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– A ese lo mataron. Así mismo me lo contó el Enrique, que escuchó el tiro cuando fue a buscar sus chivos al monte. Fue por las deudas en las que se metió. Le gustaba la timba y la plata fácil.

– ¡Pero y ese qué sabe! Si es más animal que los chivos que cría. Ese viejo bruto no sabe ni dónde tiene la raya del culo. Yo te voy a contar lo que realmente le pasó al chico Julián.

Hacía más de una hora llevaban discutiendo en aquel bar destartalado de Las Palmas. Las moscas relamían los restos de cerveza y gaseosa de las mesas. Un perro sin dueño se despertaba de la siesta para mordisquearse el lomo, sólo para volver a dormitar de inmediato. Un par de ventiladores de techo apenas conseguían remover el aire caliente y húmedo de la tarde pesada, mientras el mitaí de los mandados se apoyaba con los codos sobre el mostrador, escuchando extasiado el devenir de aquella polémica.

– ¡Más animal so vo! Para colmo agrandado. De última el Enrique sabe que es un burro ignorante, pero no se anda agrandando como pavo real mostrando las plumas en una plaza. Y a ver, si tan clara la tenés, decime entonces…

– ¡Claro que te voy a contar! ¡Claro que te voy a contar!- Anunciaba el obrero jubilado del ingenio, mientras escupía para cualquier lado y derramaba litros de cerveza al suelo.

Al chico Julián no lo mató nadie, ese se escapó antes. Quilombo de polleras: se metió con la hija de un estanciero pilarense, a la que ya le andaba arrastrando el ala el comisario. Como si fuera que esas cosas son gratis. Mitaí calentón agrandado- Y escupía al piso, mientras se prendía un cigarro de tabaco armado.

Justamente porque ya le habían chismoseado la que se venía, se profugó de madrugada una noche antes del casamiento en un vagón de la empresa. 

Yo sé, y de muy buena fuente, que se bajó en los almacenes de Rosario. Estará viviendo ahí todavía, negreado como peón de albañil en alguna obra, como todos los paraguayos arrastrados que rajan para allá.

– Pero si Julián no era paraguayo. Y a parte qué sabía el chico ese de construcción.

– Como si fuera pió que uno de los santafesinos eso pelagato’ le’ va a importá dónde lo que dice el documento que uno fue a nacer.

Las moscas se amontonaban, escrutando las mesas, las orejas, los cuellos, los cabellos de aquellos hombres, con meticuloso detalle, como intentando descubrir alguna pista que permitiera esclarecer aquel misterio relatado.

– Ahora, la que la pasó mal fue la mujer. Esa sí que la pasó mal.

– ¡Callate! ¡Pobre infeliz! Mirá que te dejen, ¡y en el día de tu casamiento! Hasta los contrabandistas del Paraguay se enteraron de la noticia.

– ¿Qué fue de su vida después de eso? 

– Y bien, bien, nadie sabe. Un tiempo luego no salía de la casa. ¡Pero nada! ¡Ni al sol!

Dicen que se le había enfermado la cabeza, que hablaba como si tuviese fiebre todo el tiempo, aunque no hubiera nadie. Parecía un resucitado. Una vez le pescaron que se escondía toda la comida que le llevaban las empleadas. 

– ¡¿Y cómo lo que se dieron cuenta?!

– ¡¿Y cómo lo que va a ser!? ¡Por la baranda a osamenta que empezó a largar la pieza!

(…) Un tiro no se supo más nada. Parece que el padre se la llevó a Córdoba. Cuando volvió parece que ya estaba compuesta. Se hacía cargo de cuidarla a la vieja después que le diera un síncope.

– ¿Se volvió a juntar?

– Como una monja hasta el día que se murió…

– ¡Ninguno de los dos sabe nada! Están hablando pura macanada sin saber, ¡manga de ignorante!

Los dos viejos se dieron vuelta al instante. Era El Rengo, otro de los borrachos, que se había sacudido de repente en la mesa de al lado. De a ratos había estado dormitando y a ratos se servía más mientras relojeaba la conversación de al lado, solamente para volver a quedarse dormido. El mitaí de los mandados ahora lo miraba extasiado como se balanceaba con un vaso en la mano y la camisa mal abotonada mientras se preparaba a exponer con firmeza su sentencia:

– A ese le mató la ambición. Quiso tener más de lo que podía.

Aquel mugriento poblado sumergido en el olvido había sido concebido de la mano de la guerra, la explotación y la depredación del medio natural. Concluido el conflicto armado contra el vecino país del Paraguay, el Estado argentino, como un niño delante de una piñata justo después de reventar, debía asegurarse su botín, en este caso la porción ocupada del Chaco austral.

Fue así que nació la concesión de tierras a los hermanos Hardy, dos irlandeses inescrupulosos con la acumulación como único principio rector, y así fundar el complejo agro-industrial de “Las Palmas del Paraguay, ingenio azucarero del gran Chaco SA”.

