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Cuando tenía doce años y su papá se fue de su casa, a Fernanda Salgado no le quedó otra que ponerse a trabajar. Entonces no podía sospechar que Quimhue, esa modesta librería de General Roca que su mamá había empezado a manejar poco antes, y que atravesó dictaduras y todo el arco de la democracia, terminaría convirtiéndose en un espacio de lucha y resistencia, y ellas mismas —con discrepancias, con enfrentamientos, incluso con silencios dolorosos—, en personalidades de la historia cultural del Alto Valle. A cuarenta y cinco años de la desaparición de su hermana, María Victoria, la conocida librera que quería ser directora de orquesta expresa su deseo de hallar a una persona que mantenga viva la librería más antigua de la patagonia.

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Está sentada en un viejo sillón restaurado del living de su casa, en un barrio con calle de tierra, alejado del casco céntrico de la ciudad. Es un espacio amplio y cálido de techos altos, desprovisto de lujos, que sin embargo parecería resistirse a perder su misteriosa elegancia. “Es una casa barata”, dice María Fernanda, “uno se da cuenta por las terminaciones. Y hay cosas que no están terminadas, otras que faltan. Pasa que con lo que vendí en pandemia pude quitar el revoque, dejar el ladrillo a la vista. Hubo un período de ventas de treinta o cuarenta días que fue histórico. La gente, harta del streaming, y que además no podía gastar en gastronomía, que en términos de placer es una competencia, gastó en libros. Igual, la verdad, a mí la plata nunca me dio ninguna seguridad. Cuando murió mamá, en 2015, yo viví en su casa hasta 2019. En ese ínterin, esta casa, mi casa, nunca la alquilé. Se la presté a amigos a los que únicamente les pedí que la mantuvieran, que cuidaran el jardín, que pusieran un portón. Es así, por más que suene trillado: para mí la seguridad está en los afectos”.

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¿Tu mamá era de Roca?
No, mis viejos llegan al Alto Valle porque a papá, que era abogado, le ofrecen trabajo acá. Él era de Adrogué, mamá de Lanús. En verdad a papá le habían ofrecido un trabajo de juez en Misiones, pero mamá, que no soportaba el calor, le dijo que al norte no; de Bahía Blanca al sur, sí, en cualquier lugar.

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¿Cuándo nace Quimhue?
La arman dos empleados de Gas del estado en 1967. Lo tomaron como un hobby, y al año siguiente se dieron cuenta de que no podían manejarla. Ahí la agarra mamá, más conocida como “Bocha”, en 1968, junto con Haydeé Massoni, rectora del profesorado, y con el señor Ruival, un coronel retirado que para mí era una especie de abuelo. Yo tenía siete. Después ellos terminan vendiéndole su parte a mamá, por motivos de tiempo y dedicación. Más adelante aparece Perla Berlato, profesora de la universidad, clienta de la librería. Y mamá, que había seguido sola, le ofrece ser socia.

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¿Eran lectores en la familia de Bocha?

Lectores voraces, como mamá, no. Ella siempre decía que una vez encontró un cajón lleno de libros. Contaba que el primero que vio fue El conde de Montecristo, y que se volvió loca. A partir de ahí no paró de leer, se pasaba horas en una librería de Lanús, en Capital iba a El Ateneo. En su juventud empezó Letras en la UBA, pero enseguida se vinieron a Roca. En un tiempo trabajó de bibliotecaria en la legislatura, en Viedma, cuando papá fue presidente del superior tribunal de justicia. Y para 1968 sabía un montón, porque siempre había sido muy lectora.

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¿Cómo era la librería en esa época?
Un punto de gravitación política, de polémica y discusión, un espacio donde convergían militantes del PC, PCR, el viejo MÁS, JP, Peronismo de base. En mi casa lo mismo. Papá era defensor de presos políticos, formaba parte del foro por los derechos humanos, fue dirigente del Rocazo, viajó a Chubut para asegurar la integridad de los sobrevivientes de Trelew; una de mis hermanas, María Victoria, que está desaparecida, militaba en la agrupación secundaria nacional, y Juan Manuel, mi hermano mayor, en el FIP. Las discusiones eran moneda corriente. Había cada pelea, se mataban.

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¿Cómo era tu relación con los libros en ese tiempo, qué recordás?
De libros, no mucho. Lo que yo quería era estudiar música. Tocaba la flauta. Jugaba al básquet, también. El problema es que cuando yo tenía 12 papá se esfuma con una amante, corta lazos, se pelea incluso con sus amigos y deja de pasarnos plata. La librería no daba para vivir y bueno, tuvimos que salir a laburar. Fue el primer cimbronazo, ahí se despelotó la vida de todos. Mamá toma clases en el secundario y después en un instituto, a la noche. Yo cuidaba chicos. Intentaba que mis necesidades encajaran un poco con mis gustos, así que empecé a dar clases de flauta. En mi adolescencia, que en verdad no tuve, no al menos como la vivieron mis compañeros de colegio, me las arreglé para participar en la agrupación renacentista coral, fui al camping musical Bariloche dos veces, hice cursos en el Collegium Musicum de Buenos Aires, otros con Guillermo Graetzer y Mario Videla. Varios de esos cursos los pagó mi madrina, mamá no tenía un mango y papá no nos pasaba un peso. Esa fue mi vida hasta los 15: trabajar, el básquet, y en especial la música.

