¿Qué hace valiosa a una adaptación y qué elementos son necesarios para que sea bien recibida por un público crítico? Es una pregunta que me hago constantemente al navegar entre las miles de opiniones que leo en redes sociales cuando se lanza una película basada en una historia ya conocida. A menudo, me siento abrumado al ver cómo los espectadores se vuelven cada vez más exigentes, detallando minuciosamente lo que una película debería incluir para ser considerada una buena adaptación, una lista que se vuelve más larga que la del supermercado a principios de mes. Siempre concluyo que, para mí, basta con que el film capte la esencia de lo que leí, escuché o vi originalmente. Irónicamente, vuelvo a esa lista, ya que capturar una esencia no es tan simple como parece. Sin embargo, de vez en cuando, al complementar ciertos elementos, surgen adaptaciones que logran plasmar esa esencia que uno espera encontrar.

El mediometraje de animación “El niño, el topo, el zorro y el caballo” es una adaptación literaria del libro homónimo escrito por Charlie Mackesy, quien también dirigió el film junto a Peter Baynton. La historia narra la amistad entre un topo, un zorro, un caballo y un niño, quienes emprenden un viaje a través de un paisaje invernal en busca del hogar de este solitario humano.

El film desarrolla una historia lineal, con características propias de la estructura del cine clásico, pero lo que realmente genera interés en la narrativa son los diálogos de los personajes. Cada diálogo funciona independientemente como una moraleja para el crecimiento interior de cualquier persona, y es una de las razones principales por las que elegí analizar esta obra. Considero necesario adentrarse en esta deleitante experiencia y perderse junto al niño para encontrarnos en nuestros propios pensamientos, acompañados por un diálogo puramente sanador.

Además de los diálogos, la historia utiliza la metáfora a través de la caracterización de los personajes. Los aspectos de la personalidad se representan mediante tres animales que, aunque antagónicos entre sí, permiten que, como menciona el autor en la obra literaria, nos identifiquemos al menos en algún nivel con cada uno de ellos. El topo, con su imaginación y espontaneidad, representa la inocencia. El zorro, sigiloso y con un diálogo escaso, encarna la inseguridad. El caballo, con su calma y presencia imponente, simboliza la madurez. Así se manifestaron en mi mente cuando los conocí junto al niño. Los tiempos y espacios dedicados a presentar y desarrollar a estos personajes construyen la esencia del protagonista, un niño que desde el principio se encuentra perdido.

La identidad artística del autor es inconfundible. La técnica de ilustración en tinta que protagoniza las páginas más memorables del libro se traslada a la pantalla con fidelidad, utilizando en algunos momentos ilustraciones originales como fotogramas. Esto me remite al imaginario que construía cuando leía cuentos de niño. No se trata solo de replicar el estilo tradicional, sino de otorgarle un valor metafórico acorde a los temas de aceptación y crecimiento personal que aborda la trama. Esta técnica artística, con su imperfección y fluidez, transmite el mensaje de que la perfección no es el objetivo de esta historia.

Los colores juegan un papel crucial, evocando una amplia gama de sentimientos. Además de la técnica de entintado, el film emplea una paleta de colores fríos con acentos cálidos, que reflejan la construcción de los vínculos en nuestra vida. Los acentos cálidos se utilizan estratégicamente, como en los personajes, quienes brindan calidez al niño en el solitario y frío entorno en el que se encuentra. El sol en el cielo del paisaje también se apropia de estos tonos cálidos en momentos clave, dando un tinte literal y metafórico a las escenas que unen a estos cuatro amigos, evocando un sentimiento de esperanza recurrente al ver al niño buscando su hogar.

.

.

Para potenciar la expresión plástica de la animación, es fundamental contar con un trabajo sonoro que acompañe la historia, y este mediometraje no es la excepción. La ambientación de un paisaje invernal, desolado y silencioso, también se desarrolla a través del sonido, transmitiendo una profunda soledad interior, pero a la vez, de manera contradictoria, una calma y tranquilidad que se prolongan desde el inicio hasta el final del film, dejando una sensación de haber vivido una experiencia serena.

Este trabajo sonoro se convierte en una experiencia inmersiva para el espectador, permitiendo un adentramiento tanto en la historia como en la propia mente, cuestionando los aspectos de nuestra propia esencia. La ambientación sonora refuerza la teoría de que la trama transcurre dentro de la mente de un niño que conoce y siente la soledad. A menudo, nosotros también nos sentimos así y esperamos encontrarnos con algún topo, zorro o caballo que nos brinde su apoyo.

La conjunción de todos estos elementos da como resultado una pieza cinematográfica que invita a abrazar nuestra propia esencia, con cada una de las capas que nos componen como personas. Esta invitación llega a cualquier edad, como bien lo menciona el autor y director en la dedicatoria previa al libro:

Así, esta obra se convierte en mi incentivo para volver a encontrarme con ella dentro de unos 60 años y perderme nuevamente con un niño.

.