¡La segunda ciudad de todo el país en contar con energía eléctrica! ¡Todo gracias al ingenio!”, “Hay que ser agradecidos, el ingenio da trabajo”, así solía repetirse entre los vecinos hasta su cierre y remate definitivo como material de desecho a un grupo de empresarios inescrupulosos llegados de Brasil. En ese lugar se levantaba ahora aquella figura imponente, que a medida en que la humedad, las enredaderas y los saqueadores hacían su trabajo minucioso y perenne, iba adquiriendo matices cada vez más siniestros, mientras que junto con los almacenes, la despensa y la capilla y aun el cementerio, parecía hundirse pacientemente en el barro. Extrañamente el pueblo entero daba la impresión de ser engullido por el mismo proceso.

De los años de bonanza daba testimonio el puente móvil instalado sobre el río, que permitía la entrada y salida de las barcazas cargadas de toneladas de azúcar, miel de caña y aguardiente, mientras abastecían a los inmensos almacenes de ramos generales con calzado, herramientas, telas y todo tipo de bienes traídos del Paraguay y el litoral. 

Más de cuatro mil operarios entregándole cada día su sangre a la empresa, que la devoraba con la misma pasión con que un vampiro a su presa, y así poder dar vida a aquel fruto tan blanco como el rostro de los muertos. En verdad generaba la impresión de un organismo vivo: cada vez que un obrero perdía un brazo triturado en los trapiches, cada vez que alguien moría calcinado con una fuga de las calderas, cada vez que alguien era aplastado mientras descargaba la nueva maquinaria recién llegada, el ingenio parecía volverse más grande, más sano, más vigoroso, y aun el azúcar, más dulce.

En todo caso, de los grandes almacenes ahora sólo quedaban unos cuantos galpones abandonados, preñados de un acre aroma a orina de ratas y mierda de palomas, refugio ideal para linyeras, locos y ocasionales prófugos, enemistados con algún comisario de pueblo. Y de aquel puente sólo quedaba una retorcida estructura de hierros carcomidos y madera podrida. Cuando uno caminaba sobre ella, podía contemplar al agua mansa del río discurrir unos veinte metros abajo entre los tablones desprendidos. Aquel espectáculo resultaba casi hipnótico.

– Julián siempre tuvo bien clarito que iba a irse. Sabía que no quería morir de operario del ingenio, como sus hermanos, como el viejo, como toda su familia.

La cuestión era el cómo. Y Julián, que siempre fue el más pillo y el más despierto de la tanda de los Benitez, no le costó nada encontrar la oportunidad servida de la mano de la hija del jefe de Gendarmería.

– ¡E’a! Viejo versero. Y vos luego, ¿cómo lo qué sabés tanto?

– ¡Porque yo era su compañero de unidad!

Elena, era la hija del jefe del destacamento local. Diecisiete, pálida, pelo negro, recién llegada del internado de hermanas de Resistencia. La menor de ocho.

Como una corzuelita herida pastando al borde de un estero, darle caza no fue algo complicado. Carácter dócil y amable, sin opinar incluso cuando se le pedía, porque “esos temas son para la gente que entiende”. Intentaba ser siempre una presencia “agradable”. Agradable para su madre, para su padre, para las visitas y ahora para su amante. Resultaba una empresa sin futuro la pretensión de tener una discusión con ella. Se comportaba tal como se le había enseñado: aprendiendo a satisfacer las demandas de los demás.

En verdad, a Julián no le resultaba incómoda su compañía. Con el paso de los meses, incluso consiguió desarrollar algún sentimiento similar al cariño hacia ella.

Así, el ingreso a la fuerza se produjo sin mayores demoras, y el casamiento se determinó para principios de diciembre, justo antes de las Fiestas. Incluso se le permitió elegir el destino donde sería asignada la feliz pareja una vez que retornaran de su luna de miel. De la mano de su prometida (o sobre sus hombros) era sólo sembrar y cosechar.

En el mientras tanto, le seguía tocando hacer los despachos hasta Resistencia. Al menos una vez a la semana le tocaba llevar los expedientes y carpetas firmadas a los juzgados, ministerios y oficinas centrales. Su rally comenzaba de madrugada, saliendo a esperar al micro destartalado a la ruta, y casi siempre terminaba ya entrada la noche. Y eso sólo cuando la unidad no se rompía por el camino, cosa que sucedía con mucha más frecuencia de la que hubiera deseado.

Mandiocas, cebollas, bolsas de fécula y queso, gallinas, lechones, mujeres, niños y hombres; todo se amontonaba por igual. Con el tiempo comenzó a notar que, naturalmente, algunos rostros y figuras se repetían. En particular notó que, Gabriel el hijo del dueño de la farmacia, solía prestarle más atención que el resto de los pasajeros.