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¿Cómo te llevabas con tus hermanos?
Hasta que mis padres adoptan a Paloma, un año antes de separarse, yo era la más chica. Digamos que se habían armado dos grupos; Juan Manuel y María Inés, por un lado; y por otro María Victoria y yo. Tenía 9 y Victoria 14, y ella me despertaba a las 3 de la mañana porque se había quedado sin cigarrillos. Sacábamos la bicicleta por la ventana, salía a comprarle. Me presentaba a los chicos que le gustaban. Otra cosa que yo hacía era repartir en bicicleta el diario La Opinión, que Juan Manuel había empezado a traer a la zona. A principios del 74, un poco en simultáneo con la separación de mis padres, Victoria, que era católica, se va a estudiar Derecho a Buenos Aires. Yo empiezo el secundario. Ya militaba en Montoneros, Victoria. Hacía microfilms. Su marido, Ernesto Emilio Ferré Cardozo, desaparecido durante la contraofensiva del 80, era teniente primero y experto en explosivos.

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¿Cómo era María Victoria?
Para papá su hija era Victoria. La luz de sus ojos. Cuando él se borra ella era la que intercedía para que no peleáramos, pedía paciencia, reconciliaba a éste con aquel. Era la que armaba. No sé quién la puso en ese lugar, pobre. Tanto era así, que a partir de su desaparición papá se convierte en un alcohólico. En cambio, para él, yo era como un varoncito; el más chico, digamos. Victoria, pese a su carácter fuerte, era “la feminidad”, lo era en todo su esplendor y quería que también lo fuera yo. Ojo, no me lo reprochaba; me peinaba, como que jugaba a las muñecas conmigo. Me quería embellecer. La princesita, me decía. Una vez me becan para hacer un curso de dos semanas en el Collegium Musicum y Victoria le dice a mamá que yo pare en su casa. No sabíamos la dirección, nada, ya habían pasado a la clandestinidad. Ese día me buscó en el colectivo, estaba embarazada de su primera hija. En la casa Ernesto me daba instrucciones sobre cómo escapar, qué hacer en una situación u otra. “Cielo”, le decía Victoria, “cielito, ¡cortala! Si pasa algo no se va a asustar, va a hacer lo que vos le digas. No te preocupes, es obediente”. Otro día caminábamos las dos por la calle y vemos un control de la policía, a unos cien metros. “Dame tu cartera”, me dice, “yo te doy la mía y nos encontramos en tal esquina”. Yo no entendía. “Nos encontramos en tal esquina”, me repite, “no te preocupes”. Llego al control, empiezo a pasar entre unos patrulleros. Era una nena. Pesaba la cartera de Victoria. Terminé de pasar el control, y cuando me di cuenta de lo que había adentro y la volví a encontrar, por favor, ¡lo que la puteé! De arriba abajo la puteé, la quería matar. “¿Cómo no me avisaste lo que había en la cartera?”, y ella: “¡Porque si te avisaba te ibas a poner nerviosa, no ves cómo te ponés de loca ahora!”. Ernesto le dijo de todo. Y ella: “Ay, cielito, ya está. No pasó nada. Ya está”. Una vez me dijo algo fatal: “Yo sé, y estoy segura, de que vos te vas a morir bajo la tortura antes de decir nada. Porque sé quién sos. Porque te conozco. Porque sos fuerte. Porque sos íntegra. Vos te vas a morir antes de traicionarme”. Entonces no lo dimensioné, era un premio. Con los años fue tremendo. Era aguerrida, testaruda. Difícil. Desaparece porque va a buscar pasaportes falsos a una cita cantada, a la vuelta del policlínico bancario; en verdad lo esperaban a Ernesto, la cita era para él, pero Ernesto descubre que estaba cantada y le dice a Victoria que no hay que ir. Ella se niega, discute; él insiste en que no hay que ir. Y Victoria que iba a ir lo mismo, que quería irse del país. Se pelean, ni Ernesto ni otras personas cercanas pueden convencerla, y Victoria termina yendo. Podía ser cálida, aunque si andaba de mal humor, te la regalo. A veces, insoportable. Y al mismo tiempo alguien que escuchaba los conflictos que yo tenía con papá, con mamá, y que me daba respuestas. Me contenía, me ayudaba. Estaba presente en mis quilombos adolescentes.

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¿Seguiste estudiando música?
Me fui a Buenos Aires a estudiar flauta dulce en febrero del 79, dos meses después de la desaparición de Victoria. Pero yo no me quería ir, bajo ningún punto de vista me quería ir.

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¿Por qué?

Creo que para no dejar a mamá, que se quedaba sola con Paloma. Puede ser eso. Además, mamá venía de una pesada, la librería había sido allanada en el 77 por orden del ejército y ella y su socia fueron presas por vender libros subversivos. Las tuvieron en la alcaidía de Roca, que no estaba terminada. Pasaron frío pero comieron bien, nos ocupamos, mamá dijo que nunca comió tan rico. Era graciosa. El juez terminó liberándolas a los seis meses con un sobreseimiento provisorio, después de que el fiscal dijera que no había habido ningún delito. Un bochorno. La cuestión es que al final me fui, mamá prácticamente me obligó. Con los años me di cuenta de que fue un gesto de afecto, un mensaje, el hecho de que lo que había pasado con Victoria no podía detener mi vida.

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¿Cómo fueron esos primeros años en Buenos Aires?
Viví en pensiones, en departamentos que bancábamos con amigos. Por ahí alguno caía con una chica y bueno, con los demás nos arreglábamos, había que salir por ahí. A veces yo dormía en el comedor. Nada de esto le gustaba a mamá, por supuesto. Se lo dice a papá, él me alquila un departamento. Y a los dos meses, de la nada, lo deja de pagar. Yo había entrado a tribunales, ésa era la idea para mantenerme y estudiar, Juan Manuel era agente notificador del poder judicial y me ayudó. Rendí el examen, salí primera. Pero ganaba una miseria. Viví en otros lugares, siempre períodos muy cortos. Hasta que en el 82, por una historia de mis hermanas, llego a la pensión de Lita Fuentes, un ámbito de actores, toda gente bohemia, de la farándula. Y Lita, una mujer tan particular. Consuegra de Rodolfo Walsh, amiga de Piri Lugones. La única modista de teatro que ganó un premio Molière en Argentina. En esa pensión se esconde Ernesto después de que desaparece Victoria. Porque además Victoria y Lita se hacen amigas; y la hija de Lita, Chicha, también. Era un lugar distinto. Un mundo de códigos, de mucha efervescencia.

