Las manos en el barro

Por: Cecilia Rayén Guerrero Dewey

A Luis María Ricciuto en Aluminé, una localidad al sudeste de Neuquén, cerca de la cordillera, le dicen Titi desde pequeño. La comunidad mapuche lo considera de los suyos, entonces es el peñi Titi. Como Drag Queen su nombre es Oxiura Mallman. En la comparsa supo ser el dios africano Xangó. Su apellido se asocia más a los cargos públicos que ocupó en la provincia. Este perfil, que muestra las múltiples formas de asumir la identidad, ganó la VI edición del Concurso Crónica Patagónica. 

Un tocado de rosas artificiales compradas en Once; el vestido blanco con flores rojas como bocas recién pintadas; el kimono: negro y de seda; los tacos altísimos, brillantes. Oxiura Mallman está sentada en el living de Susana Giménez, acaso la reina de la televisión argentina. No está sola, sino con otras hermanas Drag Queens con las que hace algunos días grabaron la apertura del regreso de la diva a la pantalla. Susana pidió explícitamente que se las invitara a la primera noche y ahora están en vivo frente a todo un país. Es un triunfo, lo sabe cada una en su intimidad. Todo es una fiesta. Un rato antes, en camarines, cuando se terminaban de maquillar, la mega estrella mundial Xuxa, les golpeó la puerta para pedirles una foto. ¡Si son ellas las que siempre la admiraron! Y  entonces las risas, los nervios, la emoción.  

Del otro lado de la pantalla, en el centro oeste de Neuquén, allá por Carri Lil, en la cuenca del Ruca Choroy, Luis Fernando Pellao escucha hablar a Oxiura en la tele y dice: “Pero si ese es el peñi Titi”.  Entonces agarra emocionado el celular, se apura en salir de la casa y sube corriendo la loma de atrás para conseguir señal y llamar al hermano Titi Ricciuto.  

Oxiura no responde, imposible. 

—Susana, te pido un beso para Aluminé que es el pueblo donde yo vivo, está toda la gente  mirando.  

—¿Dónde es Aluminé?—dice la diva fresca y genuina. 

—Aluminé es en Neuquén, en la cordillera. Con la nieve, con las estufas prendidas te están mirando —responde Oxiura moviendo sus manos de un lado al otro como una emperatriz de  juguete. 

—¡Ay mi amor! Les mandamos un beso enorme a todos. 

Es 2011 y es la primera vez que Luis María Ricciuto, Titi, le dice a Aluminé que a la noche es Oxiura Mallman. En ese momento no lo piensa, lo sobrepasa la emoción de estar en la tele. Pero cuando sale del canal, encuentra en el celular cientos de mensajes y llamadas perdidas de sus vecinos, entre ellas la del peñi Pellao. Lee con atención. Hay un mensaje que particularmente lo hace sonreír: “Amigo Titi ¿está con la Susana Giménez? Háblele de mí”, le dice un paisano. Todas son felicitaciones, gestos de cariño. Nadie lo juzga, entonces respira.

Se ve en lo profundo

Unos meses después vuelve a Aluminé. Las piernas le tiemblan, es la primera vez que va a mirarlos a la cara después de semejante exposición. El pueblo sigue igual: las casas bajas, las calles de tierra, los frentes de piedra laja, el eco de los encuentros al mediodía en la plaza principal, el cielo celeste limpísimo, los pocos autos circulando a paso de hombre. Todo sigue su curso como el río, transparente, casi brillando entre los cerros de la pre cordillera. Aluminé. Olla reluciente, luz, donde se junta el viento blanco, reflejo de luz de la luna, se ve en lo profundo. Sabe que su pueblo encierra todos esos significados: depende de quién lo nombre. Desde chico le gusta jugar a desenredar las palabras. 

De esas cosas habla con Lili Horst, su amiga antropóloga. Los presentó su hermana cuando Titi apenas dejaba la infancia y la conexión fue inmediata: el lenguaje común de querer comprender. A ella le compartió sus primeras preguntas sobre la naturaleza y la humanidad, sobre lo que no se ve, los pequeños y grandes interrogantes de todas las cosas, y que ella tan atenta escuchó con asombro y cariño por ese adolescente único al que quiso de inmediato y aún quiere como a un hijo.