Callado, descolorido y algo escuálido, su figura a veces recordaba a la de los espectros. Su olor, a diferencia del aroma a tierra y transpiración de quienes le rodeaban, formaba una singular mezcla, a primera impresión áspera y astringente, posiblemente por las drogas con las que solía trabajar, que tendía a formar vahos dulces una vez que el sol se asomaba.

De alguna manera siempre se las amañaba para encontrar un asiento junto a Julián, aunque sin mirarlo nunca de manera directa, manteniendo la cabeza y los ojos distraídos hacia la nada. Una noche, ya de regreso, notó que el muchacho le había tomado una mano mientras dormía. Sin entender muy bien porqué, no reaccionó con violencia como se hubiera esperado. Ni siquiera amagó con soltarse. Simplemente la dejó así, como estaba.

En retrospectiva, resulta difícil explicar cómo fue; él mismo nunca intentó hacerlo. Quizás así le resultaba más fácil llevar su vida. El caso es que desde esa noche comenzaron a verse todas las semanas con Gabriel.

En verdad no hubo tiempo para pensar nada. Fue como acercar el papel de diario a unas brasas encendidas y verlo consumirse. Al principio se veían con los despachos a Resistencia. Con el tiempo empezaron a verse por el camino de monte que salía a la ruta, a escondidas atrás del balneario, al cierre de la farmacia. Así, los encuentros furtivos se volvieron más frecuentes, pero también más complicados, más enredados.

– No sé, no me gusta. Tenemos que dejar de vernos.

– ¿Y ahora? Vos me buscaste, te recuerdo por si es que se te olvidó. No me vas a venir ahora con que sos de esos que tiran la piedra y esconden la mano.

– ¡No! Pero es que…

– ¿Pero es que qué…? 

– Es que, ¿nosotros qué somos?

– ¿Qué somos de qué? Nosotros no somos nada. Somos dos hombres que son amigos y se ven algunas veces en la semana.

– Yo con mis amigos no hago las mismas cosas que hago con vos. Ni tampoco me pasan las mismas cosas- alcanzó a responder Gabriel, mientras su mirada se perdía en la espesura del monte.

– ¡Qué necesidad tenés de venir a complicar las cosas en este momento!

Una breve pausa se tejió entre los dos.

– ¿Vos crees que nosotros tenemos de esa enfermedad mental rara? Esa que los psiquiatras dicen que…

– ¡Yo no soy ningún maricón!-gritó con furia Julián mientras sujetaba de la camisa a Gabriel- ¡¿Me escuchaste lo que te dije?! ¡Yo no soy ningún raro!- gritó de nuevo mientras Gabriel tropezaba y caía.

Igual… no sé por qué te ponés así, si al final el único que sale perdiendo acá soy yo- consiguió responder, mientras se sacudía la tierra- Vos en un par de meses ya te casás, te vas de luna de miel y cuando volvés, Gendarmería ya te asigna tu destino. Y el que se queda acá para seguir hundiéndose con el resto del pueblo, soy yo. 

Además Elena es buena gente, yo no quiero hacer algo que…

– La relación con mi mujer es problema mío, Gabriel. Además, hay cosas de nuestra relación que no conocés. Uno en la vida no siempre hace lo que quiere, la mayoría de las veces sacrificamos unas cosas para conseguir otras mejores.

– ¿Como yo?

– No seas pelotudo.

Después de aquella discusión, la relación entre ambos se volvió diferente. En particular Gabriel se volvió extrañamente cordial. No volvió a tocar ninguno de los temas que tanto habían sulfurado a Julián, pero tampoco lo buscó. “Buen día, ¿cómo estás? Hace calor hoy ¿no?”, “No, no creo que pueda, esta semana me toca atender el negocio”, “Saludos a tu mamá, para mañana le estoy enviando su pedido”, “No, no te preocupes, son cosas que pasan”. Sí, no, buen día, bien, graciasGabriel, como Elena, también sabía perfectamente cómo ser amable, atento, y sobre todo agradable. Trabajaba en atención al público y era eso lo que se esperaba de él, ¿no?

Incluso eventualmente dejó de viajar hacia Resistencia. Por sugerencia del padre (¿o fue al revés?) tuvo que empezar a ocuparse más de la atención directa del negocio: armar los pedidos a las droguerías, recibir los paquetes del correo, hacer los arqueos de caja. La monotonía y el tedio le mantenían sobradamente ocupado. Trabajo, dedicación, diligencia, amabilidad. Gabriel pasaba todo el día en el local y llegó a ser sumamente eficiente en lo que hacía. 

– ¡Que bueno! ¡Que bueno! Me pone muy contento te venís haciendo cargo de la farmacia, Gabriel. Te reconozco que tenía mis dudas con vos, pero veo que en tan poco aprendiste a manejarte con todo. La verdad que me preocupaba que seas muy joven todavía para tantas responsabilidades, manejar plata, atender proveedores. Pero por suerte veo no nos equivocamos, saliste bien formado.