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¿Cómo vivías la desaparición de Victoria?
Empecé a hacer las denuncias en los organismos. La primera fue ante la CIDH, en el 79. Tenía 18 y la mayoría de edad la tenías a los 21, así que por las dudas le pedí a papá que me acompañara. Tuve que presionarlo, diría que lo arrastré. Él creía que iba a ser inútil, por eso antes no había querido presentar un hábeas corpus. Y porque ya había empezado con el alcohol. Me acuerdo, se lo dije: “Me acompañás o me acompañás”. Y vino. Más adelante me entrevisté con Augusto Conte Mac Donell, uno de los fundadores del CELS. Tenía un hijo desaparecido. Yo estaba furiosa con papá. Y Conte, que lo conocía por el foro de derechos humanos, me explicó qué le pasaba a los padres con algo así. Un día, después de enterarme de que la APDH había recibido un listado con los datos reales de los militantes que habían entrado al país con la contraofensiva, descubro el nombre de mi cuñado. Hice denuncias, presenté hábeas corpus que se rechazaron. Y cuando se decide que padres e hijos pueden iniciar querellas en los juzgados penales viajo a Roca. Convenzo a mamá. Fui al CELS, me atendió Marcelo Parrilli, después mamá tuvo que viajar a declarar. Tuvimos la suerte de que fuera la primera querella por desaparición de personas en el juzgado donde cayó, el juez estaba entusiasmado. A María Victoria la habían secuestrado en un operativo del primer cuerpo del ejército, eso ya lo sabíamos, o sea, Suárez Mason y su segundo, Roualdes, que había integrado un grupo de tareas. Un día me avisan que citan a declarar a Roualdes: puro “no me acuerdo”, “no sé”, “no sabría precisarlo”, todo así. Por fin el juez tiene la brillante idea de mandar al secretario al lugar de los hechos, a tocar timbres. Si uno lee el acta ve que muchos vecinos decían que no sabían nada, que por entonces no vivían ahí, cosas por el estilo. Hasta que el secretario entra a un local, algo de la industria del plástico. La persona que lo recibe le explica que va a preguntarle a los empleados más viejos. Entonces aparece un señor y dice: “Yo vi todo, llámenme a declarar”. Él trabajaba haciendo entregas, solía estacionar su camioneta frente al portón del local. Esa mañana del 15 de diciembre de 1978, alrededor de las 9:30, encuentra el lugar ocupado por una Ford 350 con lona celeste. Cuenta que en la cabina había dos tipos de civil; les pide si la pueden correr, así él cargaba ahí. Los tipos le contestan mal, lo sacan cagando. Estaciona en otro lado. Entra a la oficina, sigue con sus tareas. En eso escucha el arranque de la Ford, una frenada violenta, un estallido. Se acerca a una ventana: la Ford había chocado a un auto. En la esquina de Nicasio Oroño hay otros dos hombres con las rodillas en el suelo, alcanza a verlos, como en un operativo policial. Todos empiezan a dispararle al auto. Un Opel verde, dice el señor: ése era el auto de la orga en que viajaba Victoria, yo lo sabía. El señor declara que en el auto iban dos personas; manejaba un muchacho, y en el asiento del acompañante una chica que parecía herida o muerta, con la cabeza hacia atrás. Declara que se abre la puerta del conductor, el muchacho baja herido, cruza hacia la vereda de enfrente y cae. Uno de los tipos de la esquina se acerca a él, le apunta a la cabeza con una pistola y dispara. No me podía mover, decía, no podía creer lo que estaba viendo. Agachate, le gritaban los compañeros de trabajo. Pero él sigue mirando, y dice que uno de los de la Ford saca a la chica, la recuesta en el suelo y le descarga una ráfaga de ametralladora. Esos mismos hombres, aclara el señor, fueron quienes levantaron los cadáveres y los cargaron en la caja de la Ford. De pronto ve que uno de los tipos se acerca al local y abre la puerta. “¿Una bolsa?”, pregunta, y lo mira a él: “¿tenés una bolsa?”. Él le da una bolsa de nylon, el tipo sale y con los demás empiezan a juntar cosas, los casquillos. El señor dice que en la esquina de Seguí aparece otro auto del que bajan dos hombres; intercambian algunas palabras con el de la bolsa, vuelven a subir, se van. Lo mismo el de la bolsa, un gordo rubio dice que era, sube a la Ford junto con los otros y se van. Diez minutos después llega una grúa y se lleva el Opel. Se supone que los cuerpos fueron a parar a la ESMA y que desde la ESMA los tiraron al mar, por la lona, y porque una persona vio el cadáver del otro militante cuando lo bajaban de una Ford 350.

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¿Supieron quién era?
Después de la denuncia que hago por la desaparición de Victoria la Conadep encuentra otra denuncia igual, misma fecha, mismo lugar: la de la familia política de Fernando Prieto. Él desaparece, su esposa se va a Francia. Un día me encuentro con la familia de Fernando. Se me acerca su cuñada, la hermana de la esposa, me mira y me dice: “vos sos la princesita”.

