Veo que el cielo está nublado y que va a llover. Las cinco de la tarde ya, y aun así no hay nadie en la calle; hay una baldosa rota, hay un árbol sin hojas.

—¿Entramos? —dice papá.

Lo miro de reojo, en un intento de distraerme de nuevo, pero es inútil. Sí, claro, entramos: como si tuviera otro lugar al que ir. Me acomodo el bolso en el hombro, que tiene lo básico, y entro a la casa. No puedo esperar a tener todas mis cosas. Papá cierra la puerta. ¿Cuánto hacía que no venía?, ¿cuatro años, cinco?

Olivia se acerca a nosotros rápidamente, saluda a papá sin dejar de mirarme. No me acordaba de ella tan canosa.

—Hola, Laura.

—Hola —digo.

¿Habrá empezado a envejecer ahora, o es que recién me doy cuenta? Si no la veo desde el año pasado, no pasó tanto. Parece que va a decir algo más pero papá se adelanta y le pregunta cómo ha estado. 

—Descansaba, la verdad —dice ella—, salí tempranísmo al…

No quiero escuchar.

—Voy a mirar la casa —digo.

Olivia se interrumpe; vuelvo a acomodarme el bolso, señalo hacia el pasillo.

—¿Puedo?

—Hija, es tu casa —me contesta papá.

No. Mi casa estaba en La Plata. Con mamá. Ya tenía mis amigos, visitábamos el departamento de la tía, ya me había acostumbrado. La plaza donde nos juntamos estos años con las chicas, el polideportivo donde hacía vóley. 

Apoyo el bolso en el sillón largo del living. Cerca de él, sobre una mesa, un pato y un conejo de cerámica; en la pared, cuadros abstractos que nunca vi en mi vida. ¿Quién entiende el arte abstracto? La tía. La tía podría, si da clases en Bellas Artes. Eran tan unidas con mamá. Lo único bueno que pasó en la última semana, antes de tener que volver con papá a la casa de Buenos Aires: poder estar en el departamento de la tía, con ella.

.

.

El piso del corredor central está brillante, igual que los azulejos de la cocina. Todo luminoso y prolijo. Abro la puerta que da al patio: el césped parece recién cortado, hay hortensias. Su color es muy lindo. Cuando no hacía frío mamá llevaba una reposera y leía, mientras los rayos del sol se posaban sobre sus rulos. Yo me sentaba al lado y pintaba mandalas; a veces, papá pintaba conmigo y me enseñaba cómo tenía que hacer para no salirme de las líneas. Ese era nuestro momento: el momento de los tres.

Empiezo a cruzar la casa en dirección al hall, hasta que encuentro a papá en el living. Olivia ya no está con él.

—Todo se ve distinto a la última vez que vine —digo.

—Olivia estuvo ordenando, para recibirte.

—Ya veo.

—Tu habitación sí está igual. Nunca la tocamos.

Subo los escalones despacio, como si dentro del bolso llevara plomo y mis piernas estuvieran encadenadas a un mueble. Parece que algo quisiera demorarse dentro de mí, hasta el final de la escalera, hasta la habitación al final del pasillo. Empujo la puerta entreabierta, doy un paso a lo que antes era mi lugar seguro. Nunca pensé que te volvería a ver. Excepto por tanta claridad, eso es la habitación ahora, un solo destello gracias al sol, que traspasa la cortina clara de la ventana. El cielo se habrá despejado. Pero las sábanas blancas son aburridas. Lo único de color es el bolso y los rayones de lápiz que dejé en la pared, cuando papá todavía no conocía a Olivia y yo todavía no conocía La Plata.

Me siento en la cama. Debería cambiarme de ropa pero no tengo ánimo, estoy cansada. ¿Cuántos días hace que no duermo bien? Si mamá me viera, me retaría. Cómo odiaba que no respetara las ocho horas de descanso. Ahora quiero que me rete, que se enoje, pero no está acá, está en el cementerio. Lo único que puedo hacer ahora es. ¿Qué es?, ¿qué sentido tiene? No quedó nada de lo que ella era. Si voy, me estaría pareciendo a las señoras que van todo el tiempo para no sentirse solas, como si ya no lo estuvieran. Ahora tengo que morderme la lengua y agradecer cada vez que dicen que lamentan mi pérdida, como si de verdad la lamentaran. Me siento apestada, incómoda, sucia, ¿será por haber estado tanto tiempo cerca de la muerte?

