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A Jorge
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Los juguetes a cuerda gustaban a Meneca desde niña. En especial, los musicales. Tendría unos diez años cuando tuvo su primera caja de música. El sonido metálico contenido en su interior le resultó fascinante y misterioso. La madre le enseñó a girar la manivela con cuidado para evitar que la cuerda se cortase.
Esa mañana, mientras revolvía el ropero buscando quién sabe qué, vio, al fondo de un estante, el móvil musical con conejos de colores para armar sobre la cuna. Ahí seguía, aún en su envase original. Quiso continuar con lo que estaba, pero una fuerza desconocida la obligó a sacarlo del ropero.
En su adolescencia, un alhajero con fondo removible le había permitido conocer los mecanismos de las cajas musicales: el cilindro con las notas, el peine, los engranajes. Luego vinieron otros: el oso de peluche con el “Para Elisa”, de Beethoven; la muñeca del peinetón con su vestido español: lunares negros sobre fondo rojo. La recordó girando incansablemente sobre sí misma al son del tema de Lara, de Dr. Zhivago. Pensó en el amor entre Julie Christie y Omar Sharif. Y recordó también a Romualdo, su eterno enamorado, que había despachado esa muñeca desde Cádiz. Cruzó de un lado al otro del Atlántico con el impulso del amor. Pensó en su maldad cuando por pura diversión le negó haberla recibido. Volvió a reír por dentro imaginándolo ventanilla tras ventanilla reclamando inútilmente la encomienda.
Meneca era la hija única de una madre viuda. El padre había muerto joven, de modo repentino. Su madre la había criado consentida, entre algodones. La había cuidado como a la cuerda de una cajita musical: consideraba a la hija su obra máxima y nadie sería jamás lo suficientemente bueno para ella.
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La primera vez que algún joven visitaba a Meneca, la madre simulaba agrado, pero en las siguientes visitas comenzaba a resaltar los defectos: “Sí, es agradable, pero viste que su conversación no es interesante…”; “Es un poco corto, me parece que no tiene iniciativa”; “Definitivamente no es para vos, nena”, concluía.
Romualdo la amaba visceralmente, pero ella sólo lo quería como pasatiempo. Y para mostrar que tenía un pretendiente, sí. En el fondo, lo despreciaba. Entre otras cosas, le molestaba su vestimenta: camisa blanca Lavi-Listo, pantalones negros de sarga, zapatos de suela acordonados. Igual que un viejo. Nunca unas zapatillas deportivas, nunca un jean gastado o una chaqueta cazadora. Además, ¿cómo podía alguien llamarse Romualdo?, ¿cómo era posible que le hubiesen elegido un nombre semejante? Pero lo más desagradable para ella era su cara de búho: frente amplia por calvicie incipiente, cejas espesas en ángulo pronunciado, ojos negros de mirada penetrante y nariz aguileña. Era un buen tipo, Meneca lo sabía. Pero la cara de búho era difícil de ignorar. Como un búho, parecía tener poderes sobrenaturales. Era capaz de detectarla donde fuera que estuviese, lo mismo que un radar… Aún cuando Meneca se esforzase en no dejar pistas, él podía encontrarla en los lugares más recónditos. Parecía olfatearla.
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Cuando la madre de Meneca murió, él aprovechó la ocasión. Ella lo dejó hacer, necesitaba compañía para atravesar el duelo. Hasta estuvo a punto de aceptar su propuesta matrimonial, pero, ¿cómo compartir sus días, su cama con un búho?
Armó la estructura del móvil. No supo dónde atornillarla. El borde de una antigua mecedora le sirvió de apoyo. Uno a uno fue colgando los conejos. Con cada uno derramó una lágrima. Entonces, con muchísima cautela, hizo girar la mariposa de la cuerda. Al compás de la canción de cuna, los conejos comenzaron a moverse. Los miró girar sobre el inmenso vacío.
Una vez había habido un niño. Un bebé nacido por descuido. No había tenido el valor de abortarlo. Su madre, desde el cielo, se lo hubiese reprochado. Lo tuvo en brazos ahí mismo, como a un objeto, en el sillón vienés donde hubiese debido amamantarlo. Lo meció, lo alimentó con biberón, pero no pudo amarlo: veía en su cara el rostro del padre.
Una mañana, el pequeño búho no despertó. Lo sacudió, lo miró espantada.
Muerte en la cuna, dijeron en la guardia.
Meneca desarmó el móvil, volvió a ponerlo al fondo del estante. Tarareando el tema de Lara, siguió revolviendo el ropero.
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