El otro día caí en la cuenta de que me voy a morir. Se trata de una paradoja universal e innegociable: la única certeza que tenemos en la vida es la muerte. No importa especie, raza, religión, género, signo zodiacal, clase social o de qué hincha sos, todo empieza una vez, y todo termina otra. Soy ateo, casi agnóstico y particularmente escéptico. No creo en la trascendencia material y/o espiritual de la muerte, en la metamorfosis del alma, en la idea de que algo de lo que somos hoy, en otro tiempo y otro lugar, tome forma de tortuga, molusco o planta. Por el contrario, considero que somos seres finitos, siempre y por siempre, y que caminamos hacia una fatalidad inevitable sin segundas oportunidades. Sin embargo, aquel día equis –no importa cuándo fue, sino el resultado de tan satisfactoria revelación- este análisis fatalista no me hizo sentir tristeza, más sí, experimenté alivio, primero, y después alegría. Una sensación de libertad explotó en mi pecho. La inspiración -que hasta entonces permanecía reprimida bajo el yugo de un existencialismo nihilista y bloqueada por mil candados y mil cadenas- brotó de mis entrañas como un chorro de petróleo librado del suelo tras millones de años. Y fue entonces que comencé a escribir este texto.

La única certeza que tenemos en la vida, entonces, es que vamos a morir, pero no sabemos cómo. No sé cuál será la aventura de mi muerte: desconozco el modo, el momento y el lugar de mi óbito; y, si acaso existiera suplicio, ignoro el dolor de tal mortalidad. ¿Me voy a morir en 20 segundos, cuando tecleé las últimas letras de esta oración, me pare de la silla, baje por las escaleras, pierda el equilibrio, me caiga y me desnuque? ¿Será  a los 33, cuando las ruedas gastadas de un auto que manejo a 120 kilómetros por hora resbalen sobre el asfalto y me estrelle contra un camión? ¿O a los 40, después de intoxicarme con un pedazo de carne podrida? Tal vez mi último suspiro sea a los 46, tras ser fulminado por un virus mortal. O a los 55, súbitamente quién sabe por qué sutileza del destino, mientras duermo una siesta de 15 minutos en mi cama. ¿A los 78 quizás, me partirá un rayo o una cabra me empujará por el abismo en algún paisaje desconocido?; ¿me matará un pibe con hambre en un asalto?; ¿una chapa voladora se desprenderá de un techo por la ferocidad de los vientos patagónicos y me rebanará el cerebro?… Puede que sea a los 86, a las 14 y 17 de la tarde del 6 de enero de un verano de 42°, cuando pierda el conocimiento y caiga en las profundidades de una piscina mientras floto en un inflable berreta -de esos que promocionaban en la TV de los noventas-, solo, sin nadie que rescate mi humanidad y sin testigos que presencian el espectáculo de mi letalidad. Quizás, simplemente, a los 95, a la vuelta de la esquina de un día cualquiera, una tarde cualquiera, un segundo cualquiera, cuando el corazón se infle y desinfle por última vez, mis ojos se apaguen en un destello blanquecino y me transforme en un recuerdo.

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Aunque parezca una vaga y morbosa reseña de la serie de televisión 1000 maneras de morir, permítanme insistir, no estoy siendo fatalista y no es una visión kafkiana de la realidad, sino todo lo contrario. Aquel fantástico día, mientras permanecía enchufado a los aparatos kinesiológicos para recuperarme de una lesión de rodilla, tuve entre mis manos y abracé en mi pecho la única certeza de la vida: la muerte. Comprendí lo inevitable, que en algún momento mi corazón se parará, mi esencia -eso que llaman alma- será expulsada de mi cuerpo para flotar por el aire y disolverse en la atmósfera, o rodar hacia la tierra y fundirse con los rayos del sol. El otro día equis, envuelto en las preocupaciones consuetudinarias, me asaltó la más auténtica de las alegrías y recordé que en algún momento ya no caminaré por los senderos de este planeta, que soy solo un animal parado en medio de una roca interestelar gigantesca, que me convertiré en polvo y solo así volveré a formar parte de esos caminos que alguna vez transité, y no como una tortuga, un molusco o una planta. Y, luego de tantos preámbulos y rodeos, he aquí la gran revelación: en ese instante reparé en lo absurdo que es estar absorto en los porqués y cuándos y dóndes de la vida, en las preguntas circulares, recordé que morimos todo el tiempo, y de que me quedan no sé cuántas gripes, cuántos Mundiales, cuántos otoños, cuántos guisos, cuántas lágrimas por derramar, cuántas caricias, cuántos besos, cuántos abrazos… no sé cuántas lunas llenas.

Claro que soy consciente de que la felicidad no depende únicamente de mí, ni de vos, ni de nadie. El filósofo y escritor británico, Mark Fisher, entendió esto a la perfección y, allá por el 2017, se libró de este mundo por cuenta propia tras no soportar la idea de que el capitalismo es una máquina destructiva que se alimenta de nuestras energías, consume nuestra alegría y nos somete a una realidad asfixiante. Pero hay un porcentaje que sí depende de mí, de vos, de alguien.

Por eso, me dije, porque me voy a morir, no queda más que vivir el presente. Automáticamente sentí que solté una bolsa con 20 kilos de piedras, mi pecho se descomprimió, el ceño se desarrugó y dejé de apretar los dientes. Ese mediodía primaveral el aire tuvo otro gusto, fui un infante explorando el mundo por primera vez. Caminé por las calles observando todo con una curiosidad de navegante primerizo. Como un loco sonreí cuando vi a los pájaros, esos seres angelados que siempre estuvieron ahí, pero que, debido a la pesadez de los pensamientos que suele impedirme levantar la cabeza y alzar la mirada, no suelo apreciarlos. Experimenté la sensación de estar en una especie de matrix, de ser un extranjero en una realidad desconocida, un observador de lo rutinario  totalmente ajeno a las dinámicas capitalistas. Sentí pena por las personas, alienadas, caminantes decididamente perdidos en la intranquilidad de lo conocido, náufragos eternos sin brújula ni sol en una travesía urbana, pobres criaturas que sólo quieren sobrevivir hasta el final del día, del mes, del año… de la vida.

Y he aquí una advertencia anticipada pero necesaria para los pseudo hippies meritócratas, profetas del pensamiento positivo, que se apropiaron de las creencias budistas de los monjes tibetanos: no usen este texto para adornar sus publicaciones de Instagram.

Llegué a casa en un elixir de regocijo, todo y nada tenía sentido, era hermoso. La única víctima de tal frenesí fue mi gato. Lo alcé, lo abracé y besé, y giramos en círculos en un eje imaginario. Por un instante olvidé quién era, cuál era mi trabajo, que ejercía como periodista, no noté que mi celular sonaba por mensajes de mi jefe. Omití mi deber como sujeto de un régimen laboral, y olvidé que tenía que llamar a los bomberos por un incendio que se había desatado a primeras horas de la mañana en una choza de la ciudad. En medio de ese excitante, conmovedor, eufórico, sublime, efímero, fugaz e ilusorio despertar espiritual, miré mi celular, vi mi WhatsApp y mi voz rompió el hechizo al formular la potente y bien modulada frase -devenida en moraleja tácita de esta historia-: “¡la concha de la lora, tengo que subir una nota!”.

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