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Estas semanas el stream de CONICET catapultó una masiva suba de afecto entre humanxs y bichitos del fondo del mar. Ya sea porque circularon stickers amorosos de la “estrella con culito”, de “merenguito” o de “batatita” entre quienes asociaron la transmisión de @gempa.ar con la reivindicación de la tarea científica, o porque la inédita popularidad de este organismo científico público superó los puntos de rating de las plataformas de discusión política y un ejército de trolls nadó a contracorriente para deslegitimar el financiamiento en ciencia tecnología en favor de la explotación, bichitos submarinos, con sus colores drag, sus movimientos viscosos y un fondo de ambiguo verde agrisado anacrónicamente estable y lento, protagonizaron un boom del afecto
interespecie.

Pero partamos de los hechos, como le gusta a la ciencia. El 23 de julio un grupo de más de 30 investigadorxs del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) comenzó una práctica sin precedentes en Argentina: la transmisión de una exploración científica a tiempo real en YouTube que durará hasta el 10 de Agosto. A menos de una semana del primer vivo creció sin parar la cantidad de gente que se conectaba a ver nadar a los animalitos y escuchar la voz calmada de lxs cientificxs que relataban lo que veían, o que compartían capturas, recortes de la transmisión, registro de clases en escuelas, jardines y universidades, memes, imanes y stickers.

Esta irrupción afectiva en la agenda pública habilitó un clima imprevisto de orgullo nacional y discusiones filosóficas vinculadas a la tecnociencia que se inauguraron hace relativamente poco, y que, hasta ahora, no habían tenido en nuestro país un alcance similar fuera de los ámbitos académicos de congresos y artículos especializados o de lecturas de nicho. Pero este acontecimiento habilitó una forma de vínculo popular con la ciencia investido de afecto y de poder para interpelar. A medida que nos familiarizamos con la dinámica propuesta desde el barco —descubrir un bichito, mirarlo vivir, moverse y bailar por unos minutos, y después agarrarlo con una pinza, una red o un tubo y meterlo en una caja que lo va a llevar a un hábitat en donde no puede seguir viviendo— emergen de forma espontánea algunos cuestionamientos metodológicos: ¿qué formas son humanamente éticas para investigar? ¿Quiénes tienen derecho a investigar y quiénes a ser investigadxs? ¿Son las máquinas que usamos creadas en función de nuestros cuerpos, o son nuestros cuerpos los que se modifican y recrean según las máquinas?

Quiero hacer hincapié en que la tecnología de imagen que medió entre el equipo de científicxs a bordo del Falkor 1 fue definitoria en este fenómeno. De hecho, existen y están disponibles en la web otras imágenes de categorías similares, ya sean capturas técnicas submarinas que muestran la pantalla de la cámara y sus metadatos, o bien filmaciones submarinas protagonizadas por buzxs que se encuentran con otras especies (me refiero a los documentales en que el fondo del mar se muestra con asombro su diversidad de formas y colores y se narra al mismo tiempo que se lo descubre, inaugurados por propuestas ya canonicas como la de Jaques Cousteau). Pero ninguna
llega a la cantidad de vistas que tuvo el vivo de CONICET, que conjuga ambos géneros (y también sus públicos).

Por eso creo que la imagen que esta expedición está transmitiendo propone un formato inédito con potencias políticas del orden del pensamiento crítico que se desenvuelven al ritmo intempestivo de los acontecimientos públicos. Justamente por darse en un ámbito no exclusivamente académico o delimitado, estas discusiones no tienen la solemnidad ni el formato que tienen en otros espacios de argumentación comprometidos con ellas (academicos o no). Por el contrario surgen escurridiza y espontaneamente; se escuchan entre líneas en el discurso de científicxs y audiencia, en gestos de la oralidad (que dan cuenta de que lxs propixs investigadores advierten el riesgo polémico de algunas tomas) y en comentarios del chat de la transmisión de YouTube.

Una narrativa habitual del stream es la toma en un movimiento lento del ROV 2 SuBastian, hasta que, frente a algún ser o grupo de organismos que llame la atención de lxs científicxs de turno, se detiene y hace zoom mientras lxs expertxs explican lo que saben —o lo que les interesa investigar— de eso que estamos viendo. Durante 2 o 4 minutos la transmisión nos pone a mirar detenidamente a un bichito (un cangrejo, un pepino de mar, una estrella, una centolla), tiempo en el que generamos afecto con el y en el climax en que admiramos su belleza en movimiento (en la mayoría de los casos contemplada por primera vez), escuchamos “lo levantamos con la pala”, “probemos con
la pinza”, “a este con la aspiradora”, o a veces indicaciones más técnicas, como “aspiramos con la sharp 7”. Y así, al minuto siguiente de nuestro recién generado vínculo amoroso con cada ser, somos testigos de su muerte.

