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El carnaval muestra, en su recorrido histórico hasta la actualidad, una fiesta popular que reúne todo lo que una manifestación cultural puede representar: Creatividad, representatividad, identidad, patrimonio, celebración, economía, exposición y cohesión social entre otras tantas, que rebuscadamente podríamos justificar. Pero no podemos dejar de analizar la historia y sus tensiones que el carnaval nos trae, como todo elemento cultural.
Esta celebración tiene su origen hace 5000 años, inicialmente como una ofrenda de dicha para la fertilidad del suelo, en los comienzos de la primavera en el hemisferio norte, y como un medio para para brindar alegría a los dioses: Dionisio en los griegos y Baco en los romanos-. En las denominadas jornadas dionisíacas y bacanales, respectivamente, se introdujeron lo escénico y el disfraz como una forma de disociar el yo individual de la realidad, con la burla y la parodia como estandartes de una oferta cómica hacia los seres supremos.
De aquellas celebraciones paganas, la iglesia católica, en su afán de imponer su culto religioso y evitar la invocación de otros dioses, impuso en el año 325, la celebración de la Pascua el primer domingo después de la luna llena del equinoccio de primavera en el hemisferio norte, junto con el periodo de cuaresma, de seis semanas de ayuno y penitencia.
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Las celebraciones y a modo de legitimar sus adeptos, fueron absorbidas y resignificadas dentro del calendario litúrgico. La iglesia permitió que ciertas prácticas continuaran bajo nuevas formas; previo a la cuaresma, aparece un espacio de liberación y exceso, asimilado al último día de poder comer carne, conocido como “carne levare” (quitar la carne, en latín). Así, esos espacios permitidos marcaban la última oportunidad para disfrutar de comidas abundantes y festejos antes del periodo del sacrificio religioso. De allí surge la palabra “carnaval”, que en sus raíces conserva antiguos rituales de inversión, exceso y liberación temporal del orden social, y que durante la Edad Media y el Renacimiento era visto como un momento de escape de las tensiones sociales, aunque con la regulación de la iglesia para asegurar el respeto y cumplimiento del periodo de cuaresma.
Fue Venecia el precursor de este nuevo carnaval organizado, expandiéndose a gran parte del territorio europeo. Con la llegada de los europeos al continente americano, la celebración de carnaval se mezcló con las tradiciones indígenas y la de los esclavos africanos. Era el único momento en que todas las cosmovisiones tenían la oportunidad de expresarse libremente. Con el tiempo, las celebraciones fueron apropiadas por las comunidades organizadas y facilitadas por los nuevos Estados que surgían en el continente.
Es interesante analizar la analogía que se encuentra. Si en la Europa precristiana el carnaval estaba vinculado a ritos de fertilidad y ciclos naturales, en América las celebraciones de los pueblos originarios ya marcaban el tiempo de la siembra y la cosecha como momentos sagrados de ofrenda y celebración. Con la llegada del carnaval europeo, estas cosmovisiones no desaparecieron, sino que se entrelazaron en una síntesis única, donde el exceso y la fiesta no solo representaban una forma de liberación, sino también la continuidad de un orden ancestral. Sería interesante, también, indagar más en este mestizaje, pero dejaremos a Kusch y la descolonialidad para otro momento.
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En Argentina, el carnaval también fue introducido por los españoles y amalgamado con las tradiciones indígenas y africanas, aunque con muchas tensiones según la religión a lo largo de la historia. Su formato organizado es más reciente y se remonta a finales del siglo XIX o principios del siglo XX.
En el litoral, influenciado también por lo que sucedía en Brasil, principalmente en Río de Janeiro, donde los desfiles organizados se mezclan con las tradiciones guaraníes de cuerpos desnudos y pintados, sumado al toque del tambor africano, el carnaval se convirtió en un punto de encuentro en los espacios públicos. Con una fuerte presencia de la sátira y la parodia, es un momento de exhibición liberalizadora de los cuerpos. Ese espíritu se mantiene hasta la actualidad y lo configura como espacio queer por excelencia, tanto por los cambios en los roles de género como por ser un espacio de participación de las disidencias sexuales, porque justamente se trata de un acto performativo donde los cuerpos juegan, desafían y resignifican identidades.
En la zona andina, por su parte, y determinado por la mezcla con los pueblos del altiplano del Alto Perú y del actual territorio boliviano, el carnaval se adaptó a los festejos por la llegada de la siembra y la cosecha. Es, quizás, el único formato donde el carácter de ritual se mantuvo intacto.
En Buenos Aires, el carnaval se mezcló con las costumbres africanas del toque del tambor, aunque en algunos casos la celebración se dividió en dos situaciones distintas. Durante el siglo XVIII, debido a las quejas de las clases altas, que consideraban bárbaros los festejos en la calle, se prohibió el tambor y se castigaba con azotes a quienes lo tocaban. Y si se permitía que las clases altas celebraran el carnaval, en tertulias o fiestas sus domicilios particulares.

En 1865, durante la presidencia de Sarmiento, se organizó el primer corso de tambores en las calles de Buenos Aires, aunque las celebraciones populares se mantuvieron en el ámbito de los espacios privados.