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¿Qué pasó con la música?
Lo que yo deseaba con el alma era ser directora de orquesta, ese era mi sueño. Pero para ser directora de orquesta, bueno, era complicado. Al final dejé, no tenía plata, había vivido años en pensiones y ahí era imposible estudiar; ni siquiera tenía el instrumento, tenía una flauta de mala calidad que me prestaban. Tampoco tenía piano, desde ya, y había que estudiar piano, y para eso había que alquilar una sala. Me dedicaba a sobrevivir; trabajé en tribunales, en un estudio jurídico, hice liquidaciones, después en un estudio contable. Hice un año y medio de bibliotecología, también, pero al cabo de ese período no di más. Era demasiado. Todo era muy hostil. Había empezado terapia, ya vivía en la pensión de Lita, y un sábado me quebré y me tomé todas las pastillas que tenía. No quería saber más nada. Se juntó todo: la desaparición de Victoria, el vínculo difícil con mi papá, la cárcel de mamá, la relación con mis hermanos, gente que en Roca cruzaba la calle para no vernos. Y el hecho de que hasta entonces yo no le había dicho a nadie que era gay. Durante los 80, salvo en determinados ámbitos colectivos, transgresores de por sí, la homosexualidad se vivía igual que una tortura. Esto de que para mi papá yo era el varoncito, sumado a la circunstancia de que la feminidad siempre había pasado por Victoria, creo que fueron dos condicionantes; fue más bien la idea de cómo iba a vivir de ahí en adelante con mi identidad sexual.

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¿Cómo siguió ese día?
Primero sentí que algo estaba mal, porque me había tomado todo lo que tenía y no pasaba nada. Quise llamar a Juana, mi analista. No había teléfono así que me fui a lo de Chicha, que vivía a cinco cuadras. A partir de ahí sólo tengo recortes, fragmentos. Lo que me contaron. ¡Qué hiciste!, me dijo cuando abrió la puerta. Me acuerdo que me llevó a su habitación, me metí en la cama. No sé cuánto habrá pasado hasta que llegó Juana. Se acerca, se sienta en la cama y me dice “Bueno, Fernanda, te voy a internar”. “Bueno”, le contesté. Yo creo que en los suicidas el propósito no es no querer vivir: el tema es que no duela más. Es la angustia. Es tener un adoquín apretándote el pecho 24 x 7. Es todo el tiempo respirar con esfuerzo. El dolor físico, y el dolor psíquico. Pude salir adelante porque vivía en la pensión de una mujer como Lita, porque después de eso me fui a vivir con Chicha, porque Juan Manuel luchó para que papá cubriera lo de la clínica, que era un montón de plata. Me visitaba Adrián Álvarez, el reconocido fotógrafo de Roca que murió en 2021, que era pareja de María Inés. Me ayudaron mis amigas. Mi papá, en este sentido, más allá de ese aporte, no apareció ni en ese tiempo ni en ningún otro. Nunca me preguntó nada. Lo que hizo mamá mientras estuvo casada con él fue contenerlo. Él se divorció de ella de una manera tan, pero tan absurda. Mamá contaba que una vez ella fue a la casa de los suegros, con papá todavía eran novios, y mi abuelo paterno le dice: “¿Ah, usted es la novia del loco?”. Papá empezó a desmejorar alrededor del 93, mientras vivía en Chile. Hasta que un día tuvo un brote. Algo neurológico, me dijo una médica, probablemente vinculado al alcohol. En esa época volvió a Roca, anduvo unos meses por acá; se aparecía en la librería, trataba de volver a conquistar a mamá. Una tarde pude reunirme con él en una confitería. Por qué había sido así, le pregunté, por qué había hecho las cosas de la forma en que las había hecho. “Me equivoqué”, dijo, un poco escuetamente. “Tomé muchas malas decisiones”. Murió en 2001. Tenía 72 años.

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¿Pudiste hablar con tu mamá después de la internación?
Me internaron un sábado y mamá llegó el lunes. Juana me había pedido que la viera. Lo de mi identidad sexual no se nombró, a pesar de que estaba ahí, en el aire. Mamá se adelantó y, en nombre de distintas cuestiones, seguramente, que incluían a papá, la desaparición de Victoria, dijo que ella en su vida había tenido que armarse una estructura para poder seguir viviendo y no morirse; que había cosas que no las podía pensar dentro de esa estructura. “Perdoname”, me dijo, “pero hay cosas que yo no puedo”. Yo no hablé; tenía una bronca infinita con ella porque cuando mis viejos se separan nos abandonan; mi viejo porque no pagó la manutención, y mi vieja porque ella se había casado para toda la vida, pero le patearon el tablero y tuvo que encorsetarse para seguir adelante. Yo no tendría que haber salido a laburar a los 12 años, ni María Inés, por el simple hecho de que mamá no estaba dispuesta a pelearse con papá. Con el tiempo la comprendí, pero en aquel entonces la sensación era de abandono. Porque no es que yo cuidaba chicos para mis gastos: cuidaba chicos para darle la plata a ella, para comida, para vivir. En general yo heredaba ropa de mis hermanos. La única vez que tocamos el tema, de verdad, fue después del 86, en mi primera vuelta a Roca. Me había ofrecido que fuéramos socias en la librería. Un día nos quedamos después de hora. De repente la escucho. Me dice que no estaba de acuerdo con mi estilo de vida, que era doloroso porque iba en contra de lo establecido, que no iba a tener hijos. Que no iba a ser feliz. “Mirá”, le dije, “que no voy a tener hijos, no lo sé. Vos elegiste casarte con un tipo que estaba loco. Y lo elegiste por amor. Y no va que el loco veinte años después se vuelve loco de remate. Yo no te puedo garantizar que voy a ser feliz o infeliz, no te puedo garantizar nada. Lo único que te puedo decir es que yo no quiero joderte”. A partir de esa charla empezó a reconocer quiénes eran mis amigas, quiénes eran mis parejas; las reconocía, y las trataba como tales. Y tenía buen trato con ellas, salvo que me viera sufrir. Ahí se ponía tensa. Pero yo nunca la forcé, es como que hicimos un pacto de no agresión. Hizo lo que pudo la vieja.