No se anima a salir solo, ahora las preguntas caen sobre él, entonces va a buscar a Lili y le pide que lo acompañe, que caminen juntos. Salen rumbo a la Biblioteca Popular Juan Benigar de la que ella es directora. Atraviesan cuadras enteras, el pequeño centro cívico, el frente de los almacenes, la plaza central. Van tomados del brazo. Deben detenerse varias veces para que Titi salude a la gente. Él va con su sonrisa inmensa, sus ojos de asombro y esos modos un poco aniñados, un poco torpes que tiene cada vez que no es Oxiura, sino un peñi, un hermano más. Las horas pasan, los miedos se diluyen. Es más fácil ver en lo profundo: está en casa.

Cantar a las vacas

Antes, muy lejos de Aluminé hubo un primer cielo y otras tardes.

Luis María Ricciuto nació en Bolívar, provincia de Buenos Aires en abril de 1976.  Su mamá y su papá le empezaron a decir Titi en forma cariñosa cuando era un bebé.

Allá en la infancia la casa está en silencio y las puertas cerradas. Titi busca en la cómoda de su mamá el camisón y se lo apoya sobre el cuerpo para comprobar que le quede, luego saca un corpiño de encaje y dos pares de medias para rellenarlo. Levanta la mirada como intentando escuchar algún sonido. Nada parece moverse en la siesta de Bolívar. Se apura en probarse todo: el camisón le llega hasta los tobillos y si lo abre parecen alas, si lo abre parece que puede volar. Busca los zapatos de suela de corcho de la tía Suni que guardó a escondidas en la mesa de luz y se sube a ellos con las medias de algodón puestas. Mira el reloj de la pared. Revisa las cosas que hay en la mesa y encuentra un delineador de su hermana. Sin quitarle la tapa, dibuja una línea sobre las pestañas. En ese pequeño instante de soledad frente al espejo, seguro y elegante sobre los tacos, antes de que alguien rompa el silencio, antes de volver a convertirse en lo que los otros quieren que sea, se siente poderoso.

Otras siestas, va a visitar a las vacas del campo de al lado. Lo miran con los ojos redondos, perdidos, como si fuese transparente. Les habla, les cuenta sus secretos y hasta hay tardes en que se pone la remera en la cabeza como si fuese una cabellera larga y espléndida y con un micrófono imaginario les da el show de su vida cantando Ponle agua fresca en un jarrón, la canción de Joan Sebastián que escucha cuando logra sintonizar Radio Colonia. Las vacas, incapaces de juzgarlo, son en silencio el mejor público. Y es frente a ellas, sin el terror de ser descubierto, donde construye los mejores recuerdos.

Creció asimilando que la felicidad son momentos a conquistar. Tropezó, supo mucho después, con el más temible monstruo que acecha a las infancias. Aprendió sin querer a educar su cuerpo, a percibir en la piel dónde está el peligro y dónde no. En el Parque Las Acollaradas de Bolívar, también aprendió a mirar los pájaros y el cielo, a observar su entorno, los nombres de las cosas, las formas de los árboles, pero sobre todo a respetar a los animales. Tuvo la certeza que ahí, pese a cualquier peligro, siempre estaba a salvo.

Curioso, lector, observador. Pasó de ser un niño con muchas preguntas, a ser un adolescente con respuestas para compartir.

Mujer de barro

Aluminé vino un tiempo después. A los 15 años sus padres le informaron que se iban a vivir al sur. No era un lugar nuevo para él. Su hermana se había casado unos años antes con el hijo de una familia tradicional de la zona y solían ir de visita todos los veranos. Las cosas no iban bien económicamente en Bolívar, era un mal momento para el campo. Vendieron la tierra y a los días, su papá encontró una casa en el sur para empezar de nuevo. Cuando se vende un campo, todo va a remate. Fueron días duros, Titi vio cómo su infancia se rifaba a golpe de martillo. Después, cargaron todo lo que quedaba en una casilla rodante y partieron hacia el sur.