Por entonces los días de viento furioso, la tierra suspendida en el ambiente después de una temporada particularmente seca y los animales de monte cada más crispados, anunciaban la llegada de diciembre. Los ganaderos, acostumbrados a iniciar fuegos en los campos para hacer crecer pastos nuevos, podían llegar a provocar incendios incontrolables. El verano se asentaba con voz propia.

– Amor, decime ¿qué te pasa? Andás muy disperso por estos días, como que no estás acá… Perdoname si no te dedico atención como siempre, es que con todo esto del casamiento, lo de hacer las invitaciones, escaparme a comprar la vajilla a Corrientes, hacer limpiar la casa quinta. Termino reventada, no estoy acostumbrada.

– No pasa nada, no te preocupes- sin mirarla, casi a la distancia.

– ¿Estás preocupado por el destino que te asignen? Si es por eso vos dejame que me hago cargo, yo voy a hablar con papá por ese tema. Él sabe mover los hilos.

– Mmmmm, sí. Sí, es eso, yo calculo que después del casamiento se ordena todo.

Elena se acercó, intentando conectar de alguna manera. Le tomó de la mano, en un gesto raro de iniciativa de parte de quien había tomado siempre por costumbre el dejar hacer.

– Decime, ¿vos me querés?

– No me empecés a hacer esas preguntas raras de mujeres.

– Pero, ¿me elegís? 

– Y claro que te elijo, o no estoy acá ahora con vos. Pero, ¡la puta digo! ¡¿De dónde lo que salen tantas preguntas ahora?! ¿Desde cuándo lo que vos estás tan pensativa?- gritaba pero a la vez miraba hacia un costado, en un gesto particularmente raro.

– Vos sabes que yo no suelo pedirte mucho. En realidad creo que nada. Decime, ¿alguna vez discutimos? ¿Alguna vez te levanté la voz?

– No

– Entonces, te lo pido ahora. Necesito que estés acá, conmigo.

Julián se levantó, avanzó sobre Elena y la tomó, con la desesperación de quien ha pasado un día entero sin probar alimento pero con la frustración de encontrarse consumiendo apenas un diluido plato de sopa de verduras sin sal.

(…)

Ey, esperá. Escuchame– y tomó con fuerza del brazo a Gabriel.

Gabriel pegó un grito sofocado del susto que le tensó los muslos. La calle que daba a la salida posterior de la farmacia se encontraba sumergida en la penumbra y tardó unos segundos en divisar quién le sujetaba.

– Julián, vos. Me hiciste cagar en las patas. ¿Por qué salís así? ¿Qué querés?

– Tengo que verte. Tengo que hablar con vos. No puedo más, no duermo, no tengo paz, me estoy volviendo loco y no sé qué hacer. Elena dice que son los nervios del casamiento y del traslado.

– Pero Julián, yo no sé qué querés de mí. Lo que es, es, y eso no depende de la voluntad. ¿Qué querés que yo haga?

– Podemos volver a vernos.

– ¡¿Y después qué?! ¡Contestame! ¿Y después qué?- Y se soltó el brazo con rabia.

– Pará, bajá la voz, tranquilízate.

– Contestame entonces- bajando algo el tono- ¿qué mierda querés que haga? Vos te casás mañana, y después qué ¿dejar que pasen los meses y los años? ¿Que vos te vayas y yo me quede acá como un pelotudo? ¿Que nos sigamos viendo a escondidas, inventando excusas, viajes, escapadas por laburo? Y decime vos ¿quién gana y quién pierde con ese arreglo?

– Vos sabías de entrada cómo eran las cosas.

– Obvio que sabía. Y por eso tengo en claro quién es el pelotudo. Ahora sé que no sé medir las consecuencias, que no pensé antes de actuar y que me dejé guiar por un impulso, por una vez. Ahora sé que me equivoqué. Debería ser más como me enseñaron toda la vida. Uno no tiene que correrse del camino que ya le marcaron. Me iría mejor.

Se dio vuelta para irse y Julián lo volvió a tomar del brazo, pero esta vez lo empujó contra la pared y comenzó a besarlo. Lo sujetaba con fuerza y por momentos le mordía el cuello mientras le desabrochaba la camisa y lo empujaba todavía con mayor fuerza. En un impulso de furia, ambos se dejaron conducir por algún tipo de extraño instinto primitivo y animal, legado por nuestros ancestros a lo largo de cientos de miles de años. Era algo oscuro, como el momento y el lugar, como un extraño paréntesis en el tiempo del mundo.

– ¡Vámonos!- Repuso Julián después de un rato.

– ¿Cómo? ¿De qué me hablás?

– Que nos vayamos.

– ¿Pero de qué cuerno me hablás? ¿Y tu casamiento?

– ¡Que se pudra! ¡Que se vaya todo a la mierda!