Sin embargo, a comienzos del Siglo XX, con la oleada de inmigrantes, principalmente españoles e italianos, los carnavales comenzaron a tener otra relevancia y otro tipo de manifestación, de participación popular en el espacio público. Muchos de esta nueva población argentina, obreros que traían consigo ideologías socialistas y anarquista, e involucraron en sus sátiras y críticas sociales y políticas. Replicándose en otras regiones del país.
Esta nueva masa popular participante fue incluida en los procesos de celebración durante los gobiernos de Perón. El carnaval fue acompañado desde el Estado, en un marco institucionalizado, como plan político de incluir la cultura de las masas trabajadores a la vida pública, consolidándose en un evento festivo de identidad y pertenencia política. La clase alta, con el afán de no mezclarse con lo popular, restringe sus propias celebraciones en ámbitos privados. Fue tal la fuerza que se construyó que se terminó por institucionalizar el feriado de carnaval en 1956 hasta 1976 que con la dictadura cívico militar de entonces se prohibió el carnaval y se eliminó el feriado excepto en Gualeguaychú, que orgullosos sostuvieron la celebración.
En 2010, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, mediante el Decreto 1584/2010, modificó el calendario de feriados nacionales con el objetivo de fomentar el turismo, estableciendo nuevamente el feriado de carnaval, vigente hasta la actualidad.
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Todo proceso cultural engloba numerosas variables que se ponen en juego en el terreno de lo político, lo social y lo histórico. Tal es así que el carnaval es mucho más que una celebración popular: es un espacio de disputa simbólica donde se expresan tensiones de clase, identidad y poder. En Argentina, desde su apropiación por las clases trabajadoras hasta su institucionalización como parte de un proyecto político de inclusión, pasando por su censura y prohibición como modo de control sobre la identidad y la expresión popular, y su posterior restitución. En ese sentido, el carnaval es un reflejo de los ciclos de apertura y restricción de lo popular en el país.
Para fundamentarlo vamos a representar el Carnaval desde los procesos culturales. utilizando la triada donde opera la gestión cultural: en los procesos creativos; en la capacidad de generar valor agregado en la economía y en la posibilidad de cohesión social.
En el primer caso, las artes y el diseño desempeñan un papel fundamental. En este caso, el carnaval es una manifestación de creatividad colectiva, donde la música, la danza, el vestuario y las carrozas expresan la imaginación y el ingenio de representación de la realidad, a través de las letras, las melodías y la coreografías, ya sea en forma de parodia o de alegoría.
Esa representación de la realidad refleja los rasgos distintivos de la cultura de cada región, al poner en juego las identidades y el modo en que podemos problematizar lo que nos pasa. Pero, principalmente, es una posibilidad de lograr afiliación y sentido de pertenencia a algo mucho más grande que el yo: el nosotros. Porque la celebración es el momento de la catarsis colectiva en un formato festivo y de comunión popular por el propio proceso de construcción del carnaval, en el que intervienen agrupaciones carnavaleras, barrios, ciudades, clubes y familias que trabajan en todo el proceso creativo. Esto fortalece lazos comunitarios, fundamentales en estos tiempos, en un camino invisible hacia la cohesión social.
Este reconocimiento, nos demuestra que el carnaval es algo tan propio que forma parte de nuestro acervo cultural y de nuestro patrimonio. Las habilidades y técnicas creativas, así como los rituales que se manifiestan en esta celebración, han sido transmitidos de generación en generación. Por tanto, es un momento en el que la historia tiene vida en el presente.

Lograr dar visibilidad a este proceso no solo refuerza la imagen de la ciudad, sino que, con miradas estratégicas y una buena gestión integral, en el marco de un proyecto contenedor y representativo, puede permitir la atracción de un público masivo para participar de los eventos. Y ahí se activa el mecanismo de generación de valor agregado, donde la microeconomía del propio proceso creativo inicia la cadena: la compra de telas, parches e instrumentos, la economía informal vinculada a las celebraciones (venta ambulante, servicios de cantina); y el impacto en la hostelería y la gastronomía, gracias al turismo que genera y permite activar otras ofertas en la región.
En síntesis, el carnaval aparece, más que como una simple festividad, como un campo de disputa: lo que comenzó como una celebración pagana de la fertilidad y el exceso fue absorbido por la moral cristiana como un respiro antes del sacrificio. Pero, ¿fue realmente un respiro o más bien una falla por donde se filtraba la desobediencia? ¿Cuánto de esa subversión ha quedado en el carnaval contemporáneo que vemos hoy?
Deberíamos poder preguntarnos, ¿qué nos dice el carnaval de la sociedad en la que vivimos? ¿quiénes lo desprecian, y por qué? Mientras buscamos estas respuestas, no dejemos de ver que hoy el carnaval puede ser un lugar de encuentro y de igualdad, donde. tal vez, sea buen momento de empezar a construir ese horizonte y reconocer que el valor del carnaval no solo radica en su impacto económico, sino también en su capacidad de expresar nuestra identidad colectiva, en la calle a través de la fiesta, la risa y la transgresión.
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- Federico Prieto @fefoprieto – Gestor Cultural, entrerriano. Ex Secretario de Gestión Cultural de la Nación, entre otras.
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