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Llegué al Alto Valle después de un viaje de veinte horas. Le había pedido muy especialmente a mamá que esta vez no le avisara a papá que iba a visitarlos. Quería sorprenderlo. Apoyé el bolso en el umbral de la entrada, y un segundo antes de que tocara el timbre papá abrió de repente. El impulso que traía se interrumpió en el acto, lo mismo que si lo hubieran frenado de atrás, tomándolo del buzo. Se notaba que tenía la cara recién lavada; llevaba ropa deportiva, la que solía usar los fines de semana. Se adelantó para saludarme, imaginé que para darme un abrazo. Pero no llegó a hacerlo; se quedó inclinado un instante, la vista en el suelo, como si el bolso de por medio fuera un impedimento insalvable para lo que quería hacer.

Levanté el bolso, le di un beso a papá. Él me puso una mano en el hombro; viniste, dijo; pasó delante de mí y siguió a la camioneta, estacionada al frente de la casa.

—Entrá el bolso y vení conmigo.

—¿Ahora?

No contestó.

—Pará —le dije—, ¿adónde vas?

—Dale, dale —insistió mientras abría la puerta—, vamos. Guardalo que te espero.

Subió a la camioneta y la encendió, sin darle tiempo al indicador diesel.

Entré a la casa, dejé el bolso en una habitación. Mamá todavía estaría durmiendo.

La caja de la camioneta iba cargada con algunos cacharros, caños viejos, bolsas de consorcio llenas de hojas. No bien abrí la puerta del acompañante sentí el perfume de un jabón conocido, uno que mi abuelo paterno había usado toda la vida, y que desde hacía unos años había empezado a usar papá. En el asiento de atrás llevaba su maletín de médico. Le pregunté a dónde íbamos; a dónde tenía que ir él, mejor dicho, pero papá acababa de prender la radio y, al tiempo de que pasaba de primera a segunda, buscaba una emisora local. Ese jabón se comercializaba desde 1904, los fabricantes querían llevar el aroma de unos campos de España a todos los hogares del mundo. Me acordaba bien, porque el día que vi ese jabón en la casa de papá busqué la historia de la marca en Internet.

—Bueno —dijo—, y qué te pareció la gran obra, ahí en la entrada.

—Qué gran obra.

—¿No viste en el micro, cuando pasaron para la terminal?

—No —le contesté—, no vi nada.

—¿Nada miraste?

Le dije que venía dormido.

—Si el chofer no me despertaba en la terminal —le aclaré—, seguía de largo.

—Ahhh —dijo—, una vez que nuestros políticos tienen un gesto, una cortesía tan grande… Ahora vas a ver.

Llevó la camioneta en segunda, con el motor cerca de las cuatro mil revoluciones, algo animado por lo que se disponía a mostrarme en la entrada a la ciudad. En las esquinas, en lugar de aminorar por el declive de las calles, mantenía la misma velocidad, y cada vez que las ruedas pisaban las juntas de un cruce pegábamos un salto. Dobló en la avenida principal, que en el extremo sur desembocaba en la ruta, y, siempre en segunda, aceleró a sesenta.

—Dale —traté de sonar entusiasmado—, poné tercera nomás.

—¿Por? —dijo.

—¿No lo sentís forzado el motor?

—¿Querés que vaya regulando? —me contestó.

—No, tampoco regulando. Decía, por cómo se escucha.

—Un vehículo —empezó a decir— tiene que andar en las tres mil quinientas vueltas. Es lo óptimo. Hasta cuatro mil, en cualquier marcha. Más un motor grande, como este. Te quedás sin reacción, si no.

Dos cuadras antes de llegar me di cuenta de que la rotonda que empalmaba con la ruta había desaparecido: en su lugar, perpendicular a la avenida, lo que se veía era un frente de hormigón.

—¿Ves? —dijo papá. Hicimos la última cuadra más despacio, y entonces llegamos al final de la avenida: vi que el frente era una muralla, una verdadera muralla de unos diez metros de altura. Papá arrimó la camioneta al cordón, dejó el motor encendido; miles de toneladas de concreto se extendían unos trescientos metros, tanto a izquierda como a derecha, en la misma línea de la ruta que siempre había delimitado el casco urbano del sector de chacras, de los álamos, de los frutales al alcance de la mano.

