Hoy soñé que caminaba en un país que no era el mío y, sin quererlo, en esa ciudad del desierto, me aproximé a un tumulto en una esquina de edificios y baldíos.
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De pronto algo me advertía que hubo un arresto. Un soldado francotirador estaba acostado boca abajo sobre el medio de la calle de tierra con su rifle enorme apoyado en un pequeño trípode.
Mi picazón en el rostro aumentaba, por el nerviosismo que me ofreció la escena, entre veinte personas que gritaban al unísono. Podía elegir seguir por la calle, al encuentro directo de ese soldado, tirado al sol y a veinte metros, o ir por la vereda, entre filas de puestos de venta de ropa y a la sombra.
Decidí ir por el medio, entre la calle de tierra y el cordón de la vereda.
Saqué mi crema epidérmica, para ponerme un poco en la cara, de un tubo similar al de una pasta de dientes.
De pronto uno de los hombres me vio y empezó a gritar desaforadamente, señalándome. El soldado me apuntó con su rifle e igualmente empezó a gritarme, en su idioma indiscernible. Apareció otro soldado armado del lado de los comercios y también me apuntó con su rifle de asalto. Uno de los vendedores sacó una pistola y la cargó con las dos manos como en un rezo. De pronto todos me gritaban fuertemente y por los gestos de un joven cerca mío pude darme cuenta: era el tubo con crema el que los había alertado. Fui alejándolo lentamente de mi cuerpo hasta dejarlo en alto con mi mano izquierda.
Temblaba.
Soy zurdo.
Claramente todos lo señalaban en medio de sus gritos y finalmente decidí tirarlo hacia adelante mío suavemente. Cayó a poco más de un metro y hubo un silencio ensordecedor que duró un instante eterno.
Enseguida volvieron los gritos, triplicados, las amenazas y dedos índices señalándome y el soldado francotirador disparó justo por encima de mi cabeza.
Quise gritar pero quedé mudo.
Algunos hombres salieron corriendo mientras yo decidí agacharme, apoyar las rodillas sobre la tierra mientras ahora sí gritaba “¡es una crema para la piel, es sólo una crema para la piel!”. Subí los dos brazos lo más que pude y recuerdo mi rabia contenida mezclada con el miedo, mientras me seguían apuntando, señalando y gritándome en su idioma. Dije en voz baja: “malditos hijos de puta” y luego una vez más, pero más fuerte.
En unos segundos más ya estaba despierto, entre la ventana que vibra con el viento y la saliva de mi almohada. La pesadilla había terminado.
Mientras me incorporaba, quise llorar y no pude.
Comparé esos minutos, con lustros, con décadas, con siglos.
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