Las posturas ecofeministas han advertido esta asociación culturalmente construida entre el acto de conocer, dominar y violentar. Y aunque los alcances de esta corriente no cuentan con una adhesión masiva, el acontecimiento al que acudimos lo pone de manifiesto concretamente. Se nombra la máquina y no los sujetos que son aspirados, entonces se genera más identificación con una que con los otros. Sin embargo, la misma máquina que los mata es la que nos pone en contacto con ellos de una forma ineditamente más intima. Tal es así que le debemos a la conjugación entre ROV SuBastian y la narración emocionada de lxs investigadorxs nuestra simpatía colectiva por los bichitos del fondo del mar.

Otras metodologías de investigación que pueden resultar tradicionalmente menos impactantes (como por ejemplo la taxonomía de espécimenes muertos en catálogos, y sus estudios mediante dibujos) no son menos “invasivas”, pues también emplean procedimientos de aislamiento y muerte con fines de estudio. No obstante, la posibilidad de afecto que trajo el stream, mostrando en nuestras casas y entre nuestrxs amigxs a esos bichitos en su forma viviente —aunque sea por unos minutos— complejiza en este caso particular aquella advertencia ecofeminista.

Por eso sostengo que la dimensión de imagen que tiene este fenómeno es decisiva: porque extiende una complejidad caleidoscópica que tiene que ver con las múltiples esferas de alcance que se cruzan gracias a su hibridez. Entre ellas, podemos mencionar la de las discusión ecofeminista sobre las intervenciones en el cuerpo-territorio, la del posicionamiento político en una coyuntura de desfinanciamiento y ataque constante del gobierno nacional al hacer científico, la del afecto en los espacios de intimidad y tiempos de redes, a propósito de la oleada de imágenes post-streaming que se producen y se ponen en circulación todos los días, o la de las críticas filosóficas a las taxonomías linneanas, mostrando organismos simbiontes todo el tiempo, y generando afectación de quienes miramos cuando buscando un espécimen se arrastra la vitalidad armoniosa de todo el ecosistema a su alrededor, y otras metodológicas, que refieren a los dispositivos empleados el propio modo de investigar el fondo del mar en esta expedición.

Estas reflexiones que van desde preocupaciones éticas por las formas en que nos relacionamos con otros seres cohabitantes del planeta, hasta indagaciones ontológicas sobre las categorías de humanidad, animalidad, ciencia y tecnología fueron propuestas en el seno del pensamiento académico occidental por pensadorxs como Donna Haraway, Anna Tsing, Sandra Harding, Susan Star, Karen Barad, Arturo Escobar, Eduardo Vivieiros de Castro o Bruno Latour, entre otrxs. Un rasgo común entre ellxs fue la crítica a la tradición científica que separaba lo viviente en sujetxs investigadorxs y objetos de investigación, otorgando más derechos al primer grupo, y poder sobre el segundo, incluso de permitir vivir de o hacer morir. Estxs autorxs no fueron lxs primeros en plantear incomodidad ante la jerárquica posición de la humanidad sobre otras especies vivientes que había instalado la Modernidad —otras cosmovisiones no coloniales se oponen a esta escisión desde mucho antes— pero sí encarnaron gestos disruptivos al hacerlo como deudores directos de esa tradición y en sus mismas instituciones (la mayoría de ellxs son efectivamente cientificxs o “amantes de la ciencia). Sus interpelaciones desobedecieron el tradicional mandato de esa grieta ontológica entre humanxs y no humanxs, y trajeron el afecto a la esfera científica, a contramano también de la histórica imparcialidad de la bata blanca.