– Pero ¿y el negocio? Vos tenés a Elena, yo el negocio de mi familia, y a parte…

– Escuchame- y le tomó de las manos de manera inesperada- Nos vamos, comenzamos de nuevo donde no nos conozca nadie. Las cosas se van a ir acomodando solas, vas a ver.

– Pero, ¿y a dónde? A San Pablo.

– ¿Eh? ¿Brasil? ¿Y por qué?

– ¿Y por qué no? Lo importante es irse. El resto se verá.

– Yo… ¡Dale! Vamos, si no arriesgo ahora capaz me arrepienta toda la vida. ¿Pero cómo hacemos?

– Nos encontramos mañana, de madrugada, justo antes que amanezca, cerca del balneario. Hay que ir por el camino de monte para que no nos vean. Yo voy a pedir prestado un vehículo de la unidad, no va a haber problema, y de voy a estar esperando ahí. Tiene que ser ahora, no existe otro momento para hacerse.

– Vamos

Lo besó una vez más y se despidieron con el plan acordado.

Julián detuvo el vehículo al borde del balneario como estaba convenido. Era una noche templada, apenas un viento suave se deslizaba sobre el agua. De tanto en tanto la quietud de la noche era quebrada por el canto de algún ave, pero no mucho más. Incluso, si uno prestaba atención, podía llegar a escuchar el cálido murmullo del río abrazando la costa. Toda esta serenidad contrastaba con la tensión de la espera.

– ¿Pero dónde mierda está? ¿Qué le pasa? ¿Por qué no se aparece?

Todavía no amanecía, sólo el cuarto creciente iluminaba tímidamente la inmensidad del monte. Pero el tiempo…

– ¡Sos vos! ¡Vos tenés toda la culpa!

Julián sintió algo frío y duro apoyarse sobre la nuca.

– ¡Vos sos el culpable! Tenía que aparecerse un negro degenerado inmundo como vos a pudrir todo ¡Vos lo corrompiste!

Julián apenas alcanzó a darse la vuelta para ver quién le increpaba, cuando un estruendo violento destrozó de un martillazo la serenidad de aquel lugar. Otro estruendo le siguió, y finalmente otro más.

(…)

A decir verdad Julián nunca había aprendido a nadar muy bien. Y ahora se encontraba conduciéndose por el río Paraguay, lento, sereno y sin rumbo claro.

Bajo aquella superficie tibia hubiera podido llegar a ver los cangrejos de río mordisquear los restos de un animal muerto en la orilla, a un grupo de bagres macho peleándose por fecundar las hembras del cardumen y los restos de unos árboles arrancados de la barranca encastrándose en eventuales bancos de arena, sólo para dar lugar a nuevos islotes de frondosa vegetación.

La tarde calurosa del monte chaqueño hundía todo aquel ambiente en una espesa serenidad.

A apenas unos cuantos kilómetros de ahí, la farmacia del pueblo se preparaba para abrirse con regularidad, como cada día, sin faltas ni excusas hasta hoy, y Elena se aferraba con todas sus fuerzas al inodoro de su casa, hasta el punto acalambrársele los brazos, en una singular combinación de llantos, vómitos y espasmos nerviosos. 

No había caso, por mucho empeño que hubiera puesto, su vestido ya estaba desecho.

El ausente

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18:46. Afuera sigue lloviendo. El bolso de cuero te pesa como si llevaras ladrillos dentro. Una mujer grita llevándose la mano al pecho. Un hombre sale corriendo por un pasillo lateral para llamar al cabo escuálido de la puerta de ingreso. Finalmente el urso negro y gigante que se había lanzado de cuerpo entero sobre el escritorio, toma una computadora y la arroja contra las carpetas, las fichas y los formularios. Continúa con las sillas.

El bolso te pesa. Lo descruzas, te sientas. Observas la calle a través de la pared vidriada. Sigue lloviendo.

18:40. Te quedaste parado con la esperanza que alguien te vea. Al fondo ves las personas cruzar de un lado hacía el otro y de nuevo repetir el mismo movimiento. Recordás los bichos removerse cuando eras chico y levantabas una piedra- ¿cuál de esos será el doctor Gutiérrez?-

– No señor, no pertenezco a esa área.

– ¿Pero y usted con quién habló previamente? ¡No puede venir y presentarse así nada más acá!

– Y si le dijeron que espere, es que tiene que esperar.

Rumias en la cabeza posibles respuestas a cada comentario. Empiezas de nuevo con ese juego de mandíbula que tanto te molesta. Te das cuenta que deberías haberte comprado los chicles. Miras compulsivamente tu reloj de muñeca, ya no quieres sacar la cuenta.

– ¡NO! ¡ES LA TERCERA VEZ QUE VENGO POR LO MISMO! ¿VOS SABÉS LO QUE TUVE QUE VIAJAR PARA ESTAR ACÁ? DESDE LAS 3 DE LA MAÑANA ESTOY LEVANTADO. AVISALE AL DOCTOR, AL LICENCIADO O A QUIEN CARAJO SEA QUE YO NO ME VOY DE ACÁ SIN QUE ME RESUELVAN ESTO.