La nueva casa lo abrazó desde el principio. En el pueblo tenía algunos amigos de sus viajes anteriores, como Lili Horst, la hija de ella, Ana Julia, y otros chicos de su edad. La tierra le ofrecía nuevas formas: el paisaje, la montaña, los sonidos, la inmensidad. Si en Bolívar los alambres le robaban el infinito a la llanura, acá había horizonte y los pájaros eran una fiesta. Poco fue lo que tardó en interesarse por el pueblo mapuche, una porción importante de los habitantes de Aluminé y no paraba de preguntar por ellos.

—Esta noche van a dar Gerónima en ATC, es la historia de una mujer mapuche —le dijo en esos días a su mamá.

La miraron juntos. Lo impactó. Era una historia atroz dirigida por el realizador Raúl Tosso y protagonizada por la artista mapuche Luisa Calcumil, que ponía en escena los desbordes en los  límites de las culturas, el avasallamiento del winka. “No quiero que me den una mano, quiero que me saquen las manos de encima”, gritaba Gerónima. Había algo de ese dolor que lo subyugaba, que podía comprender.

Movilizado por todo aquello, se dispuso a trabajar la arcilla. Nunca lo habían dejado jugar con las muñecas Barbies. Quizá por eso, dice que empezó a crear sus propias mujeres, sus chicas de barro. Pasaba horas moldeando rostros profundos, curtidos, que después podía identificar con facilidad cuando veía caminar a las mujeres mapuches en la calle. Recién empezaba, pero sus piezas eran dignas y una vecina lo invitó a venderlas en la Feria Franca, donde la gente del lugar llevaba  sus producciones.

Estaba montando su puesto cuando le pareció ver llegar a una mujer que le recordó a Gerónima con sus matras.

Se llamaba Berta, venía de Ruca Choroy. No había una edad precisa en su rostro, era una piedra sin tiempo y sin fin. Traía una niña de la mano y en la otra sus tejidos para vender. Hablaba castellano porque así eran las cosas, pero su idioma primario era la lengua de la tierra, el mapudungun y eso les enseñaba a sus hijas.

Titi se acercó y le habló. Había algo en ella que lo obnubilaba. Le preguntó varias cosas, como era propio de él, y luego la invitó a comer a su casa. La mamá de Titi cocinó cosas ricas para todos y compartieron lo que quedaba del día. Berta estaba muy agradecida por el gesto y lo invitó a visitarlas a Ruca Choroy, a no más de 30 kilómetros siguiendo el río. Semanas después convenció a una amiga para que lo acompañara y salieron a hacer dedo. Nadie iba a Ruca Choroy, la casa de los loros, territorio ancestral mapuche. Titi sí. Consiguieron que alguien los llevara unos kilómetros y después siguieron caminando.

Por entonces no había casas de cemento, era todo chaperío, retazos de madera y fogones encendidos. Fueron de rancho en rancho preguntando

—¡No! Tiene que seguir más arriba.

El de Berta era el último, allá en lo alto, humeante, sobre el bosque de pehuenes, casi tocando las nubes. Cuando lo vio llegar, Berta abrió la puerta y le sonrió. Titi entró a su casa, pero también a su corazón y a una dimensión de barro, fogón,  sopa caliente. Todo en el bosque comenzó a tener un nombre y un porqué. Le enseñó a mirar el cielo, el movimiento del lago. Le enseñó que su gente eran los escapados del ejército argentino, cuando los bajó a pólvora y muerte desde Tandil, Azul y Bolívar; que el Parque de las Acollaradas había sido un campo de batalla y entonces los pájaros no cantaban.

Su cuerpo entendió que ahí se podía habitar y la amistad de Berta se volvió hogar y refugio. Pero también el compromiso con un pueblo al que recién empezaba a conocer. Vivieron como vecinos y también como hermanos.