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En el 92, después de seis años en la librería, volviste a Capital Federal. ¿Por qué?
En parte porque había fracasado la propuesta de mamá de ser socias (ella siempre dijo que yo entendí mal, pero no). Además me sale una oportunidad en la universidad de General Sarmiento, como secretaria del rector. Tenía ganas de reencontrarme con Buenos Aires. Volví a Roca de manera definitiva en 2003. En el medio trabajé en editoriales, distribuidoras; primero como corredora, después como asistente de ventas, al final como jefa de ventas. Para eso no me sirvió tanto lo de bibliotecología sino la experiencia en la librería, con mamá, y fundamentalmente ser una lectora. Yo no tendría una librería si no fuera con esta impronta que le dio mi vieja. Es un trabajo que me encanta, no podría hacer casi ninguna otra cosa.

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¿Qué encuentra alguien que visita Quimhue?
Yo te vendo un libro si el libro me gustó. Si viene alguien a comprar un libro que a mí no me gustó y no me pregunta, no le digo nada; si me pregunta, entonces trato de darle otras opciones. Y no soy la única, conozco muchos libreros así. Pablo Pazos, en Capital Federal, para mí es una referencia ineludible. Las editoriales independientes, por ejemplo, para la distribución se han agrupado en distribuidoras de lectores. Pensemos en La Coop, son lectores. Big Sur, Carbono. Si les contás cómo es la librería ellos pueden entender qué libro te va a servir y cuál no. Y te ayudan, son honestos. Jorge Waldhuter, por ejemplo. Hay un circuito así, hay libreros más jóvenes, serios, que se han formado en diferentes lugares. Y no son vendedores, son lectores que venden libros.

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¿Cómo fue la llegada de Quimhue a las redes?

Tiene que ver con una reciprocidad, una comunidad que ha ido ampliándose, clientes que son amigos y amigos que son clientes. Vanesa, una clienta que se había ido a vivir a Ecuador, andaba con su familia de visita por el Alto Valle y justo cae la pandemia. En ese período me propone que abra una cuenta en Instagram, le digo que sí y se pone a trabajar en las redes inmediatamente, casi en simultáneo con el comienzo del aislamiento. Me enseña, también. Diría que fue ella, terminó dándole vida. El Club de lectura fue posterior, nació en diciembre de 2021 por una idea de la periodista Verónica Bonacchi. Hace muy poco no nos quedó otra que suspenderlo de forma momentánea, obligadas por la situación económica, si bien vamos a mantener el newsletter. La respuesta de la gente fue bárbara, llegamos a tener 85 suscriptores. Mi aporte, creo, fue cierta capacidad, o experiencia, para identificar a un lector intermedio; no el exquisito, ni el snob, ni el especialista, sino esa franja de lectores comunes que son un poco curiosos; proponemos libros que estén bien escritos, es una condición, y que a pesar de que el tema o argumento sea duro, no dejen de ser amables con el destinatario. Creo que con Verónica hicimos una excelente combinación, ella es una muy buena lectora. Nos ha pasado de mandar varias primeras novelas de desconocidos, que nos parecían interesantes, y tener una excelente recepción. Y de que esto conviva con propuestas como La carretera, de McCarthy, o Una mujer, de Ernaux, una obra que ofrecimos gracias a que el año pasado la autora ganó el Nobel, y que debido a esto se hizo una edición argentina que pudimos pagar.

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¿Cómo te llevás con la edad?
Me jubilé. Cuando cumplí 60 no me preocupé, pero dije “puta, antes de ayer cumplí 40”. Es decir que pasado mañana voy a cumplir 80. Tengo ganas de encontrar a alguien que quiera aprender a ser librero; debería ser un lector, alguien curioso; lo más lindo de la librería es atender a los clientes, sí, pero esa persona también debería entender que en el medio del placer hay que limpiar estantes, la vidriera, ubicar las novedades, abrir y cerrar cajas, discutir con editoriales, controlar facturas. Me veo queriendo que la librería le quede a alguien. Que siga, aunque yo no labure. Que no cierre, que no se pierda Quimhue. Que no se convierta en un comercio.

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¿Quién era Bocha Salgado, en pocas palabras, para el que no la conoció?
Una librera autodidacta, una lectora notable. Pésima para el comercio. Una mujer de una discrecionalidad apabullante; no sólo conmigo y con mi identidad sexual: con todo el mundo. Nunca dijo algo de las parejas de sus hijos, a nadie, ni siquiera a nosotros. A mi casa llegaba una carta para alguno de los hermanos y la carta estaba cerrada. Nunca fue una depresiva. Tenía una capacidad de adaptación, y de encontrarle a lo malo lo mejor. Le llegaban bolsas de ropa para la iglesia, por ejemplo, y había una primera revisión que era para nosotros. Yo debía tener 13 o 14 y un día se aparece con un pulóver nuevo para mí. Me quedé asorada. “Es que ayer me dijiste ‘nunca tengo ropa nueva’”. Era una mujer con un disfrute por la belleza, por la contemplación, por las flores, los aromas. Disfrutaba, realmente. Con todo lo que le pasó.

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¿Qué te falta en la vida, hoy, exceptuando las cosas con las que uno aprende a
convivir?