Otro de sus planteos transversales mencionadxs más arriba fue la postulación de la tecnociencia, es decir, de un concepto que permitiera referir al saber de forma situada, anclado a los dispositivos con que se construye el saber. De esta manera, la idea de que hay un conocimiento verdadero en “la naturaleza” esperando ser traducido transparentemente por la ciencia, es contrapuesta el proceso más complejo en que el cuerpo de quienes investigan y su exterioridad de encuentran en formas precisas, concretas, que determinan la descripción que uno hará del otro. En este sentido, por ejemplo, la figura del “testigo modesto” (una subjetividad sin marcas, completamente objetiva) es para Haraway no un comportamiento necesario o previo de quienes hacen ciencia para garantizar que esta sea transparente, sino un resultado; un perfil científico que no tiene —porque se esmera en borrar— marcas de lugar, ni demuestra emocionalidad, ni evidencia las tecnologías con las que trabaja.

Para pensadoras como Donna Haraway o Sandra Harding, contrario a la imagen que el paradigma científico moderno instaló, este performativo borramiento de la situacionalidad de las investigaciones conlleva una debilidad, pues impide retomar las preguntas de investigación desde otras perspectivas socioculturales. Pero esto no quiere decir que las autoras renuncien a la objetividad y aboguen por el relativismo, sino que proponen una objetividad fuerte o situada. Enmarcada en las advertencias críticas de las epistemologías feministas, que propusieron señalar la construcción cultural alrededor del concepto de “naturaleza”, su propuesta espera una divulgación constructivista del conocimiento, es decir, que exhiba las herramientas con las que es elaborado, para permitir profundizar las investigaciones y extenderlas hacia lxs sujetos que investigan y sus entornos.

En este sentido, otra cuestión que nos explican estxs pensadorxs es que a la vez que se elabora conocimiento sobre los objetos de estudio, la ciencia también construye subjetividades, pero esa construcción subjetiva (que casi siempre queda desmerecida ante los descubrimientos con mayúsculas) sólo es advertible en un análisis que contemple las tecnologías puestas en juego: las disposiciones de los cuerpos implicados, sus acciones y agencias. Karen Barad entiende esto como entorno simbólico: un cuerpo complejo y simbionte que se construye mediante la intra-acción. Desde su perspectiva, a medida que la expedición del Falkor explora el fondo del mar, “toma muestras” y transmite el proceso en vivo y en directo, no “conocemos los bichitos que están en el fondo del mar” sino que también -y sobre todo- generamos una realidad en que los bichitos ocupan esos roles y nosotrxs ocupamos estos otros.

La tecnociencia del SuBastian no “explora la realidad”, como si esta estuviera pasivamente a la espera de nuestro señalamiento directo, transparente, inmediato, sino que construye un entorno simbólico específico e inédito en el Cañón Mar del Plata: un entorno en el que cuerpos robóticos, metálicos y plásticos interactúan con los cuerpos submarinos con movimientos, fuerzas y tiempos distintos.

Y acá vuelve a ser imprescindible la dimensión imagen para mostrar constructivamente
la implicación de un trabajo científico que apunta a la objetividad situada. De acuerdo con Haraway, Harding y Barad, aunque los relatos científicos pretenden borrar cualquier indicio de subjetividad detrás de la observación, poniendo en su lugar un ojo sin cuerpo que mira (cámaras y aparatos de evaluación de todo tipo) y números y lenguaje específico y abstracto que parezca emanar de la realidad sin ayuda ni trabajo—, la interacción de ese cuerpo-máquina con el entorno está creando un modo de ser científicxs, un rol social determinado para esos roles y una postura del público observador también determinada. Lo desfavorable es que, en la medida en que la imagen divulgada de ese acontecimiento se presente como evidentemente transparente —a la mejor manera de un cuadro ventana albertino que busca dar la ilusión de no mediación— todxs lxs implicadxs en ese acontecimiento perdemos la oportunidad de generar conocimiento acerca de nosotrxs mismxs, en tanto organismos en intra-acción permanente.

Sin embargo, cuando la imagen que construye el saber muestra su tecnología, las posibilidades de investigación se multiplican, pues se extienden de los supuestos “objetos de estudio” a todo el entorno simbólico en que el acontecimiento tiene lugar.

Cuando lxs investigadorxs del Falkor utilizan una tecnología a modo de trampa la llaman así. También cuando aspiran, agarran con pinzas, o captan en la red cangrejos, moluscos, langostas, caracoles, estrellas o sedimento. El video muestra constantemente los brazos mecánicos, las aspiradoras, las cajas de guardado y transporte, se escucha ruido de oficina, de papeles, de gente que está anotando cosas al mismo tiempo que conversa, duda, pregunta. Por eso podríamos decir que el stream construye una objetividad fuerte o situada.