El urso gigante había comenzado a gritar y apuntar con aquel puño macizo. Parece un muñón. Su camisa está medio salida por un lado, el cinto se le aflojó. Puedes ver por atrás el calzoncillo con el elástico vencido y cómo se le marca la raya.

17:25. Aburrido del celular, observas el hall -¿cuántos cables pueden salir de esa máquina?- En el techo también hay –¿seguirán cumpliendo alguna función?-. Los cables se cruzan, se enredan y se convierten en un único macizo de plástico, tierra y telarañas. Los ves perderse en un agujero tosco de la pared, sólo para volver a aparecer por otro- Te recuerda al Pacman. ¡Que juego que nunca te gustó!- 

Revisas tu bolso por octava vez para confirmar no haber perdido ningún documento y tener todo a mano para cuando llegue Gutiérrez. Miras tu reloj. Suspiras.

16:55. Finalmente llegas a la sección que te enviaron. Sujetas la correa de tu bolso. Estás donde comenzaste.

16:47. Abres la puerta para salir de la sección a donde te habían enviado anteriormente. Te diriges a la siguiente sección. Cruzas un pasillo interminable. Las carpetas colgantes, las anilladas y los archiveros te rodean. Sientes que te caerán encima. Las manos te transpiran.

– Disculpe, me puede decir si…

Intentas preguntar si la sección a dónde te mandaron ahora es la correcta. Nadie te escucha.

16:28. Una mujer te hace señas desde una de las infinitas ventanillas.

– Señor ¡señor! Por acá por favor. Rápido, que acá hay gente esperando desde las cinco de la mañana.

Vuelves por un instante la vista hacia atrás. Hombres grises y opacos, mujeres anchas con lentes anticuados, cabello recogido y faldones hasta los tobillos. Todos sentados pacientemente. Nadie pronuncia vocablo, todos miran hacia el suelo mugriento, a la nada.

– ¡Señor! Necesito cédula laboral al día, certificaciones de servicios de todos los establecimientos donde se desempeña o se ha desempeñado en los últimos 15 años, estampillas y copias autenticadas por el juzgado correspondiente a su domicilio, registro de antecedentes…

Mientras la enumeración de la mujer prosigue, procedes a soltar las hebillas de tu bolso y retiras la carpeta con toda (esperas) la documentación solicitada.

– Acá está todo, creo.

Sin responderte nada, la mujer comienza a revisar (Ajá, mmmm, bien). Pasea entre los folios. La observas. Uñas largas pintadas de un rojo furioso, cabello teñido de rubio. Largo, con ondas. Las raíces se hacen visibles en el flequillo de adelante. No parece dotada de una mirada que evoque demasiada lucidez. Y estás casi convencido que ella opina lo mismo de vos. Como si fueras un personaje de Alicia a través del espejo, curioseas aquel otro mundo detrás de la ventanilla: el gris plomo de las paredes cede lugar al marrón de carpetas y legajos. No parece muy…

– No, no va a poder ser.

La mujer se quita los lentes. Te regresa tus documentos como quien devuelve carne en mal estado. Tus manos se tensan. Tu saliva.

– ¿Cómo que no va a poder ser?

– Es que así no le puedo recibir. Eso está incompleto.

– ¿Pero el qué está incompleto? Si traje todo, ¿qué le falta ahora?

– Le falta el sello y la firma de la Jefa de Coordinación de Personal, Aportes y Asuntos Especiales.

– Bueno, y la voy a buscar y me recibe los papeles.

– No va a poder ser. La Lic. Manrique salió de licencia y no se encuentra disponible.

– Bueno, pero ¿y cuándo vuelve?

– Nosotros no manejamos esa área.

El cuello se te tensa. Te estrujan los intestinos. La saliva, las manos. Estás estrujando una tuna con las manos desnudas. 

– Bueno, pero a ver, usted no me puede decir eso. Alguna solución tiene que haber.

La mujer ya no te mira. Ahora revuelve carpetas, acomoda la taza de un lado hacia el otro, guarda lapiceras.

– ¡EY! ¡TE ESTOY HABLANDO! ¿QUÉ TENGO QUE HACER PARA QUE ME DES UNA RESPUESTA?

Tu voz retumba en la parsimonia de aquel lugar sumergido. Te asustas de escucharte a ti mismo. Un agente te dirige la mirada.

Al fin, la mujer levanta nuevamente la vista.

– Mire, lo único que le puedo decir es que así no le puedo iniciar el expediente. En todo caso si quiere iniciarlo va a tener que pedir una audiencia con el Dr. Gutierrez y ver si él se los puede firmar y sellar.

– Bien, ¿dónde lo encuentro?