El nuevo inca

En tiempos de Winka Malón, la llamada Conquista del Desierto, las gentes que venían escapando del sanguinario ejército del General Roca, al llegar a la zona de los lagos Ñorquinco, Aluminé, Ruca Choroy, escuchaban al Lonko, la cabeza que guiaba la huída, decir: Pun May, se vino la noche, hora de descansar. En una mala interpretación, la zona fue nombrada Pulmarí.

Antes de que llegara el winka -el nuevo Inca- con su Estado a imponer otro orden, esas fueron zonas de crianza y pastoreo, con más de 900 años de indicios reales de vida de un pueblo sobre el lomo, con siglos de intercambio comercial hispano indígena sin la presencia del Estado; tierras del relato de la valentía de Rauquecura, el lonko de lonkos, “el más intratable y problemáticos de los jefes indios”, como lo definía The Standar, un periódico de la época, el que defendió la esencia hasta morir. Pero, desde finales del Siglo IXX, Pulmarí significó la imposición del Estado argentino, lo que implicó la derrota en términos de guerra, la resistencia en términos reales. El nuevo conquistador había triunfado y los años venideros significaron una larga etapa de despojo y humillación para el pueblo mapuche.

En 1987, a través de un decreto del presidente Raúl Alfonsín, se promulgó la Ley Nacional 23.612, y luego la ley Provincial de Neuquén 1.758, que creaban la Corporación Interestadual Pulmarí para ordenar los recursos naturales y la actividad productiva de la zona, en un compromiso colaborativo del Estado Nacional, el Estado Provincial, el Ejército Argentino y las Comunidades Mapuches. Sin embargo, lo que en apariencia significaba un alivio a la tortuosa historia de las Comunidades, no se tradujo en hechos concretos, por el contrario, terminaron empantanados en una nueva lógica del Estado y sus alambrados. Hasta que en mayo de 1995 dijeron basta.

—Paren, paren, ¿escuchan el cultrún?

Era una noche fría de otoño en Aluminé. Atrás de la oscuridad, los cerros estallaban en ocres de los ñirales. Había menos luces y menos ruidos que los que ahora tiene el pueblo. Titi salía del bar con sus amigos. “Estás obsesionado”, le dijo uno de los pibes, pero el sonido era cada vez más intenso. Después de discutir un rato, caminaron hacia esa dirección. A lo lejos, lograron ver que unas personas habían encendido una fogata frente a las oficinas de la Corporación Pulmarí. “Eran cultrunes”, dice Titi. Pero no avanzaron y volvieron a sus casas.

A la mañana siguiente volvieron al lugar. El fuego seguía encendido y había cada vez más gente. Esta vez, no dudaron y llegaron hasta la puerta.

—Esta es una recuperación territorial ¿Ustedes están de acuerdo o están en contra? —les dijo un hombre, sosteniendo la puerta de las oficinas de Pulmari.

—Estamos de acuerdo. 

—Entonces pasen.

Fueron diez días para torcer un siglo furioso. Lo que para muchos era un conflicto, para otros era un despertar, el punto final para una etapa de maltratos sin disimulo, de un proceso represivo atroz. La rebelión de Pulmarí dividió al pueblo en dos: de acuerdo, en contra. La escuela, las familias, la calle quedaron surcadas por una discusión que arrastraban de raíz.

“Titi puso el cuerpo”, dice Lili Horst. No era un posicionamiento ideológico discursivo. Estaba ahí, dormía ahí, tenía la palabra y la usaba como uno más. No era uno de ellos, pero nadie jamás preguntó nada. Había elegido un margen, quizá mucho antes. Todos los días iba a la escuela a estudiar y llevaba la discusión al aula, aunque fuera insultado por muchos de sus compañeros. Era momento de hablar del pueblo mapuche le gustara a quien le gustara.

“El Cautivo”, le decía Doña Juanita Puel, una de las papay, las ancianas de la comunidad, al único winka que sentaban a su ronda.

—Para aprender el mapudungun, hay que aprender a escuchar el mapudungung.

Titi miraba fascinado a sus chicas de barro: Doña Juana Romero, Doña Ana María, Doña Emilia Nawelcura, Doña Rosa Catrileo. De tanto escuchar, un día logró hablar.