Una compañera o compañero que me ayude a cortar el pasto, a arreglar cosas, a esperar que venga el plomero. Alguien que me espere con la comida. Necesito ese tipo de compañía. Creo que con el tiempo me he ido definiendo cada vez más hacia cierto lugar. Y si esto es así, ese lugar no podría ser otro que el del afecto. Pero mi vida no es mala, es una vida buena. Yo no sufro. Me entristece que no esté mi mamá, me entristece que no esté mi papá. Me entristece que no esté Victoria. La muerte de amigos me entristece. Pero tengo una vida buena.

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Producción fotográfica: Germán Raiteri

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El lugar del afecto

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Llegué al Alto Valle después de un viaje de veinte horas. Le había pedido muy especialmente a mamá que esta vez no le avisara a papá que iba a visitarlos. Quería sorprenderlo. Apoyé el bolso en el umbral de la entrada, y un segundo antes de que tocara el timbre papá abrió de repente. El impulso que traía se interrumpió en el acto, lo mismo que si lo hubieran frenado de atrás, tomándolo del buzo. Se notaba que tenía la cara recién lavada; llevaba ropa deportiva, la que solía usar los fines de semana. Se adelantó para saludarme, imaginé que para darme un abrazo. Pero no llegó a hacerlo; se quedó inclinado un instante, la vista en el suelo, como si el bolso de por medio fuera un impedimento insalvable para lo que quería hacer.

Levanté el bolso, le di un beso a papá. Él me puso una mano en el hombro; viniste, dijo; pasó delante de mí y siguió a la camioneta, estacionada al frente de la casa.

—Entrá el bolso y vení conmigo.

—¿Ahora?

No contestó.

—Pará —le dije—, ¿adónde vas?

—Dale, dale —insistió mientras abría la puerta—, vamos. Guardalo que te espero.

Subió a la camioneta y la encendió, sin darle tiempo al indicador diesel.

Entré a la casa, dejé el bolso en una habitación. Mamá todavía estaría durmiendo.

La caja de la camioneta iba cargada con algunos cacharros, caños viejos, bolsas de consorcio llenas de hojas. No bien abrí la puerta del acompañante sentí el perfume de un jabón conocido, uno que mi abuelo paterno había usado toda la vida, y que desde hacía unos años había empezado a usar papá. En el asiento de atrás llevaba su maletín de médico. Le pregunté a dónde íbamos; a dónde tenía que ir él, mejor dicho, pero papá acababa de prender la radio y, al tiempo de que pasaba de primera a segunda, buscaba una emisora local. Ese jabón se comercializaba desde 1904, los fabricantes querían llevar el aroma de unos campos de España a todos los hogares del mundo. Me acordaba bien, porque el día que vi ese jabón en la casa de papá busqué la historia de la marca en Internet.

—Bueno —dijo—, y qué te pareció la gran obra, ahí en la entrada.

—Qué gran obra.

—¿No viste en el micro, cuando pasaron para la terminal?

—No —le contesté—, no vi nada.

—¿Nada miraste?

Le dije que venía dormido.

—Si el chofer no me despertaba en la terminal —le aclaré—, seguía de largo.

—Ahhh —dijo—, una vez que nuestros políticos tienen un gesto, una cortesía tan grande… Ahora vas a ver.

Llevó la camioneta en segunda, con el motor cerca de las cuatro mil revoluciones, algo animado por lo que se disponía a mostrarme en la entrada a la ciudad. En las esquinas, en lugar de aminorar por el declive de las calles, mantenía la misma velocidad, y cada vez que las ruedas pisaban las juntas de un cruce pegábamos un salto. Dobló en la avenida principal, que en el extremo sur desembocaba en la ruta, y, siempre en segunda, aceleró a sesenta.

—Dale —traté de sonar entusiasmado—, poné tercera nomás.

—¿Por? —dijo.

—¿No lo sentís forzado el motor?

—¿Querés que vaya regulando? —me contestó.

—No, tampoco regulando. Decía, por cómo se escucha.

—Un vehículo —empezó a decir— tiene que andar en las tres mil quinientas vueltas. Es lo óptimo. Hasta cuatro mil, en cualquier marcha. Más un motor grande, como este. Te quedás sin reacción, si no.

Dos cuadras antes de llegar me di cuenta de que la rotonda que empalmaba con la ruta había desaparecido: en su lugar, perpendicular a la avenida, lo que se veía era un frente de hormigón.

—¿Ves? —dijo papá. Hicimos la última cuadra más despacio, y entonces llegamos al final de la avenida: vi que el frente era una muralla, una verdadera muralla de unos diez metros de altura. Papá arrimó la camioneta al cordón, dejó el motor encendido; miles de toneladas de concreto se extendían unos trescientos metros, tanto a izquierda como a derecha, en la misma línea de la ruta que siempre había delimitado el casco urbano del sector de chacras, de los álamos, de los frutales al alcance de la mano.

—Y esto —dije.

—La elevaron —dijo él encimado al volante, sin quitar la vista de la muralla. Se veía expectante, algo inquieto. Había largado con eso de la gran obra, la cortesía de los políticos; y aunque el sarcasmo era su manera clásica de iniciar una charla, de apurarse a fijar su posición resguardándose en el humor, algo en sus gestos, en su tono y sus movimientos, me transmitía que esas palabras, tal vez, podían haber sido más que una ironía—. Elevaron la ruta —siguió—, ¿te das cuenta?

De pronto no quise averiguar si la obra le parecía una monstruosidad. A lo mejor él le había encontrado el lado positivo, el orgullo del progreso, por ejemplo, y no quería dejarlo en claro hasta saber mi opinión. Me limité a decir “qué bárbaro”.