—Y esto —dije.

—La elevaron —dijo él encimado al volante, sin quitar la vista de la muralla. Se veía expectante, algo inquieto. Había largado con eso de la gran obra, la cortesía de los políticos; y aunque el sarcasmo era su manera clásica de iniciar una charla, de apurarse a fijar su posición resguardándose en el humor, algo en sus gestos, en su tono y sus movimientos, me transmitía que esas palabras, tal vez, podían haber sido más que una ironía—. Elevaron la ruta —siguió—, ¿te das cuenta?

De pronto no quise averiguar si la obra le parecía una monstruosidad. A lo mejor él le había encontrado el lado positivo, el orgullo del progreso, por ejemplo, y no quería dejarlo en claro hasta saber mi opinión. Me limité a decir “qué bárbaro”.

En la radio sonaba una cumbia. Papá subió el volumen, aceleró, pegó un volantazo para doblar en U y agarró otra vez la avenida, en dirección al norte. Un auto que venía por una calle transversal clavó los frenos, justo a tiempo, a dos metros de nosotros. Nos tocó bocina. Papá bajó la ventanilla, y mientras aminoraba la marcha sacó la cabeza y balanceó la mano, de frente al conductor del auto, del modo en que lo haría una reina de la belleza desde una carroza. En la cuadra siguiente, dijo:

—Dicen que el dueño de las canteras con las que hicieron esa brutalidad es el gobernador, andá a saber. Estos hijos de mil puta.

Estuve unos minutos callado. Papá seguía el ritmo de la cumbia con golpecitos sobre el volante. Por fin había pasado a tercera. Yo no sabía adónde íbamos, pero ya no me importaba; me había quedado con la sensación del giro brusco en la avenida, la burla al tipo del auto. Mi hermana y yo no tendríamos ni diez años; era verano, y él había entrado a la casa como un vendaval. Algo había sucedido en la plaza del centro. Algo impresionante, nos decía mientras nos llevaba al auto: algo que tienen que ver. Pero qué es, le preguntábamos en el camino, con un grado de curiosidad que si nuestras miradas se encontraban, la de mi hermana y la mía, nos empezábamos a reír. Ahora van a ver, nos decía. Una cantidad de gente reunida en la esquina de la plaza. Cerca de la gente, un patrullero. Papá estacionó. Caminamos por el medio de la calle, tomados de su mano. Pasamos delante de una ambulancia; las puertas de atrás estaban abiertas; en el techo, las luces de emergencia daban vueltas sin sonido. Seguimos hasta el círculo de gente. Uno de esos jeeps descubiertos había chocado con un auto más grande. Un Falcon, dijo alguien. Debajo del jeep había un hombre muerto. No tenía ni veinte años, nos dijo después papá. Se le veían las piernas y un poco más arriba de la cintura. De una de las ruedas sobresalía un charco de sangre. Pobre ángel, dijo una mujer. La cabecita, murmuró otra. Son los sesos, escuchamos que dijo un hombre. Nuestras miradas volvieron a encontrarse, la de mi hermana y la mía, esta vez en el silencio, las franjas rojas de la ambulancia alumbrándonos las caras.

—Eso es lo que pasa —nos dijo papá a la vuelta— cuando uno no lleva puesto el cinturón de seguridad.