Esto permite, por un lado, generar familiaridad con los habitantes submarinos: empiezan a importarnos gracias a que los vemos de cerca y en cualquier momento del día. Se vuelven agentes que importan en nuestra red, y por ello, merecen nuestra atención como seres de afecto, lo que antes del vivo no había pasado. Este acontecimiento-imagen que nos encuentra mirándolxs y a ellxs siendo miradxs, aspiradxs y almacenadxs es el que habilita las reflexiones éticas que antes no habían ocurrido, y que interpelan la tradicional secuencia moderna “conocer, dominar y violentar”.

También la imagen deviene sujeto, en tanto organismo central de este fenómeno cuya
tecnología acuña la potencia de volverse evidente y activar agencias inesperadas. Hay
un giro cuir en esta imagen que se transmite ininterrumpidamente a cualquier hora del
día por YouTube, desobedeciendo estándares de la imágenes que circulan en el ámbito
científico (hermetismo, publicación sujeta a revisión, descripciones someras, objetivas) y
subvirtiendo también sus potencialidades relacionales, como la escisión que promueven
entre “investigadorxs” y “divulgadorxs” y “público no especializado”.

Esto contribuyó a mostrar una imagen de lx cientificx más cercana y accesible a la que se comprometió a gestar la Modernidad. La emoción de Mariano Martínez cuando encontró “la batatita”, un pepino de mar cuya existencia había teorizado pero nunca visto, o las expresiones de asombro de Nadia ante los colores y movimientos de otros bichos, y la genuina forma de responder con interés las preguntas del chat y en medios periodísticos diciendo “no sabemos”, o “no hay preguntas tontas” son solo dos ejemplos de los que abundan en este stream.

El streaming no solo divulgó especies desconocidas. También habilitó de una forma inédita procesos que hasta ahora en nuestro país sucedían en círculos más pequeños. Instaló en la opinión pública el afecto (en el sentido de afectación) tanto por los seres submarinos sino también por quienes fueron a su encuentro, con tecnologías que van desde un gran barco hasta el paratexto en pantalla para leer datos de un ambiente en el que no sobreviviríamos, desde brazos mecánicos que extraen minerales, animales y vegetales hasta el reposteo de dibujos infantiles, stickers y memes y la interacción con con un chat en vivo.

De todos los despliegues inesperados que trajo la transmisión en vivo de CONICET quisiera destacar uno que considero transversal: la posibilidad de dar debates críticos enmarcados en corrientes como el posthumanismo, el transhumanismo, o el perspectivismo amerindio, en el marco de la tecnociencia y signados por el reconocimiento del afecto en una preocupación común sobre modos deseables de estar juntxs como holobiontes.

Supongo que podríamos compartirlos con Nadia “Coralina”, entre otros relatos que hablen emocionadamente de los asombros que da el mundo cuando son mirados por la ciencia. Entiendo que el estado de urgencia en que las políticas públicas del gobierno de Milei pusieron a todos los espacios de investigación instala posturas taxativas a ambos polos; y que desde diciembre de 2023 nos fuimos acostumbrando a desplazar algunas discusiones no-tan-urgentes del fuero público ante el ataque de las que ya creíamos conquistadas. En una situación política que no sale del estado de emergencia hace veinte meses, habilitar preguntas que transgredan las líneas economicistas y caplitalistas impuestas por la violencia constante hacia el debate público y que sorteen los inquisidores binarismos ciencia/oscurantismo ultraderecha/pensamiento woke puede ejercer algún tipo de resistencia.

  1. Nombre del buque de la expedición Talud Continental IV que está explorando el Cañón Mar del Plata, con colaboración de la fundación Schmidt Ocean Institute. El nombre del barco, así como el del robot que opera las interacciones provienen de la película La historia sin fin, otro motivo de expresión de situacionalidad afectiva de lxs integrantes de la expedición.
  2. Vehículo operado robóticamente.

Julia Isidori @juliaisidori

Falkor no era un dragón

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Estructuras primarias

Las rebeliones del pensamiento moderno a algunas funciones históricas del arte -como la canalización mágica-religiosa, el registro de la realidad, o la imposición de patrones de belleza dejaron planteado un terreno de independencia para las artes respecto de sus anclajes temporales y espaciales. En otras palabras, plantearon la posibilidad de crear obras autónomas, que no requieran más que de su propio universo material para justificarse a sí mismas. La abstracción, el expresionismo, y el minimalismo son destellos de ese recorrido que hicieron del lenguaje visual la primordial preocupación de les artistas.