Abro el bolso. Qué puedo ponerme. Todos lloraban alrededor del cajón, me abrazaban, papá en un rincón con la cara roja. Qué incómodo fue. Sólo pude agarrar la mano de mamá. Fría. Suave, pero tan fría. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nadie te prepara para esto, me dijo la tía al oído, antes de que entráramos a ver a mamá. Desearía que lo hubieran hecho.

Saco un perfume del bolso, me froto unas gotas en el cuello.

Papá se asoma por la puerta.

—Hija, ¿no querés comer algo?

Le digo que ya bajo. De pronto no sé dónde meterme; no quiero estar acá, me gustaría abrir el armario e irme a otro mundo, igual que en esas películas que tanto veía. Pero no hay ningún portal mágico. Y me siento enorme en la habitación, y en el pasillo y en todas partes, es como si la casa fuera tan pequeña que no me dejara moverme.

En la cocina Olivia prepara la merienda, papá lee el diario como en un día normal. Me siento en la mesa, la misma mesa en la que mamá me pedía que la ayudara a cocinar, mientras ponía ABBA.

—Tu abuela habló conmigo —me dice papá—, lamenta mucho lo que pasó. Dijo que cualquier cosa, lo que necesites, que por favor le avises.

Lo único que hace esa mujer es ver la novela y criticar como una serpiente, mamá era su tema de conversación favorito. De seguro debe estar diciendo que mamá fue una egoísta por decidir irse y dejarme sola. Pero la verdad es que no logro entender por qué lo hizo, tal vez se haya sentido muy sola. ¿O tal vez haya sido mi culpa?

—¿Laura, qué querés comer? Fui al super así que hay para elegir —dice Olivia.

Clavo la mirada en el borde de la mesa.

—Unas tostadas con café.

—¿Y con qué acompaño las tostadas?

—Con queso crema —digo sin levantar la vista.

¿Queso crema, dije?, ¿por qué le pedí algo que no como jamás?, ¿por qué no se calla?, ¿acaso es ciega para no ver que no quiero hablar con ella?

Me levanto.

—Voy al baño.

Antes de abrir la canilla agarro el jabón, con las dos manos; lo huelo. ¿Qué le vio papá? ¿Puede ser que haya sido mi culpa? Cambié mucho en los últimos meses. Cada vez le prestaba menos atención, cada vez salía más con mis amigos. ¿Habrá tenido algo que ver? Agarro la toalla de mano y es increíble, desgastada pero acá sigue, me encantaba, adoraba los dibujos de flores violetas, me gustaban las lavandas. Cómo me gustaban las lavandas.

Me siento frente a mi merienda, casi sin mirar a Olivia, y empiezo a comer.

—¿Laura, está muy fuerte el café? —me pregunta ella.

Tomo un sorbo, la vista clavada en la mesada.

—Está bien —digo.

De pronto me doy cuenta de lo raro que se escucha mi nombre en boca de ella.

—Quiero prepararte la mejor comida que hayas probado —dice Olivia, y antes de que pase un segundo, inmediatamente, se lleva una mano a la boca. Papá, en silencio, la mira, niega con la cabeza, confirmándole que ya no puede cambiar lo que dijo.

—Perdón, Laura. Quise decir que voy a prepararte la mejor comida que yo te pueda hacer, eso era.

Me meto un pedazo de tostada en la boca. Mamá siempre cocinó para nosotros, me encantaba que ella cocinara y a ella le encantaba cocinar.

—Mirá hija, sabemos que esto es muy difícil para vos, mucho, podés contar con nosotros.

Olivia deja un frasco sobre la mesada, se acerca a papá y le agarra la mano. A mamá no le caía bien; nunca lo decía abiertamente, pero se notaba. En La Plata, cada vez que él me buscaba para pasear, y Olivia lo acompañaba, mamá estaba seria, rígida. ¿Habrá sido culpa de Olivia? ¿Mamá se habrá sentido reemplazada, insignificante? Tal vez por eso nunca quiso que yo estuviera cerca de ella.

—Y otra cosa, hija —sigue papá—: los trámites de la escuela no hay que hacerlos ya, si todavía no querés. No esta semana.