Ahora, cuando mira atrás, recuerda la risa en el momento de mayor tensión, la risa como un escudo en esa ronda de doñas mientras afuera la policía se preparaba para reprimir y la justicia para procesarlos por usurpación.

Recuerda a Doña Rosa contar cuando llegó con lo puesto a Aluminé después de que ardieran su casa en Ñorquinco. ¿Cuántas veces le quitaron todo? En la Iglesia le dieron abrigo y alimento y entonces siempre volvió de agradecida a rezarle bajito al de arriba en mapudungun porque es el único idioma que entiende si se habla suave, fijate Titi.

Después del ‘95, se reconfiguró el territorio. El levantamiento de Pulmari fue un despertar, un momento bisagra en la vida de una comunidad entera. Los mapuches habían recuperado su voz ante una otredad, ante un Estado que desde el Winka Malón los había convertido de dueños a peones a fuerza pólvora y fuego, ante una cultura que no lograba, no podía, reconocer la raíz de su propio territorio. A partir de entonces, comenzó el verdadero proceso de interculturalidad, un proceso sin puerto, con su tensión permanente como toda identidad. En términos concretos, a partir de esto se pudieron generar políticas de diálogo con las comunidades en las organizaciones de Estado, que mucho después, en un largo camino sostenido, implicaron la creación de una escuela secundaria en Ruca Choroy, en Lonco Luan; la construcción del Centro de Salud Intercultural en Ruca Choroy; que la propia Corporación Interestadual Pulmarí tenga un presidente mapuche.

Cuando la dignidad se impuso, se hizo escuela también para Titi. Le permitió ordenar sus preguntas y salir a buscar nuevas respuestas. Por un tiempo, decidió salir de Aluminé.

Cientos de vacas

Era el año ‘96, Ana Julia, la hija de Lili, iba a estudiar psicología a Rosario y lo convenció para que se fueran juntos. 

—Titi sabía mirar más allá de las montañas —dice Ana Julia. 

Era un tiempo fresco, había logrado conversar sobre sus elecciones con su mamá y su papá. Estaba tan liviano que se llevó sólo lo importante: un par de ropas, hojarasca de Ruca Choroy, romerillo, un disco de Marité Berbel, su cultrún y un cassette de Luisa Calcumil.

Rosario era un amanecer queer que a Titi le sentaba de maravilla. Terminó el secundario, se puso a estudiar teatro y se sumó a una murga. En algún momento, se le ocurrió empezar antropología, pero su amiga Lili Horst le dijo que no perdiera el tiempo “apagando su belleza”.

A Elektra Trash la conoció en una Marcha del Orgullo. Una Drag Queen absoluta que levantaba basura de la calle y en un pase alquímico la hacía relumbrar en su cuerpo. Fue ella la que lo introdujo a la pompa de las pelucas, los tacos y las pestañas. Lo ayudó a diseñar su propia identidad Drag que volvía a asomar desde la infancia. La primera vez que se delineó, pudo reconocer al niño que jugaba a abrir las alas del camisón de mamá frente al espejo, pero también a sentirse poderosa, a darse el permiso de ser.

La ciudad lo había cobijado en su corazón. Y lo dejó crecer coronado de carnaval, confeti, murga, Paraná y Remanso Valerio. Pero había cumplido un ciclo y empezaba a sentirse ajena frente a la nostalgia que crecía en Titi. 

En 2001 volvió a Aluminé para armar un grupo de formación teatral. “¿Querés hacer teatro realmente o querés que otras personas hagan catarsis con vos?”, le dijo su amiga actriz Jorgelina Aruzzi. La pregunta lo incomodó y entendió que no era tiempo de volver al pueblo aún. Y casi sin desarmar las valijas, se fue a Buenos Aires.

La ciudad explotaba de primavera.  Titi les seguía el vuelo a los pájaros desde el balcón. Estaba tranquilo, tenía un trabajo amable en el unipersonal de Jorgelina y otro, en un teatro de la zona. No había grandes lujos, pero nada le quitaba el sueño. El canto de los zorzales se imponía al ruido de la ciudad. “Cuando deje de escucharlos, me vuelvo”, se juraba.