De hecho, este último movimiento, estandarte del lema “lo que ves es lo que ves”, introdujo el impacto visual y corporal de instalaciones deslumbrantes, de grandes dimensiones, que buscaron acentuar el carácter sensorial del arte, intraducible a interpretaciones racionales sociohistóricas. Exentas de vínculos hacia otros campos de la vida pública, estas instalaciones buscaban estrictamente ser visuales; ni informativas, ni expresivas, ni simbólicas, ni polémicas. Simplemente grandes estructuras de metal, piedra o madera sin mayores complejidades formales que prismas o cubos dispuestas en el piso o colgando de las paredes y el techo de las galerías.

Es así que desde la segunda mitad del siglo XX aproximadamente, les artistas atraídes por esta búsqueda formalista optaron por recurrir a estructuras primarias arquetípicas que podían variar una y otra vez experimentando con materiales diferentes y buscando siempre volverlas lo más austeras posible. Algunas de estas formas fueron los grandes cubos o prismas que descansaban firmes sobre el suelo, pero también fueron investigadas otras disposiciones, como tiras colgantes a modo de cortina o acumulaciones de un mismo material en forma de montaña mosaico.

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Lever, Carl Andre, 1966

Untitled, Dan Flavin 1972-1975

Sans II, Eva Hesse, 1968

Equivalent III, Carl Andre, 1966

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En el presente, es habitual encontrar entre obras contemporáneas estructuras igualmente despojadas, a veces monumentales como aquellas características del minimalismo y hasta muchas veces similares a esas morfologías básicas. Para mencionar algunas cercanas, exhibidas durante la última década en la ciudad de Neuquén, podemos citar Atravesando el volcán (Silvia Arnaldo, 2015) / Invisible (Angélica Quilodrán, Elena García y Gabriela Sacks, 2017), La conquista del desierto. Una apropiación cartesiana del paisaje patagónico (Santiago Giuliani, 2015) / Cosecha (Ruth Viegener, 2017), Propiedad privada prohibido pasar (Cristina Barres, 2017) o El manifiesto del bosque (Mateo López, 2017).

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Atravesando el volcán, Silvia Arnaldo, 2015

Invisible, Angélica Quilodrán, Elena García y Gabriela Sacks, 2017

La conquista del desierto. Una apropiación cartesiana del paisaje patagónico, Santiago Giuliani, 2015

Cosecha, Ruth Viegener, 2017

Robo propiedad privada prohibido pasar, Cristina Barres, 2017

El manifiesto del bosque, Mateo López, 2017

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Un componente extra

Pero una gran diferencia entre estas obras y sus antecedentes visuales, es la compleja trama discursiva que las atraviesa. Sorprendentemente contra aquella máxima principal del minimalismo “lo que ves es lo que ves”, estas instalaciones nos dicen “lo que ves es la ruina de escombros volcánicos de la erupción del Puyehue”, o “la línea de horizonte del Río Negro contaminada”, o “la destrucción de la biodiversidad de la estepa patagónica en manos de la extracción hidrocarburífera”, o “el resultado desgraciado de la industria ganadera argentina”, o “la deuda del Estado con los reclamos de apropiación de tierras de los pueblos originarios” o “las ruinas de bosques cordilleranos antes nativos y hoy forestados con pino” respectivamente. Las interpretaciones en torno a ellas son realmente complejas, y posibles de ampliar esas breves descripciones, más aún cuando les espectadores guardamos intimidad, afecto, y cercanía a sus temas protagonistas.

Esta cualidad narrativa de las obras contemporáneas se extiende incluso a otras morfologías que exceden las estructuras primarias empleadas por el minimalismo.

¿Cuántas veces nos encontramos, en la visita a una sala de exposiciones, con una instalación que a primera vista no nos dice nada, pero que paulatinamente va soltando su información? Y ¿no es habitual también que desde nuestras pantallas accedamos a distintas obras cargadas de paratexto? En cualquier caso, la imagen es primordial, porque es la que, en primera instancia, capta nuestra atención. Lo cierto es que no podríamos reducir la obra a la mera experimentación formal, o al resultado visual de ese proceso.

Tanto el compromiso de artistas e instituciones como la familiaridad del público con los temas de su presente señalan que, lejos de ser accesorias, las tramas discursivas integran una gran fracción del arte contemporáneo.

