José se despertó de golpe. El despertador estaba programado para mucho más tarde y el sueño profundo de ese cuerpo robusto de un metro ochenta, que acostumbraba a roncar a los siete vientos, se interrumpió como nunca. A su lado, Mariela no dejaba de gritar.
No gritaba así desde el parto de Iñaki. Como pudo y sosteniendo esa panza con tres kilos seiscientos de un cuerpo que no era el suyo, se levantó de su lado de la cama y miró a José, que seguía todavía tratando de salir de su limbo de ensoñación. En medio de toda esa confusión pre parturienta e intentando apurar la situación, Mariela le volvió a decir a José, como ya le había dicho la semana anterior, que el colchón estaba viejo y que no iba a poder pasar ni una sola noche con la bebé ahí. Él, que hizo oídos sordos, se puso su ropa y tomó las llaves del auto. El bolso para el hospital ya estaba listo sobre la mesa junto al diario del día que tenía un titular muy elocuente: “Roban las joyas de Maradona y de su mujer”.
Primero cada veinte, después cada diez y una vez en el Fiat 600 blanco modelo 85, rodeados de los juguetes de Iñaki, las contracciones se repetían cada medio minuto. José todavía no sabe cómo llegaron al hospital a tiempo. Mariela no registró nada de ese viaje a parir. Todavía hoy, a mis casi 33 años, me sigo preguntando por qué nací el día que Maradona perdió sus joyas y no doce días después con la caída del Muro de Berlín.
Fueron tres kilos seiscientos de pelo amarillo. Amarillo como las joyas que el Diez jamás recuperó aquel caluroso 28 de octubre de 1989. También vine a este mundo con una mancha roja gigante en la frente. Mamá dice que fueron los nervios. No sé si los de ella o los míos o tal vez los del editor del diario de ese día que no sabía qué poner en la tapa. Y mirá que había cosas para poner. Mirá que se estaba por venir abajo el mundo. El mundo y el país. El país y la economía. Nada que no sepamos. Creo que por eso durante muchos años estuve desenamorada del fútbol y de todo ese kiosquito que se genera detrás de esos veintidós loquitos que vemos correr con una pelota. O tal vez me cansé de que Iñaki, mi hermano mayor, me insistiera para ponerme en el arco a recibir todos los pelotazos de sus amigos y de él cuando éramos chicos. De todos modos, con el tiempo logré tomar la distancia necesaria para poder entender que, siendo una niña criada en los 90, el fútbol no era opción para mí. Así de fácil. O así de injusto. Por suerte, con el tiempo pude amigarme y sentir y entender un poco esa pasión tan fascinante como popular.
La cuestión es que, así como mi nacimiento, mi cumpleaños número cuatro llegó en un abrir y cerrar de ojos. Todavía retumba en las historias de hoy. Y digamos que tranquilamente son cosas que podrían estar ocurriendo en este momento en cualquier casa de vecino.
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La cama grande sigue vieja y mi mamá amanece esa mañana calurosa de 1993 con el mal humor cargadísimo. Siempre me gustó cumplir años pero esa vez en particular estaba feliz de la emoción. La recuerdo muy potente. A veces pienso que los padres se estresan demasiado en los festejos infantiles, pero después me visualizo como hija con tanta intensidad por celebrar, que entiendo todo sentimiento y contradicción por parte de ellos.
En realidad por parte de mi madre que siempre, siempre lo dio todo y más. Pero no quiero irme de foco así que volvamos a 1993. La siesta llegó rápidamente y papá está tirado viendo la televisión. Parece que Colón ha vencido a algún equipo random por 2 a 0. Todos los sabaleros están de festejo. Toda la casa está detenida y mamá, que no pegó un ojo en toda la noche y tiene más pendientes del festejo que nunca, colapsa y se va de la casa.
La torta gigante de alguna princesa de Disney con la vela número cuatro quedó afuera de la heladera y se derrite del calor. Son las cuatro de la tarde y mis amiguitos del jardín empiezan a llegar. Lautaro, uno de ellos, viene de la mano de su mamá, Julieta, madre pendiente de sus hijos que no los deja solos ni un segundo. Por supuesto, no puede creer que la mamá anfitriona no haya salido a recibirla. Le sorprenden los globos a medio inflar arriba de la mesa, la ropa desparramada que quedó en el comedor y el caos frente al televisor. Es que papá e Iñaki siguen obnubilados viendo las repercusiones del partido.
Así, comienza un festejo un poco alborotado. Iñaki, un trajín de niños y yo corriendo por toda la casa. Un padre desesperado, cual árbitro, intentando acomodar todo. Chizitos amarillos vuelan cual papelitos de colores. Los sanguchitos pasan de mano en mano como choripanes con chimichurri. Gritos, cantos, golpes, alguna que otra pelea.
De repente, arranca a delinearse la jugada final. Como si ese partido pudiera definirse con el famoso gol gana. Improvisando un campo de juego, Lautaro, que parece ser el capitán del equipo visitante, convence a otros dos para entrar en el cuarto de juegos. Iñaki, que está de local y además, es el niño mayor del festejo, no presta ningún juguete y decide defenderlos a cualquier precio. Así, con ayuda de otro niño enloquecido, saca el colchón viejo de la cama de papá y mamá y lo pone de defensa en la puerta del cuarto en discordia, para que ningún jugador contrario pueda ingresar. Pero la emoción pudo más y todos los que podrían haber sido goles victoriosos y definitorios en un partido hecho y derecho, terminaron siendo puntazos de juguetes sobre el colchón apuntalando el gran arco que es esa habitación particular.
No sé quién ganó ese partido devenido en pelea infante campal, pero no caben dudas que ahí mismo fue el descenso de ese colchón, apuñalado por camioncitos y muñecas de los 90.
Mientras tanto, en el bar de la esquina, mi mamá toma un café irlandés mientras lee Final del juego de Cortázar. Falta muy poco tiempo para volver a casa y darse cuenta que, por fin, va a tener una cama nueva.
No habré nacido el día que se cayó el Muro de Berlín, pero en mi cuarto cumpleaños se derribaron un par de muros casi igual de pesados. Y Maradona jamás encontró sus joyas. Quizás, ese 28 de octubre de 1989, los muros del Diego también se comenzaron a derrumbar. O seguramente, nada de esto pasó y esta treintañera desesperada escribe para entender un poco de dónde viene para así entender, aunque sea un poquito, a dónde va.
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