Soy docente en Taller de Guión de Largometraje en tercer año de la Tecnicatura Universitaria en Guión en el Instituto Universitario Patagónico de las Artes. Durante la segunda mitad de año, los estudiantes se encuentran en la etapa de escritura de su proyecto y por eso es que en esta parte doy una clase sobre diálogos. No solo nos centramos en el lenguaje verbal, aquel que utiliza la palabra para comunicar, sino también en el no verbal, ese que se divide en paralingüístico, proxémico y kinésico. Estos son los que comunican mediante el tono y el ritmo de la palabra, los movimientos corporales, la postura, la mirada, los gestos, la vinculación con el espacio, la cercanía con el interlocutor y el contacto físico.  

Para destacar la importancia del lenguaje no verbal en la clase visionamos la película El Baile del director italiano Ettore Scola. La obra transcurre íntegramente en un salón de baile parisino. A través de saltos en el tiempo se cuentan alrededor de 50 años de historia europea. Los actores son siempre los mismos, pero sus caracterizaciones cambian según la época. Lo más singular de este film es que no hay diálogos, no se escucha ni una palabra durante las casi dos horas que dura la película. Al verla, una vez que entra en el código, uno no siente la necesidad de escuchar palabra alguna para entender lo que sucede.

Mientras observaba esa obra sin palabras en un televisor con unos pocos estudiantes me sorprendí pensando en cómo hoy muchas imágenes de las redes sociales no parecen confiar en sí mismas, y necesitan que se las acompañe con un texto explicativo.

En una entrevista que le hacen al actor Ignacio Saralegui le proponen titular fotos. En una clara burla, el humorista titula la foto de una pareja casándose con “la primera vez que te vi eras un random, ahora, el amor de mi vida”;  la foto del cielo desde la ventana de un avión con “viajar. Consumir. Amar”; o la de una chica bañada en pinturas de colores y gorro de egresada, diciendo -palabras más, palabras menos- que se había recibido. Todas obviedades bien exageradas que no distan mucho de la realidad. 

Para seguir escribiendo, me propongo un desafío: abrir Instagram y encontrar, en menos de cinco minutos, tres ejemplos: 

En tres minutos y veintiocho segundos encontré:

  1. Un famoso productor de espectáculos posando junto a dos chicas con la ciudad de Shangai de fondo; se los ve claramente felices. La frase que acompaña dice “pasaron días increíbles en Shanghái”.
  2. Una chica soplando las velitas pone “Llegaron los 31”.
  3. La foto de una pareja bailando un vals en un salón de baile, es acompañada por la frase “y si bailamos otro vals”.

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Recuerdo que, cuando los de mi generación pasamos de usar Facebook a Instagram, renegué un poco de que hubiéramos mutado de una red que le daba bastante espacio a la palabra a otra que se lo daba solo a las imágenes. De algún modo vago, hoy eso se revierte, y vuelvo a renegar.

Tratando de encontrar una causa, pienso que la palabra que acompaña a las imágenes ya no es un desarrollo de algo, sino una obviedad, una redundancia que no invita a la reflexión, sino a la sobreexplicación.

La necesidad de aprobación, de validación o de pertenecer que provoca la sobreexposición en la era de las redes sociales llevan a un miedo al juicio, prejuicio o mala interpretación de lo que se es y/o se hace. 

Me pregunto, ¿no confiamos en el poder de la imagen o no confiamos en la inteligencia y sensibilidad de quien las ve?  

Pensando si esto es un clima de época, mi reflexión vuelve directamente a sentarse en una sala de cine. En las clases de guión, insisto a los estudiantes en que no le den todo masticado al espectador. Trato de que los estudiantes brinden un voto de confianza, que crean en las relaciones y los análisis que estos pueden hacer. 

Es oportuno en este momento traer al famoso Efecto Kuleshov, teoría desarrollada por el montajista soviético, que muestra que el sentido de un plano no depende solo de lo que se ve, sino de cómo se combina con otros planos. El cineasta demostró que, en cine, un mismo rostro inexpresivo puede expresar hambre, tristeza o ternura dependiendo de la imagen que le sigue y/o anticipa.

Sin buscar establecer las fronteras de EL ARTE, sí creo firmemente que no es ARTE, por supuesto,  lo que vemos en las redes sociales, pero tampoco esos productos industriales que solo buscan ser comerciales. Creo que el arte conmueve, provoca, lleva a la reflexión y bajo ningún punto baja línea directa diciendo “es así”, tampoco lleva a la generalidad de una sola interpretación.  

Propongo liberarnos y liberar. Que cada uno entienda lo que entienda, que sienta lo que sienta, que baile las canciones sin seguir coreografías, que se quede el tiempo que necesite frente a un cuadro, que deambule las ciudades, que no importe demasiado lo que haga el otro con el arte y con nuestro arte. 

Pero como no me gusta dar consejos, ni tener verdades absolutas, para cerrar este escrito va el recuerdo al gran actor y director Carlitos Thiel quien en sus clases de Dirección de Actores explicaba el caso de la zanahoria, “si aparece un actor vestido de zanahoria, que no diga: “hola, soy la zanahoria”.

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