En la radio sonaba una cumbia. Papá subió el volumen, aceleró, pegó un volantazo para doblar en U y agarró otra vez la avenida, en dirección al norte. Un auto que venía por una calle transversal clavó los frenos, justo a tiempo, a dos metros de nosotros. Nos tocó bocina. Papá bajó la ventanilla, y mientras aminoraba la marcha sacó la cabeza y balanceó la mano, de frente al conductor del auto, del modo en que lo haría una reina de la belleza desde una carroza. En la cuadra siguiente, dijo:

—Dicen que el dueño de las canteras con las que hicieron esa brutalidad es el gobernador, andá a saber. Estos hijos de mil puta.

Estuve unos minutos callado. Papá seguía el ritmo de la cumbia con golpecitos sobre el volante. Por fin había pasado a tercera. Yo no sabía adónde íbamos, pero ya no me importaba; me había quedado con la sensación del giro brusco en la avenida, la burla al tipo del auto. Mi hermana y yo no tendríamos ni diez años; era verano, y él había entrado a la casa como un vendaval. Algo había sucedido en la plaza del centro. Algo impresionante, nos decía mientras nos llevaba al auto: algo que tienen que ver. Pero qué es, le preguntábamos en el camino, con un grado de curiosidad que si nuestras miradas se encontraban, la de mi hermana y la mía, nos empezábamos a reír. Ahora van a ver, nos decía. Una cantidad de gente reunida en la esquina de la plaza. Cerca de la gente, un patrullero. Papá estacionó. Caminamos por el medio de la calle, tomados de su mano. Pasamos delante de una ambulancia; las puertas de atrás estaban abiertas; en el techo, las luces de emergencia daban vueltas sin sonido. Seguimos hasta el círculo de gente. Uno de esos jeeps descubiertos había chocado con un auto más grande. Un Falcon, dijo alguien. Debajo del jeep había un hombre muerto. No tenía ni veinte años, nos dijo después papá. Se le veían las piernas y un poco más arriba de la cintura. De una de las ruedas sobresalía un charco de sangre. Pobre ángel, dijo una mujer. La cabecita, murmuró otra. Son los sesos, escuchamos que dijo un hombre. Nuestras miradas volvieron a encontrarse, la de mi hermana y la mía, esta vez en el silencio, las franjas rojas de la ambulancia alumbrándonos las caras.

—Eso es lo que pasa —nos dijo papá a la vuelta— cuando uno no lleva puesto el cinturón de seguridad.

Recorrimos la avenida hasta el otro extremo, el de la zona de bardas. En la bifurcación que llevaba al cementerio papá tomó a la derecha, hacia el parque industrial. Pasamos por el frente de varios galpones, y una vez que los dejamos atrás me acordé de lo que llevábamos en la caja: me di cuenta de que estábamos yendo al basural. Papá estacionó en el centro del predio. Me subí a la caja y desde ahí fui pasándole los caños, las bolsas con hojas, más otros bártulos que no había distinguido antes de salir de la casa y que él llevó hasta una montaña de cubiertas de camión, donde se quedó hurgando un rato. Cuando volvió a la camioneta traía una soga, un pedazo chato de hierro, quizás de un viejo machete, y un pie de madera que habría pertenecido a una silla giratoria. Al igual que lo del jabón, yo siempre había creído que su interés por las cosas viejas era otra de las cuestiones que lo conectaban con su padre, un asturiano de manos gruesas y costumbres sencillas, muy sensible a la fe, que había llegado al país escapando de la guerra civil. No bien estuvo en Buenos Aires empezó a trabajar en la librería de un hermano, a pesar de que lo hacía dormir en el mostrador. Muchos años después el abuelo dejó su vida en la capital —su vida licenciosa en la Avenida de Mayo, se reía papá— y se instaló en el Alto Valle, cerca del río Negro, donde abrió una librería y papelería en la que podía encontrarse desde novelas y partituras de piano hasta juguetes, acordeones, tinteros involcables, tabaco.

A la salida, en lugar de regresar al parque industrial y de seguir hacia el casco urbano, para retomar la avenida y volver a la casa, papá agarró para el otro lado, en dirección a un pueblo cercano. Me contó que tenía que ver a Torres, un anarquista, compañero del tiempo en que hacía política. Se habían conocido en la adolescencia, cuando lanzaban bombas molotov a la policía. Yo no lo veía desde hacía por lo menos quince o veinte años, o un poco más. Papá dijo que Torres estaba muy enfermo, que necesitaba morfina.

—Qué tiene —le pregunté.

—Cáncer de estómago.

Del campo donde almorzábamos los domingos, cuando yo era adolescente, no quedaba ni rastro. Ni los árboles, ni los animales, ni el quincho donde Torres y su familia hacían todo tipo de preparaciones caseras. Bajamos de la camioneta. El horno de barro, quebrado, lleno de agujeros, como si alguien le hubiera entrado a mazazos. Cerca de ahí, desperdigados en el suelo, algunos lamparones de hojas quemadas todavía echaban humo. Ya era cerca del mediodía, el cielo se había nublado. La mujer de Torres nos recibió con mates, el agua estaba a punto. Después del primero trajo una fuente cubierta con un repasador y la colocó sobre la mesa. Eran tortas fritas. Quedate, me dijo papá, y siguió a una habitación. Me quedé con la mujer en el living, por supuesto, por qué iba a hacer otra cosa si era un automatismo, un acatamiento que yo, delante de él, siempre había sentido en mis actos, a partir de la noche que salió por cigarrillos pero volvió al minuto, más bien irrumpió y nos ordenó el maletín, rápido, al bar de al lado. Pero qué, alcanzó a decir mamá, que miraba televisión, yo hacía unos dibujos, mamá, ahora, interrogante, presa del estupor, y entonces él gritó borrachos, una puñalada, ¡son sordos, ustedes!, gritó, como para despabilarnos pero como si el grito, además, condensara una furia, la deslealtad de nuestra vacilación. Ahora mismo, dijo papá, sin preguntasNo, sin preguntas, volvió a gritar, y salió.