Recorrimos la avenida hasta el otro extremo, el de la zona de bardas. En la bifurcación que llevaba al cementerio papá tomó a la derecha, hacia el parque industrial. Pasamos por el frente de varios galpones, y una vez que los dejamos atrás me acordé de lo que llevábamos en la caja: me di cuenta de que estábamos yendo al basural. Papá estacionó en el centro del predio. Me subí a la caja y desde ahí fui pasándole los caños, las bolsas con hojas, más otros bártulos que no había distinguido antes de salir de la casa y que él llevó hasta una montaña de cubiertas de camión, donde se quedó hurgando un rato. Cuando volvió a la camioneta traía una soga, un pedazo chato de hierro, quizás de un viejo machete, y un pie de madera que habría pertenecido a una silla giratoria. Al igual que lo del jabón, yo siempre había creído que su interés por las cosas viejas era otra de las cuestiones que lo conectaban con su padre, un asturiano de manos gruesas y costumbres sencillas, muy sensible a la fe, que había llegado al país escapando de la guerra civil. No bien estuvo en Buenos Aires empezó a trabajar en la librería de un hermano, a pesar de que lo hacía dormir en el mostrador. Muchos años después el abuelo dejó su vida en la capital —su vida licenciosa en la Avenida de Mayo, se reía papá— y se instaló en el Alto Valle, cerca del río Negro, donde abrió una librería y papelería en la que podía encontrarse desde novelas y partituras de piano hasta juguetes, acordeones, tinteros involcables, tabaco.

A la salida, en lugar de regresar al parque industrial y de seguir hacia el casco urbano, para retomar la avenida y volver a la casa, papá agarró para el otro lado, en dirección a un pueblo cercano. Me contó que tenía que ver a Torres, un anarquista, compañero del tiempo en que hacía política. Se habían conocido en la adolescencia, cuando lanzaban bombas molotov a la policía. Yo no lo veía desde hacía por lo menos quince o veinte años, o un poco más. Papá dijo que Torres estaba muy enfermo, que necesitaba morfina.

—Qué tiene —le pregunté.

—Cáncer de estómago.

Del campo donde almorzábamos los domingos, cuando yo era adolescente, no quedaba ni rastro. Ni los árboles, ni los animales, ni el quincho donde Torres y su familia hacían todo tipo de preparaciones caseras. Bajamos de la camioneta. El horno de barro, quebrado, lleno de agujeros, como si alguien le hubiera entrado a mazazos. Cerca de ahí, desperdigados en el suelo, algunos lamparones de hojas quemadas todavía echaban humo. Ya era cerca del mediodía, el cielo se había nublado. La mujer de Torres nos recibió con mates, el agua estaba a punto. Después del primero trajo una fuente cubierta con un repasador y la colocó sobre la mesa. Eran tortas fritas. Quedate, me dijo papá, y siguió a una habitación. Me quedé con la mujer en el living, por supuesto, por qué iba a hacer otra cosa si era un automatismo, un acatamiento que yo, delante de él, siempre había sentido en mis actos, a partir de la noche que salió por cigarrillos pero volvió al minuto, más bien irrumpió y nos ordenó el maletín, rápido, al bar de al lado. Pero qué, alcanzó a decir mamá, que miraba televisión, yo hacía unos dibujos, mamá, ahora, interrogante, presa del estupor, y entonces él gritó borrachos, una puñalada, ¡son sordos, ustedes!, gritó, como para despabilarnos pero como si el grito, además, condensara una furia, la deslealtad de nuestra vacilación. Ahora mismo, dijo papá, sin preguntasNo, sin preguntas, volvió a gritar, y salió.

La mujer y yo escuchamos unas palabras, hablaban en murmullos, y enseguida un quejido largo y agudo. Su padre es un hombre bueno, me dijo la mujer. Le sonreí. Un rato después estábamos afuera, despidiéndonos, cuando se largó a llover con fuerza. La mujer, indiferente al agua que el viento ya arremolinaba sobre los tres, retuvo a papá un instante, le tomó la cara con las dos manos y lo besó en la frente. Gracias, doctorcito, le dijo.

Más que lluvia era un diluvio, el limpiaparabrisas no alcanzaba a quitar el volumen de agua. Supuse que íbamos a hacer el trayecto inverso —habíamos estado alejándonos hacia el este; detrás del casco urbano, primero; más adelante, por caminos de la periferia—, pero cuando dejamos el pueblo de Torres papá lo hizo en dirección al sur, por una calle de tierra. La tormenta aflojó veinte minutos más tarde, al menos en ese lugar. Entonces, por el sur, aparecimos en el asfalto, en la ruta flanqueada de chacras que iba a la ciudad. Varios kilómetros antes de la obra elevada nos detuvo un control: papá se había dejado el carnet en el auto de mamá.

—Les voy a pedir que desciendan, por favor —dijo el agente.