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Visual en alerta

Propongo que llamemos posvisual a esta identidad híbrida existente en el arte contemporáneo. Como sucede con otros términos teóricos que lo contienen (posmodernidad, posverdad, posfotografía, pospaisaje, post-utopía), el prefijo pos(t) advierte que, en el presente, ese punto central que ocupa la raíz de la palabra abandona de su rigidez tradicional, ya sea para superarla o deconstruirla. Pero en todos los casos implica que esa nueva manifestación no es radical en lo absoluto, sino que se mantiene vinculada a su tradición histórica de algún modo, así sea para definirse mediante la contraposición. En el caso de la posvisualidad, esta categoría permite reconocer el desplazamiento de lo visible como eje de las artes visuales y a la vez, su evidente presencia.

La posvisualidad no es una categoría cronológica extensiva a obras de los últimos años, sino un modo de ser del arte que se presenta en la contemporaneidad. En él, la visualidad tiene lugar, pero no es determinante (por sí sola) del estatus artístico de ninguna propuesta. Prueba de ello es que prácticamente las mismas formas sensibles son reeditadas una y otra vez, y que sirven a obras abismalmente diferentes.

Aquí un punto importante: en el pasado, las historias del arte ya hicieron propuestas  terminológicas que dieron cuenta de la pérdida de relevancia de la visualidad: arte conceptual o desmaterialización, por ejemplo. Pero estos términos resultan insuficientes frente a las experiencias del presente.

En primer lugar, el arraigo de las instalaciones contemporáneas mencionadas anteriormente a sus contextos de emergencia las vuelven documentales, casi archivistas. De hecho, los materiales con que fueron construidas salieron precisamente del lugar o situación que les artistas quisieron señalar: piedras volcánicas en la instalación de Silvia Arnaldo, agua contaminada en la obra de Quilodrán, García y Sacks, las luces led en la construcción de Giuliani, videos comerciales de la escultura de Viegener, los carteles extraídos de los campos privados por Barres, los troncos de los incendios en Chubut recolectados por López.

A pesar de sus aspectos formales con reminiscencias minimalistas (recordemos, aquellas búsquedas de la presentación por sobre la representación), estas poéticas contemporáneas implican el retorno a una de las funciones más antiguas del arte: la referencial. La intención de referir a una situación particular de una historia concreta, en un lugar y un tiempo preciso, es primordial, y así, sin acudir a la figuración, las obras traen la representación de nuevo al juego.

En segundo lugar, el arte conceptual propuso experiencias in vitro para públicos específicos dentro de galerías y museos, que consistían en enigmáticos acertijos racionales, o bien situaciones en la calle fuera de contexto, que oficiaban como burbujas excepcionales a las rutinas de trabajo y consumo de les habitantes de grandes ciudades en acelerados procesos de modernización. A diferencia de estas, las obras posvisuales no proponen un escape de las situaciones sociales de urgencia, sino todo lo contrario: su señalamiento.

Especialmente durante las últimas décadas del siglo XX, algunos tópicos emergentes de entornos sociales públicos paulatinamente fueron asentándose como pseudo géneros artísticos. En consecuencia, hoy puede reconocerse la circulación de categorías clasificatorias como la de “arte político”, “arte feminista”, “arte de resistencia”, o “arte ambientalista”, entre otras. Polémicas más, polémicas menos, estas fórmulas funcionan coloquialmente como parámetros de recepción del arte contemporáneo. Parámetros no visuales, por cierto, sino textuales.

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Un presente hipervisual

Otra razón que separa el presente pacífico de aquellos años del arte conceptual desmaterializado es la progresiva invasión de imágenes en nuestra vida cotidiana durante los últimos años y, consecuentemente su pérdida de posibilidades de impacto en comparación a aquel tiempo en que las imágenes surgían casi exclusivamente del ámbito profesional del arte.

Después de los ’90, y más todavía, después de 2010 (año en que una red social como Instagram, sostenida por la publicación continua de imágenes ingresara en la vida diaria de casi toda la humanidad), cualquier innovación visual o material de las imágenes se ha vuelto casi insignificante. En términos sociales, las imágenes adquirieron una relevancia vital de documentación del presente. Pero mientras la función de la imagen migró de los espacios extra-ordinarios del arte a la omnipresencia en dispositivos móviles, su capacidad para traccionar la historia del arte mediante renovaciones formales menguó, ya sea en un sentido moderno en términos de novedad diacrónica, o desde una perspectiva posmoderna de interacción con el pasado. En este panorama, el componente narrativo rescata las imágenes del arte de esos flujos hiper visuales cotidianos y recupera ese tiempo demorado para su recepción que durante siglos estuvo garantizado en los museos.

