad en la que vivo. Una croqueta de acelga. La mitad de una nuez dentro de su cáscara. La forma que dejó un gusano en una hoja de rúcula. Un corazón de restinga. Una papa en la verdulería. 

En la barda sur, en el alto valle de Río Negro, le llaman la subida “Colicheo” o “Subida del agujero”. Para mí, la erosión caló un corazón cuando se la mira desde abajo. La forma hallada en un adoquín. Un caracol. Una mancha. Nubes. Una veta de madera, una papa frita de bolsa, me mandó Noe que encontró en el paquete. Un corazón de sal como el que me trajo mi sobrina Sofi de regalo de un salar que visitó. Mi hermano Santi, una milanesa de potro con forma de corazón. El centro de un tronco. A mi hija Uma, se le quemó el repasador mientras cocinaba; “mirá Ma, un corazón” me mandó la foto del repasador con un agujero corazón.

Todavía hoy me emociona recordar cuando mi hijo Benito que en ese momento tenía 5 años me llamaba eufórico para mostrarme su hallazgo en una vereda. Mientras caminaba hasta donde él estaba sus ojos parecían decirme: “te va a encantar lo que encontré”. Era una cáscara de mandarina con forma de corazón. 

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Según el diccionario, una colección es un “conjunto ordenado de cosas, por lo común de una misma clase y reunidas por su especial interés o valor”. Lo que se colecciona entonces puede ser de lo más diverso: Medallas. Mapas. Monedas. Calcos. Discos. Estampillas. Posters. Lapiceras. Imanes de lugares para la heladera. Libros. Calendarios de bolsillo. Postales. Caracoles. Sellos. Revistas. Cajas de fósforos. Sobres de azúcar. Muñecas. Monedas. Llaveros.

En internet me encontré un texto que tenía el siguiente título: “Colecciones únicas”; me pregunto qué colección no es única. Si bien hay coleccionismos sumamente rentables y coleccionistas que engrosan sus colecciones bajo intenciones especulativas, muchas se erigen bajo un interés personal, subjetivo e intransferible. Hay algo caprichoso y fundacional en una colección, al decidir un objeto y un criterio de acopio, por ejemplo: lapiceras que se usaron, tazas o imanes de los lugares a los que se viajó, estampillas nuevas o estampillas usadas, y podría seguir narrando directivas específicas alrededor de los objetos que se coleccionan.

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Me acuerdo cuando dije que iba a estudiar Filosofía y me preguntaban  ¿para qué servía?. La no utilidad en términos económicos o productivos, es un atributo de la filosofía que ha servido para iluminar rasgos suyos esenciales, como su poder de desautomatizar, de hacernos salir de la comodidad al proponer un mirar distinto al del sentido común, un mirar extrañado: una actitud de descubrimiento.

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Mis sobrinas más pequeñas me anticipan por teléfono que encontraron en sus vacaciones en Monte un corazón para mí. Desde hace tiempo colecciono piedras con forma de corazón que encuentro o me regalan. Las más grandes van en frascos y las pequeñas las pego en una hermosa caja de madera que me regalaron. 

Se trata de una tradición familiar en la que con mis hijxs evaluamos si la piedra que encontramos pasa el filtro que imponemos al preguntarnos si el hallazgo es o no un corazón. 

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Mi colección resuena, se expande en otros.

Hace unos días la querida Ángeles me envió un mensaje por WhatsApp “Pensé en vos. ♥” y a continuación transcribió el siguiente poema de Macky Corbalán: 

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Yo también creo en eso.

En la trasmutación de un objeto en otra cosa.

Me gusta lo que propone la artista Estefanía Santiago para referirse a su producción a la que define como rizomática, híbrida y relaciona y a su decisión de llamarla “archivo afectivo” para dar cuenta de aquello que traspasa la materialidad, eso que es intangible pero esencial. Como para mí lo es mi colección de corazones; cada uno tiene una pequeña historia. 

Quien recolecta, mira con insistencia alrededor buscando; su colección es un tesoro que no es objetivo sino personal y emotivo: un archivo afectivo. 

María José Melendo @mariajosemelendo