Una tarde fresca sin humedad salío a mirar vidrieras por Santa Fé. Se detuvo en una peluquería y algo lo llevó a mirar hacia adentro. Sentada frente al espejo estaba Elektra Trash, tan inmaculada como en su memoria.

—¿Todavía tenés los tacos? Esta noche venís a trabajar conmigo, mi reina.

Titi vuelve a su casa, se rasura la cabeza, se afeita la barba y sale para lo de Elektra en Córdoba y Dorrego. Pelucones de colores, tocados de tul, brochas de todos los tamaños, labiales sin estrenar, plumas de faisanes, polvo de hadas: todo sobre la mesa como un gran festín y sin alarmas. Se montan por horas frente al espejo, las pestañas arqueadas, el lunar artificial, cada brillo en su lugar. Las reinas piden un remís barato y salen para el Club.

La tum tum del techno se cuela por el camarín, Titi lo siente en el pecho. “Es hora”, dice alguien. Entonces las puertas se abren y puede sentir el calor de los cuerpos transpirados, el flash de las sonrisas de droguitas sintéticas, la música que las pasa por encima como si fuese la onda expansiva de una bomba. Nada las detiene y salen como hermanas de la mano, sobre unos tacos altísimos que manejan con naturalidad.

Levanta los brazos y danza con los ojos cerrados. Cuando los abre, cientos de vacas la miran levantar vuelo sobre un campo nuevo y fértil que ahora le pertenece.

Boliches, shows privados, pasarelas: es una reina Drag y está bien parada.

Mari Marí llegó unos años después cuando la invitaron a Gualeguaychú. En poco tiempo, se volvió el corazón de la comparsa, no sólo por el despliegue en los desfiles, sino gestionando para que las cosas fueran mejor en su nueva casa de verano. “Vino a jerarquizar el Carnaval”, dice Camila Gutierrez Bouvier, corista del espacio. “Fue un antes y un después en Gualeguaychú: estando Titi todos queríamos mejorar”. De pronto era Fobo, representando los miedos más primarios, envuelto en un traje negro espléndido. Al otro año, Xangó: fuego, deidad, Candomlbé, orisha y negritud. No se montaba sólo con pestañas, plumas y látigos, se ponía encima un sentido. Pero cuando bajaba, cuando se hacía miércoles de cenizas y regresaba a lo real, volvía al recuerdo de Aluminé con un profundo sentimiento de añoranza que confesaba a sus íntimos. Aluminé era el pueblo prometido.

Buenos Aires, Gualeguaychú, Aluminé son lo mismo, pensaba, territorios que nunca se terminan de conocer. Había que elegir cual habitar. De pronto empezó a molestarle el ritmo de la ciudad, la frecuencia de los transportes, la falta de horizonte. Hasta que una mañana dejó de escuchar los zorzales. No sería como otras veces en que sólo iba de visita, como el día que caminó con Lili por el centro del pueblo saludando a todos después del living de Susana. Esta vez estaba decidido a quedarse. Colgó las plumas y emprendió la vuelta a casa en colectivo. Cuando bajó escuchó el canto del chucao: hola bosque, hola casa.

Lo que te hace hermano

En 2015 Titi volvió  a Aluminé. Berta bajó de Ruca Choroy a su encuentro. No tenía certeza de su retorno, nada ni nadie se lo había informado. No hací falta, lo sentía en lo profundo y era razón suficiente para intentarlo. Hay cosas que sólo pasan entre hermanos.

La vuelta de Titi a habitar el territorio implicó un cambio sustancial en su vida. Regresó siendo soberano de su cuerpo y su deseo. Se dio cuenta que tenía la capacidad de negociar, insistir y persistir y vio en el hacer político una herramienta de cambio.