Ya no te mira. Señala:

– Vaya por esa puerta y camine hasta el fondo.

Más tranquilo, acomodas nuevamente tu bolso. Te diriges hacia el picaporte y cruzas el umbral.

15:10. El hambre ya se te pasó, pero el cansancio comienza a hacerse sentir. Tienes la esperanza de que por lo menos ya falte poco para que te atiendan y poder irte.

13:05. Te acercas al agente de la policía provincial que está sentado en el acceso de la sección de Emergentes Laborales, Asistencia al Empleado y Problemáticas Urgentes.

– Buen día, ¿cómo le va?

No responde y sigue mirando su celular con los codos apoyados sobre la mesa.

Carraspeas. Insistes.

– ¿Qué tal? Mire, yo estoy buscando la oficina en la que tengo que entregar estos papeles del trabajo. Me mandaron acá, pero no sé a dónde los tengo que presentar.

El agente se recuesta contra el respaldo de la silla, te mira de abajo hacia arriba y de regreso. Mira hacia atrás y señala con el dedo sin levantarse de la silla, hacia un todo tan vago y genérico como un curso de sanación espiritual.

– Es por ahí flaco. Pero no sé muy bien. Sacá número y fíjate.

Y regresa a la posición inicial, perdido en su celular. 

Como sos una persona obediente y paciente, hiciste caso. Te duele el estómago. Afuera debe seguir nublado y fresco, especial para un puchero (uf, ya empezaste a salivar). Miras a tu alrededor: hormigón gris pelado por todas partes, salvo por algún cartel recordando que el cigarrillo está prohibido en establecimientos públicos (menos mal que no fumás). Percibes el olor que te envuelve: naftalina, plástico (el piso tiene una cubierta de goma) y una humedad pastosa, como la de las esporas de los hongos. Blindado de la luz solar, no distingues si es de día o de noche. 

Hay personas sentadas también esperando, pero no casi no las distingues del resto del entorno. En frente, una hilera de ventanillas que sigue a un angosto pasillo hasta perderse en el fondo. Observas para ver si encuentras algún contacto humano del otro lado, pero es inútil. Hay gente, pero a la vez no. Nadie pasa, a nadie lo atienden, nadie se mueve, salvo un perro que entró al edificio para refugiarse del agua y se rasca las pulgas. Recuerdas esa necesidad imperiosa que a veces tienes de abrazar tu almohada.

12:45. Por fin te atienden. Una mujer corpulenta, de enormes brazos, examina tu carpeta. Lleva una camisa floreada gastada (algodón? No, alguna mezcla de poliéster y otros sintéticos). Mirás hacia abajo: Mocasines negros de cuerina (hace cuánto no los veías?). Cabellos color cobrizo. Una composición que no pasa desapercibida.

En la mesa, a un costado, una estampita de la Virgen de Itatí o Caacupé (igual no las distingues). Dos fotos enmarcadas: la mujer con el marido y sus hijos posando en corte marcial, y la otra de ella levantado los dedos de una mano mientras abraza con orgullo al gobernador en la inauguración de una escuela de algún oscuro asentamiento perdido en interior provincial.

– Bueno, hagamos esto rápido que todavía tengo que ir a cocinar.

Lo dice sin mirarte, mientras examina tu carpeta y va marcando con birome los documentos.

– A ver pasame la nota.

Se la entregas obediente. 

– “Estimado sr…. Me dirijo a usted con el objeto de…” ¡Pero a ver! ¿Vos para qué trámite estás presentando todo esto? 

– Y es lo que le dije hace dos minutos cuando le entregué los papeles. Necesito el reconocimiento de mis años de aportes en la provincia, que sigo sin entender porque mi carpeta de legajos está vacía.

– ¡Ah! Pero hubieras arrancado por ahí y no me hacías perder tanto tiempo. Noooooo, noooo, nooo, yo no tengo nada que ver con esto. Eso tenés que resolverlo con la gente de Emergentes Laborales. Sonia se hace cargo de eso. No, yo no tengo nada que ver.

– ¿Sonia? ¿Quién Sonia?

– Y la que te acabo de decir, la de Emergentes.

Cerró la carpeta y te la tiró expeditiva sobre la mesa. Prendió un cigarrillo.

– Fijate, andá por aquel pasillo al fondo. Alguien tiene que saber.

Sin mediar más palabras, te levantas y te vas.

11:22. Dudas si volver a mesa de entrada, capaz te confundiste. El hombre del ingreso te dijo que fueras hasta el departamento de Coordinación de Personal, pero ahí nadie te atiende. Las personas van y vienen, aunque no se entienda muy bien haciendo qué.

Fuiste hasta la mesa de informes, pero las dos veces la encontraste vacía, incluso extrañamente limpia y ordenada. No importa, alguien te atenderá. Apoyas el brazo sobre las rodillas y a la vez descargas el peso de tu cabeza sobre tu mano.