La semana pasada todo estaba bien, mamá había estacionado enfrente de la escuela y mientras me despedía me dijo te amo. Yo también, le dije, antes de que arrancara el auto y se fuera. Sólo eso: yo también. No pensé que sería la última vez que la vería; ni una carta, ni una nota; nada más que un montón de pastillas con jugo.

Olivia prende la radio, mientras papá cuenta cómo yo hacía cualquier cosa, cada vez que iba en bici; nunca me sacaron las rueditas de apoyo, nadie me pudo enseñar a andar sin ellas; más adelante vendí mi bicicleta y nunca volví a tener una. Al fin de cuentas, en ese entonces me pasaba todo el rato en mi habitación, hasta que ellos se separaron.

—¿Te acordás cuando te escondías de mí cada vez que íbamos al supermercado?

—Me acuerdo.

—Eras un dolor de cabeza —se ríe—, cada vez que te encontraba salías corriendo.

—Me hubiera gustado haber visto eso —dice Olivia.

—Tardaba más en encontrarte que en comprar las cosas.

Trato de sonreír un poco con cada anécdota que cuenta, pero nada más.

Olivia empieza a levantar la mesa. Le doy un abrazo a papá y voy a mi habitación.

Ahora está oscurecida. Lentamente empieza a llover. Veo de nuevo las rayas de lápiz en la pared, cierro los ojos. Me quiero ir de acá.

En el pasillo, después de unos pasos, me detengo frente a otra puerta: el dormitorio que era de mis padres. ¿Habrá cambiado mucho? De seguro, no va a estar igual. La puerta tiene unas manchas. Apoyo la mano sobre el picaporte, que parece cargado de una electricidad helada; lo bajo, despacio, y le doy un envión hacia adentro, hasta que la puerta se separa lo suficiente para dejarme ver. Los libros, impecables, por fin todos ordenados en los estantes de arriba de la cama. No puede ser que sea la habitación de papá, si él siempre fue un desastre. La planta del esquinero, verdísima. Viva. No cambió la cama en la que dormía con mamá, está re vieja. Siempre hacía un drama para poder dormir con ellos, abrazaba el brazo de él y me quedaba dormida de espaldas a ella, todo mi pelo arriba de su pecho. ¿Qué hubiera pasado si me hubieras pedido ayuda?, ¿en este momento estaríamos abrazadas? Perdón por enojarme por boludeces, perdón por no planchar la ropa, perdón por no ver los videos de perritos que me mandabas, perdón por no estar con vos lo suficiente. Perdón, no era mi intención ser mala hija. Ahora te perdí y no sé qué hacer, no sé.

Me detengo frente a la puerta de la cocina, Olivia y papá hablan del otro lado.

—¿Ahora qué hago? —murmura él.

—Debió haber estado muy mal —dice Olivia con un tono suave.

Cierro los ojos. Mamá, si estuvieras acá, ¿seguirías odiando a Olivia? ¿Seguiría siendo tu niña?

Abro la puerta asegurándome de que haga el ruido necesario. Papá me mira sorprendido. Me acerco a Olivia, que se prepara para lavar los platos. La miro mejor: tiene un suéter beige con rayas negras, un jean un poco desgastado, dos mechones finos en la cara y una cola de caballo.

Nunca voy a saber quién tiene la culpa, ¿cómo podría saberlo?

Me ofrezco a lavar los platos.

—¿Vos? —dice Olivia.

—Sí.

—¿Estás segura? Los lavo yo —me dice.

Le digo que no se haga problema. Ella me da las gracias y después camina hacia la punta de la mesada, abre el segundo cajón, se corre un mechón de la cara, agarra un par de guantes y me los da.

—¿Pasa algo? —me pregunta con el ceño fruncido y la cabeza ligeramente inclinada. Parece preocupada.

—No, no pasa nada —le digo y me empiezo a poner los guantes.

Julieta García nació en Neuquén en 2007. Vive en la ciudad de General Roca,
actualmente cursa la carrera de psicología en la Universidad Nacional del Comahue,
con sede en Cipolletti. Empezó a escribir y a dibujar a una edad temprana, le
apasiona hacerlo y en un futuro aspira a seguir escribiendo y a dedicarse a la
creación de cómics. Desde 2023 asiste al taller de narrativa que el escritor Pablo
Delgado coordina en Roca.