Desde el Municipio le ofrecieron preparar la celebración por los 100 años de vida institucional de Aluminé, desafío que aceptó con gusto y a partir de eso abrió una puerta muy valiosa en el Estado. Como funcionario público creó el Museo el Charrúa, una polifonía de voces que cuentan un territorio reconociendo la raíz; la reserva natural Quilque Lil, un área que protege y pone en valor a los ojos de las personas la flora y fauna del lugar.  Titi, como lo había hecho de adolescente, se fue colando con facilidad en la dinámica de Aluminé y aunque sus propuestas siempre eran disruptivas, aunque las plumas que a veces se ponía en la cabeza para reencontrarse con Oxiura generaban impacto, nunca dejaron de mirarlo como a un peñi.

En 2022 fue nombrado subsecretario de Diversidad de la Provincia, en el último tramo de los ocho años que Omar Gutierrez gobernó Neuquén. Aceptó la propuesta y tuvo que mudarse a Neuquén capital. No era Buenos Aires, podía salir a correr por la barda y jugar a reconocer pajaritos o huellas de zorro para no perderse del todo en el cemento; a veces, también podía volver a su casa y pedirle al chofer que parara en la ruta así sacaba las liebres muertas del camino y evitaba que cualquier carroñero saliera herido. “Mi amor, mirá, lo bueno de esto es que tengo gas”, decía riendo los días de crisis, los días más permeables a las críticas. Mientras, trataba de asimilar el peso que implicaba asumir una gestión en el ocaso de un gobierno, de lidiar con la picadora de carne del poder. 

—Vamos a liberar al cóndor ¡Tengo una emoción! Quiero hacer un video, no sé, estuve pensando en que quizá deje todo esto de la subsecretaría y me ponga hacer contenido sobre el cuidado de las especies autóctonas ¿no? ¿Qué decís? Quiero hacer todo —dice Titi con los pies sumergidos en el Limay, el río que atraviesa Neuquén—. Vos sabés que el Limay nace en el Aluminé, no en el Nahuel Huapi, hay varios registros históricos de eso que tenemos en el museo, las cosas como son —dice casi gritando, con su voz de porcelana y larga una carcajada.

Un zorro, un chimango, un bicho cualquiera: hay más de una decena de animales a los que Titi recuperó de las heridas humanas y los llevó a sanarse al patio de su casa. 

—Quizá estoy extrañando Aluminé. Cuando vuelva voy a ir a visitar a Berta, a veces creo que es una hermana, a veces creo que es mi mamá, que cuando estamos en su casa en las nubes las tengo a ambas, a la mía que está en el cielo y a ella que está en la tierra.

Cuando el gobierno de Gutierrez terminó, fue convocado por las nuevas autoridades a ser parte de la gestión como cabeza de la Unidad de Acción Intercultural, pero estaba muy lejos de casa para reconocerse en la tarea. 

—Lo que quiero es poner las manos en el barro. 

Volvió. Dejó tirados los bolsos, se puso a barrer y a limpiar un poco. Acomodó todo rápido y se puso a fabricar una olla enorme con arcilla del patio. Al otro día la llevó a quemar a una escuela de oficios. No se partió, ni se resquebrajó: era enorme y perfecta. De regreso, pasó a comprar verduras y osobuco y esa misma noche se hizo una sopa. 

A la mañana siguiente subió al auto y se fue a Ruca Choroy sin saber si Berta estaba ahí o andaba con sus animales en la veranada. La encontró juntando ramitas por el bosque.  

—¡Hola mi amor! 

Hace apenas unos meses integra, en representación de Neuquén, el directorio de la Corporación Interestadual Pulmari, que este año ratificó al Lonco Daniel Salazar como presidente. 

—La historia tiene sus vueltas —dice, con su sonrisa fresca y sin prisa, mientras corre a las vacas que se cuelan a comer al patio.

Estar en casa es poner las cosas en su lugar. 

Descansar en lo sencillo, preparar un ungüento para el alma, agradecer la sopa, encender el fuego. Montada de Oxiura Mallman, de Xangó, como funcionario o como peñi Titi, es tan simple como arrodillarse en la tierra a compartir la vida, ponerse en el mismo margen, volver a ser hermano.

Por Cecilia Rayén Guerrero Dewey – @cecirayengd