– ¿¿¿Cómo que me falta??? ¡¿Y qué me falta ahora?!

– Ya le dije señor. Esta estampilla con que usted certificó sus documentos está vencida. El Registro emitió una nueva serie desde el 5 de este mes. Va a tener que ir de nuevo al juzgado para comprar la nueva y volver a sellar la documentación.

Un urso gigante se balanceaba con la boca medio abierta mientras escuchaba sin comprender del todo lo que la empleada le decía.

– Pero escúchame una cosa: yo soy del interior, no vivo acá.

– Con más razón no le voy a poder recibir la documentación. Va a tener que pedir una audiencia especial con el secretario del juez de paz y pedirle que le reciba los papeles. A ver si es que le recibe. Y apúrese que hasta las doce y cuarto atienden en el juzgado, después cierran las puertas y sólo a los que están adentro.

El urso tomó de nuevo su carpeta, exhaló espeso y se retiró por la misma puerta por donde tu habías entrado hacía dos horas, mientras se levantaba una y otra vez el pantalón que por alguna extraña razón siempre parecía a punto de caerse.

9:20. Entras a la sección donde te enviaron. Tomas un número. Estás en el lugar justo, con toda la documentación y llegaste en horario. No puede complicarse demasiado.

8:47. Al fin te reciben en mesa de entrada.

– Buen día, vengo porque necesito…

– Espere, espere. Primeramente necesito que me complete estas planillas. Las firma y después me llama.

Ves retirarse a la empleada. Se lleva su vasito de café. Observas las planillas.

Si posee aportes al sistema mixto integrado inscriba su n° de legajo….”, “N° de cédula de su cuenta al esquema federal compensatorio para trabajadores en actividad…

Una mujer te habla, o algo así.

– ¿Me puede completar…?

Es una señora, quizás unos 50, no más, pero es como si cargara con todas las edades de todas las mujeres de la historia juntas a la vez. Su hijo, o algo así, está a su lado, parado. No mira, escribe con su celular. Miras hacia arriba mientras te extienden la planilla, el techo del edificio en toda su inmensidad, sólido, macizo, irreal. ¿Cómo vas a completar la planilla de alguien que probablemente no pueda escribir su nombre si ni si quiera sabes cómo completar la tuya?

– Sí, no se preocupe. Termino con la mía y le ayudo.

Como si no hubieses dicho nada, la señora llama a otro hombre y repite la operación.

Recurres a la contabilidad creativa y esperas que nadie lo note. La empleada te recibe los 4 juegos. Por suerte sólo las mira para aprenderse tu nombre.

– Bien, Pérez, vaya para el Departamento de Coordinación de Personal, Aportes y Asuntos Especiales y lleve todo lo que trajo. Ahí lo van a derivar. 

7:50. Bajas del taxi que te deja a mitad de calle porque ya no hay lugar para estacionar. Sigue lloviendo desde la madrugada. Las calles están inundadas, como siempre los drenajes se taparon con basura. No importa. Lo único que te importa es que no se mojen los papeles que llevas en tu bolso de cuero.

Cruzas dando zancadas. Atraviesas la puerta vidriada. Por suerte, eres un tipo previsor y llegaste temprano.

Manuel Pérez

Nací en Formosa en 1988.

Hijo de padres ingenieros, tuve profesor particular de matemáticas hasta que terminé el secundario.

Viví en tres provincias, hasta ahora: Formosa, Santa Fe y Río Negro.

Fui mozo, ayudante de cocina, animador de fiestas infantiles, vendedor, tutor particular, y muchas veces un simple desempleado. 

Me recibí de profesor de Historia en la Universidad Nacional de Rosario y trabajé en escuelas medias, institutos y universidades públicas y pprivadas, y hasta en la unidad penal federal n°5 de General Roca. No me quejo, reconozco que me gusta trabajar con público adulto.

Llegué a exponer trabajos de investigación en jornadas universitarias y a enviar artículos a revistas académicas, aunque es una parte de mi ccarrera que continúa pendiente.

Si bien me dedico a la docencia, le tengo más afecto a la enseñanza que al sistema educativo.

Milité en un partido político socialista durante casi una década y quizás sea de los pocos que no se arrepiente de esa experiencia, a la que cconsidero que ya no le debo nada, pero a la que sigo agradeciendo por espolear mi curiosidad intelectual y mi sentido de la moral.

No me considero escritor, me gusta ejercitar la escritura, y con un grupo de compañeros del taller virtual coordinado por María Negro, ppublicamos una antología de cuentos titulada “Cuentos en cinco claves” en el año 2021.

Como muchos coprovincianos, tuve que migrar al sur escapando del desempleo, la arbitrariedad y la desidia política. 

Poco antes de la pandemia pude participar de mis primeros talleres de escritura y desde hace unos años adopte a General Roca como mí nnuevo lugar de residencia.

En el laberinto

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