Son las ocho de la mañana y el termómetro marca implacablemente dos grados bajo cero. El cielo de General Roca está cubierto por un manto grisáceo que apenas deja filtrar la luz del amanecer. Roca se encuentra en el Alto Valle de Río Negro en la Patagonia Argentina. Anoche, como viene siendo la norma, dormí mal. El sonambulismo, mi compañero nocturno desde que tengo cuatro años, se presentó una vez más.

Según la Academia Estadounidense de Medicina del Sueño, el sonambulismo es más que un simple despertar durante el descanso. Se trata de un trastorno del sueño, clasificado como una parasomnia, en el que las personas desarrollan actividades motoras automáticas que pueden ser sencillas o complejas mientras permanecen dormidas, inconscientes y sin probabilidad de comunicación. Para mí, después de tantos años, es una forma en que el cuerpo se disfraza del alma, o que el alma se disfraza del cuerpo, para seguir buscando algo mientras dormimos. Es meterme en un mundo paralelo donde la realidad se distorsiona y todos los límites que creo conocer no existen. Mi mente se ubica en territorios donde aparece siempre una rarísima dualidad y de la cual, al otro día, me acuerdo perfectamente.

Hasta mis cinco años viví en Villa Rincón Chico, un pueblo temporario en la Patagonia Argentina Norte. Temporario porque fue creado para alojar a los trabajadores y familias del aprovechamiento hidroeléctrico Piedra del Águila durante la construcción del mismo. La obra duró diez años. En ese período, mi pueblo llegó a tener diez mil habitantes, teatro y cine, supermercados, escuela primaria y secundaria. Había un hospital público con todas las especialidades, quirófano y sala de partos donde nací el 28 de octubre de 1989. A finales de 1995 la obra hidroeléctrica finalizó y, por lo tanto, mi pueblo dejó de existir. Hoy sólo quedan vestigios de lo que fue el centro comunitario y restos de asfalto de las calles y avenidas principales. La naturaleza patagónica se está encargando, poco a poco, de cubrir las huellas del paso humano por esos lados. La jarilla invadió parte del hormigón armado de lo que era mi jardín de infantes. En las mismas paredes se pueden encontrar algunas inscripciones de ex habitantes que vuelven a dejar mensajes y a expresar su melancolía. Se leen algunas frases como “mi familia y yo vivimos en la casa 28 desde el 88 al 95” o “acá pasé los mejores años de mi vida”.

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El sonambulismo afecta al 7% de los niños entre 3 y 10 años pero, según la Asociación de Psiquiatras Argentinos, puede persistir en la edad adulta en un porcentaje del 1.5%. Ser de ese porcentaje a veces me hace sentir rara y al margen y por eso tengo mil rituales para dormir y a veces no alcanzan porque los episodios nocturnos aparecen de todos modos. Ceno liviano y siempre que puedo, intento desconectarme de las tecnologías temprano, leer algo que me haga bien o hacer algún crucigrama. A veces hago relajaciones guiadas, prendo velas e incluso, sin creer mucho en nada, le pido a alguna fuerza superior poder dormir mejor. Mis sábanas tienen olor rico y duermo con el pelo suelto y desenredado, como decía mi abuela. A veces me da miedo dormir porque entiendo que hay mucho del inconsciente que no podemos saber. Tal vez el sueño sea una verdad que sólo se anima a mostrarse disfrazada de realidad y el hecho de no poder controlar mi cuerpo me desestabiliza muchísimo.

En Rincón Chico aprendí a andar en bicicleta y también tuve mi primera caída con rodillas raspadas. La cicatriz todavía me acompaña. En Rincón Chico probé el helado de dulce de leche y tuve a mis primeros amigos y a Pampa, mi perro de la infancia. Conocí la nieve y fui al cine por primera vez. Nos llevó mi papá a ver Aladdín y me volví loca con los colores y los sonidos. En Rincón Chico veía cómo mi vieja, con mucho amor, armaba el jardín de la que era nuestra casa. Se pasaba tardes enteras plantando mil tipos de flores. Recuerdo a mi mamá con un vestido largo de jean, su pelo rubio, lacio y corto, regando sus lavandas. Todo ese amor entregado a esa porción de tierra lo hizo sabiendo que un día nos íbamos a ir. Creo que ese gesto resume todo: construir algo desde la mayor amorosidad posible aunque sea temporal. Es esa idea romántica de ser felices mientras estamos acá. Creo que mi pueblo fue la mejor analogía de la vida misma. El mantra trillado pero hipnotizador “nada es para siempre”. En Rincón Chico las siestas eran sagradas. Papá y mamá trabajaban horario cortado, así que aprovechaban los huecos de la tarde para vernos y descansar un poco. Por supuesto, nosotros teníamos que dormir también o al menos, hacer que dormíamos.

Me acuerdo del color de esas siestas como si se hubieran tatuado en mis retinas. Un naranja pálido que lentamente se saturaba hasta volverse fuego, y se mezclaba con la persiana a medio cerrar. Entre las rendijas se filtraban los rayos más potentes de la tarde y la Patagonia se hacía presente en mi habitación de niña. Una siesta de octubre de 1993, estaba en mi cama y mientras veía esos rayos entrando por la ventana, se escuchaban claramente las voces de mis vecinos que estaban jugando en la vereda. La banda de sonido de esa tarde se grabó en mí porque recuerdo haberme quedado dormida profundamente y aunque pasaron más de 30 años de ese momento, tengo un pensamiento recurrente. Creo que todo lo que viví desde ahí es un sueño y que algún día me voy a despertar de nuevo en esa siesta primaveral. Quizás desde entonces ando sonámbula, repitiendo gestos de aquella infancia como quien repite una escena una y otra vez.

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General Roca se encuentra a 300 km de aquel Rincón Chico olvidado por la geografía oficial. Llegué a esta zona de la Patagonia por trabajo hace algunos años y muy de a poco me voy adaptando a estar acá. Hago lo mismo que hace cualquier persona que trabaja ocho horas diarias. Los inviernos son largos y las primaveras tienen cielos increíbles.

Ya son las nueve de la mañana y el manto grisáceo está desapareciendo poco a poco del cielo. Sigo en la cama tratando de conciliar el sueño un poco más pero es en vano. Muchas imágenes de mi infancia se hacen presentes en este cuarto de arquitectura moderna y se contrastan con la luz opaca que intenta ingresar a esta ventana con cortinas blackout. A pesar de la distancia temporal y geográfica, siento que aquellos años en Rincón Chico dejaron una marca en mi inconsciente y, en algún punto, esa marca es la responsable de mi sonambulismo. A veces, en mi intento por tomarme en serio las cosas, recuerdo que esto realmente puede ser un sueño y la línea que divide la realidad de la ficción de los sueños se desdibuja y me pregunto si parte de mí todavía reside en aquella habitación de niña. En mi búsqueda por comprender qué me pasa, pienso si mi sonambulismo está destinado a desaparecer en algún momento, como mi pueblo, pero a la vez, también me doy cuenta que quizás estoy tratando de encontrar respuestas en un pasado que se desvanece como la neblina de esta mañana patagónica y que esa niña de cuatro años ya se despertó.

Son casi las diez de la mañana y ya estoy saliendo de casa. Me espera un día largo de vida adulta. La nube gris desapareció por completo y el sol brilla intensamente sobre esta ciudad fría de la Patagonia que todavía existe.

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