—Qué necesita —dijo papá.

—Por favor, caballero.

—Si no me dice qué quiere… —insistió papá.

Me dio la impresión de que él siempre se había sentido orgulloso de ser así, como si buena parte de su temperamento fuera producto de un coraje que los demás no teníamos, y que lo llevaba a querer salirse con la suya de forma sistemática, y a desafiar cualquier forma de autoridad, a reaccionar contra cualquier argumento que pusiera en entredichos sus palabras.

—O desciende o pido apoyo… —seguía el agente.

—Dale, bajemos —dije.

Papá me hundió un dedo en el brazo.

—Vos te quedás acá arriba y no hablás.

Cuando yo era chico le tenía terror a sus gritos, y a su mirada. En esa época él rompía toda clase de cosas. Dijo algo que no alcancé a escuchar, el agente lo miraba, el discurso que se venía me cruzó la cabeza de principio a fin: un cabo —o ni eso: un simple cadete con la gorra torcida— dándole órdenes nada menos que a él, que había perdido a tantos compañeros. No le pedía permiso a los milicos te voy a pedir permiso a vos, microbio. Pero en lugar de eso, sonriendo, papá caminó tranquilamente a la banquina, el agente detrás de él, y, como si se tratara de un amigo, le apoyó una mano en el hombro y empezó a hablarle, despacio. Dos minutos después estábamos en la ruta.

—Qué le dijiste.

—La verdad.

—Qué verdad.

—Que mi hijo recién llegaba de viaje y me estaba acompañando, que estaría cansado. Si hacía una excepción.

En ese momento se largó a llover otra vez; una lluvia constante pero menuda, con menos intensidad que la anterior. Me quedé mirando por la ventanilla, en silencio, tratando de alejar cada una de las cosas en las que había pensado según pasaban las tranqueras, la extensión de los terrenos, la prolija alineación de los ciruelos, de los manzanos. El cielo había tomado un tono ocre, ambarino, producto de la tormenta que se veía en el horizonte. Ese tipo de luz ponía de relieve facciones de mi papá que yo no recordaba, el reflejo de ciertos contornos, líneas más nítidas de su perfil; o tal vez era la forma en que los años habían moldeado sus rasgos, los gestos, los surcos del pelo hacia atrás, un poco más blanco, el mentón ligeramente irritado por una afeitada reciente. Quizás, detalles que veía por primera vez, el resultado de un proceso que se me había pasado de largo.

Le di una palmada en la pierna y le pedí que frenara en la próxima estación de servicio; bajábamos un rato, descansábamos, nos tomábamos un café. Pero apenas lo dije sentí que ya estaba aguantando el aire, como si necesitara ponerme a resguardo de su tono, de la inminencia de sus próximas palabras. Una fuerza implacable, más poderosa que todo el cariño, que jamás me iba a permitir llegar a él.

No bien estacionó le pedí que mejor trajera los cafés; yo quería ver algo más allá, cerca de unos álamos. Caminé hasta una acequia. El sol que pasaba entre las nubes permitía ver la trayectoria de la lluvia, la inclinación con la que iba a dar a la tierra. Miré hacia la camioneta. Ahí estaba él, de regreso, con un café en cada mano. Esperándome. Su viejo rostro conocido detrás de esa cortina fina que rayaba el aire.

Me di vuelta, hacia los frutales. Imaginé el perfume que tendrían en esa época del año, al otro lado del alambrado. Tan cerca de mi padre y de mí.

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Pablo Delgado / @pabloldelgado

Córdoba, 1978. Escritor y corrector. Creció en General Roca. Estudió comunicación social en la UNLP, más adelante se formó con Liliana Heker y Pablo Ramos en la ciudad de Buenos Aires. Ha publicado cuentos, crónicas y entrevistas en diversos medios. Entre 2016 y 2019 coordinó el ciclo de lecturas “Bienvenido, Bob”. Es autor de un libro de cuentos que permanece inédito, y coautor, junto a Carlos Pablo, del libro testimonial Por siempre Facu. Actualmente vive en Roca, donde coordina talleres de narrativa para jóvenes y adultos.

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