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Consecuencias políticas

Hasta acá, pareciera que la posvisualidad repercute en el mundo del arte sólamente como un cambio de formato. Pero también impactó en reflexiones políticas hacia afuera del campo disciplinar, especialmente en territorios como el nuestro, históricamente marginado. Por eso, para terminar, quisiera mencionar una de las consecuencias más relevantes de este giro posvisual de los últimos años: su capacidad para modificar los mapas geopolíticos planteados con la estructura de centros y periferias.

Hasta principios del siglo pasado, cualquier región del mundo que no fuera norteamericana o de Europa Central era considerada epigonal para la Historia (oficial) del arte. La valoración del arte suramericano, africano, medio-oriental o surasiático como ilegítimas imitaciones de una tradición visual ajena (la europea) desconocía que esos territorios habían sido desconectados forzosamente de sus tradiciones.

Con el espíritu independentista de los recientes estados nacionales les artistas propusieron volver la mirada a esos (sus) contextos periféricos. En algunos casos se trató de apropiaciones de lenguajes internacionales del arte moderno con la incrustación de símbolos locales, como las características referencias a la africanidad en las pinturas y esculturas del Caribe, o a las artesanías indígenas en el caso de los territorios del sur. Hacia finales de siglo, las revisiones historicistas de la posmodernidad, y los discursos de apertura multicultural intentaron poner en valor esos gestos artísticos geosituados de las periferias.

De la mano de los circuitos globales de turismo y comercio, metrópolis en variadas partes del mundo se volvieron anfitrionas de exhibiciones que contenían y daban reconocimiento a esas imágenes periféricas. Pero no fue necesario mucho tiempo para que la teoría crítica de esas mismas zonas invitadas advirtiera cierta mirada exotista y paternalista de los centros.

Las imágenes que en un momento surgieron como bandera de rebelión de existencia de los territorios no centrales tenían una contracara, condensaban identidades complejas y múltiples historias culturales en escasos símbolos mercantiles que simplificaban y aplanaban esos contextos para dar a los históricos centros de poder su certificado de progresismo.

La contrapropuesta de artistas y teóriques fue crear, desde esos mismos territorios, experiencias de arte que estén a la altura de sus complejidades: de sus debates presentes, múltiples y locales. De la mano de la posvisualidad en el arte contemporáneo, la noción de Sur global queda planteada como un territorio virtual, relativo, heterogéneo y, sobretodo, con una identidad de igual riqueza y diversidad que el Norte.

Contra la pretensión de universalidad y homogeneización del arte moderno, el arte contemporáneo no se conforma por la sincrónica adaptación de todas las partes del mundo a lenguajes hegemónicos de la pintura, la escultura y las instalaciones, sino justamente de la imposibilidad de que todas las propuestas del mundo puedan someterse a las mismas lecturas. La intraducibilidad de experiencias artísticas complejas -que lo son por su compleja trama discursiva, por su posvisualidad- excluye al desuso los antiguos mapas trazados por la hegemonía cultural. Una razón importante es que la especificidad local de los relatos contextuales con los que trabajan las experiencias artísticas impide cualquier posibilidad de evaluación externa a esas escalas. La artisticidad de cada una, entonces, está siempre sujeta al vínculo afectivo que los espacios sociales puedan tener con lo que allí se produce sobre ellos, y para ellos.

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Si escenas tan pequeñas en términos geográficos globales como la Norpatagonia de nuestro país, o incluso el Alto Valle de nuestra provincia puede participar del arte contemporáneo global sin ser considerada derivativa, imitadora o sin ser tildada de periférica es porque habilitó la producción de experiencias complejas, que además de la visualidad recuperan tramas discursivas de sentido que no se agotan en lecturas inmediatas.

Como estos territorios, innumerables escenas locales, casi irrastreables se vuelven protagonistas de la contemporaneidad. Mediante el solo registro de la visualidad serían intraducibles al resto del mundo, pero mediante formatos posvisuales se vuelve un poco menos inalcanzable plantear un nuevo mapa, de representaciones geográficas múltiples.

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Un giro posvisual

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