La mujer y yo escuchamos unas palabras, hablaban en murmullos, y enseguida un quejido largo y agudo. Su padre es un hombre bueno, me dijo la mujer. Le sonreí. Un rato después estábamos afuera, despidiéndonos, cuando se largó a llover con fuerza. La mujer, indiferente al agua que el viento ya arremolinaba sobre los tres, retuvo a papá un instante, le tomó la cara con las dos manos y lo besó en la frente. Gracias, doctorcito, le dijo.

Más que lluvia era un diluvio, el limpiaparabrisas no alcanzaba a quitar el volumen de agua. Supuse que íbamos a hacer el trayecto inverso —habíamos estado alejándonos hacia el este; detrás del casco urbano, primero; más adelante, por caminos de la periferia—, pero cuando dejamos el pueblo de Torres papá lo hizo en dirección al sur, por una calle de tierra. La tormenta aflojó veinte minutos más tarde, al menos en ese lugar. Entonces, por el sur, aparecimos en el asfalto, en la ruta flanqueada de chacras que iba a la ciudad. Varios kilómetros antes de la obra elevada nos detuvo un control: papá se había dejado el carnet en el auto de mamá.

—Les voy a pedir que desciendan, por favor —dijo el agente.

—Qué necesita —dijo papá.

—Por favor, caballero.

—Si no me dice qué quiere… —insistió papá.

Me dio la impresión de que él siempre se había sentido orgulloso de ser así, como si buena parte de su temperamento fuera producto de un coraje que los demás no teníamos, y que lo llevaba a querer salirse con la suya de forma sistemática, y a desafiar cualquier forma de autoridad, a reaccionar contra cualquier argumento que pusiera en entredichos sus palabras.

—O desciende o pido apoyo… —seguía el agente.

—Dale, bajemos —dije.

Papá me hundió un dedo en el brazo.

—Vos te quedás acá arriba y no hablás.

Cuando yo era chico le tenía terror a sus gritos, y a su mirada. En esa época él rompía toda clase de cosas. Dijo algo que no alcancé a escuchar, el agente lo miraba, el discurso que se venía me cruzó la cabeza de principio a fin: un cabo —o ni eso: un simple cadete con la gorra torcida— dándole órdenes nada menos que a él, que había perdido a tantos compañeros. No le pedía permiso a los milicos te voy a pedir permiso a vos, microbio. Pero en lugar de eso, sonriendo, papá caminó tranquilamente a la banquina, el agente detrás de él, y, como si se tratara de un amigo, le apoyó una mano en el hombro y empezó a hablarle, despacio. Dos minutos después estábamos en la ruta.

—Qué le dijiste.

—La verdad.

—Qué verdad.

—Que mi hijo recién llegaba de viaje y me estaba acompañando, que estaría cansado. Si hacía una excepción.

En ese momento se largó a llover otra vez; una lluvia constante pero menuda, con menos intensidad que la anterior. Me quedé mirando por la ventanilla, en silencio, tratando de alejar cada una de las cosas en las que había pensado según pasaban las tranqueras, la extensión de los terrenos, la prolija alineación de los ciruelos, de los manzanos. El cielo había tomado un tono ocre, ambarino, producto de la tormenta que se veía en el horizonte. Ese tipo de luz ponía de relieve facciones de mi papá que yo no recordaba, el reflejo de ciertos contornos, líneas más nítidas de su perfil; o tal vez era la forma en que los años habían moldeado sus rasgos, los gestos, los surcos del pelo hacia atrás, un poco más blanco, el mentón ligeramente irritado por una afeitada reciente. Quizás, detalles que veía por primera vez, el resultado de un proceso que se me había pasado de largo.

Le di una palmada en la pierna y le pedí que frenara en la próxima estación de servicio; bajábamos un rato, descansábamos, nos tomábamos un café. Pero apenas lo dije sentí que ya estaba aguantando el aire, como si necesitara ponerme a resguardo de su tono, de la inminencia de sus próximas palabras. Una fuerza implacable, más poderosa que todo el cariño, que jamás me iba a permitir llegar a él.

No bien estacionó le pedí que mejor trajera los cafés; yo quería ver algo más allá, cerca de unos álamos. Caminé hasta una acequia. El sol que pasaba entre las nubes permitía ver la trayectoria de la lluvia, la inclinación con la que iba a dar a la tierra. Miré hacia la camioneta. Ahí estaba él, de regreso, con un café en cada mano. Esperándome. Su viejo rostro conocido detrás de esa cortina fina que rayaba el aire.

Me di vuelta, hacia los frutales. Imaginé el perfume que tendrían en esa época del año, al otro lado del alambrado. Tan cerca de mi padre y de mí.

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Pablo Delgado / @pabloldelgado

Córdoba, 1978. Escritor y corrector. Creció en General Roca. Estudió comunicación social en la UNLP, más adelante se formó con Liliana Heker y Pablo Ramos en la ciudad de Buenos Aires. Ha publicado cuentos, crónicas y entrevistas en diversos medios. Entre 2016 y 2019 coordinó el ciclo de lecturas “Bienvenido, Bob”. Es autor de un libro de cuentos que permanece inédito, y coautor, junto a Carlos Pablo, del libro testimonial Por siempre Facu. Actualmente vive en Roca, donde coordina talleres de narrativa para jóvenes y adultos.

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