Durante la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de mejorar el rendimiento y camuflaje de los radares alemanes y estadounidenses potenció la investigación científica en el campo de la acústica en busca de materiales capaces de absorber las ondas sonoras.
Los hallazgos de estas investigaciones resultaron fundamentales para la creación posterior de las llamadas cámaras anecoicas, estancias completamente aisladas y forradas con cuñas de fibra de vidrio capaces de absorber el 99,9% de las ondas acústicas. En el interior de una cámara anecoica puede experimentarse el silencio absoluto. Un silencio tan apabullante que permanecer en ella más de 45 minutos es incluso peligroso para la mente, que empezará a sufrir alucinaciones.
La Universidad de Harvard contaba ya con una de estas cámaras anecoicas en 1951 y el compositor John Cage quiso acceder a ella. Quería experimentar el silencio absoluto. Al salir declaró haber escuchado dos sonidos constantes que no era capaz de identificar. Los ingenieros responsables de la cámara respondieron a Cage: había escuchado su sistema nervioso y su circulación sanguínea.
Aquel silencio absoluto, que resultó no ser tal, llevó a Cage a componer su icónica 4’33’’. Cage se había adentrado en la cámara esperando experimentar la nada absoluta, un abismo de vacío, estéril e inhabitable. Sin embargo, el silencio que encontró le colocó en un estado de escucha tan profunda que le permitió oír su propia pulsión vital.
Las White Paintings de Robert Rauschenberg fueron otra fuente de inspiración para Cage. El silencio materializado en el color blanco, otra nada repleta de sentidos y matices, elocuente silencio que sirve de soporte a la luz, las sombras y los reflejos circundantes. Tanto la obra de Cage como las de Rauschenberg se activan con la presencia de los cuerpos, los mismos a los que absorben atraídos por la proximidad del límite.
El silencio nos coloca ante un cambio de escala. Cuando el mundanal ruido desaparece y nos aproximamos a esos límites que constituyen el silencio, una cierta nada, el límite vuelve a alejarse, y el silencio ya no es la ausencia total del sonido sino la atenuación de lo accesorio para acceder a un estado de percepción que nos permita apreciar más allá.
El silencio como condición indispensable de la escucha activa lo ínfimo. Es en ese silencio donde habita lo infraleve y se hacen visibles los desplazamientos mínimos, el reflejo de la luz, el paso del tiempo… ecos de lo esencial.
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Ana Alonso Castellanos
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