Nadie te avisa que decidir maternar también es entrar en un territorio bastante sinuoso, lleno de trámites, silencios, cuerpos intervenidos y emociones que no siempre tienen nombre. Que el deseo puede ser claro y, aun así, el camino volverse confuso, lento y desigual. Esta historia empieza ahí, en ese cruce de la certeza del deseo y la incertidumbre absoluta de cómo hacerlo posible.

¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Qué sentir? ¿Por dónde empezar?  Preguntas sin respuestas claras. Todo junto, todo a la vez. Muchos sentimientos, muchas frustraciones devenidas en alegrías efímeras. 

El 2 de julio tuvimos nuestro primer turno. Ansiosas y silenciosas al mismo tiempo. Fuimos a despejar dudas y a evaluar opciones, aunque en el fondo sabíamos que ya las conocíamos. Un turno, algunas preguntas, algunas respuestas y una frase clave: “Chicas, lo que más demora son los papeles y los estudios previos. Así que cuando estén decididas, vienen y les doy los papeles para hacerse los primeros estudios.

Nos miramos. No hizo falta hablar. Ese era el momento. No queríamos esperar más. Respondimos seguras: ahora.

Ese día empezó todo. Nos fuimos entusiasmadas, felices y más ansiosas que antes. En dos miradas decidimos el método y el momento: método ROPA y ahora. El método ROPA  es una técnica de reproducción asistida para parejas de mujeres, donde ambas participan en la maternidad: una dona los óvulos tras estimulación ovárica y la otra gesta el embrión, luego de una Fecundación In Vitro con semen de donante y una posterior transferencia. Si el resultado es positivo, pone el cuerpo durante nueve meses.

Bele siempre quiso gestar. Yo sabía que, si hacía falta, podía hacerlo, pero no era mi deseo principal.

La decisión fue fácil y rápida. La felicidad de ese momento no duró tanto. A veces pienso que duró demasiado poco.

Empezaron los estudios, análisis, recuentos foliculares, hormonales, ecografías, estudios genéticos. Bele resolvió rápido porque su prepaga cubrió casi todo. Yo no tuve la misma suerte. Tengo una obra social estatal de la que soy cautiva por pertenecer al sistema público. Hubo que pelear autorizaciones y pagar varios estudios. Pero no importaba. Recién arrancábamos. Teníamos energía, entusiasmo y muchas, muchas ganas.

Hasta que llegó el día en que mi obra social, después de pedirnos varios requisitos, los cuales cumplíamos aunque algunos incluso se salían de la ley, como pedirnos que estemos casadas o en concubinato para ingresar al plan de maternidad, y no lo sabíamos, rechazó el ingreso al plan de fertilidad.

Desde la clínica nos explicaron que mi parte del tratamiento era la más costosa, ya que requería de mucha medicación, intervención quirúrgica con anestesia, varios monitoreos. Por esto se le pide la cobertura a la obra social y no a la prepaga de Bele. De manera particular era imposible pagarlo.

Había pasado un mes desde aquel primer turno en la clínica. Un mes duró el entusiasmo. Un mes de estudios que parecían no llevar a ningún lado. Ahí empezamos a entender que no iba a ser fácil. Estábamos peleando contra un gigante y todavía no lo sabíamos.

¿Por qué me rechazaron el pedido en mi obra social? Después de una semana sin respuestas, con llamadas, notas, capturas de WhatsApp, horas de espera, comenzamos a armar un recurso de amparo. Un domingo entero nos llevó. Veinticuatro hojas de estudios médicos, pruebas de silencio administrativo y frases como esta:

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Según la Ley 26.862, toda persona cualquiera sea su orientación sexual o estado civil, tenga obra social, prepaga o se atienda en el sistema público de salud, puede acceder de forma gratuita e igualitaria a las técnicas y procedimientos realizados con asistencia médica para lograr el embarazo.

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Gracias a una amiga, que por ahora no voy a nombrar, presentamos el amparo ante la jueza correcta. Lo aceptó de inmediato y le dio curso rápido. Un par de semanas después me llamaron de la obra social. Cobertura al 80%. Todo firmado. Todo parecía encaminarse. Volvió la felicidad.

En diciembre nos avisaron que ya podíamos retirar la medicación. Cobertura al 100%. Creímos que habíamos ganado y nos relajamos. Pero llegó diciembre y el pago de la obra social todavía no se había materializado, las promesas de cobertura eran sólo promesas. Ya nos habían dicho que para iniciar, debía entrar el pago a la clínica. Medicación refrigerada en pleno verano, cortes de luz, con la obsesión por no romper la cadena de frío. Cada vez que abríamos la heladera, ahí estaba. Y con ella, la frustración de la espera, sabiendo que la feria judicial estaba a días de empezar.

Fue un mes durísimo. Fin de año, cierres, pérdidas. Ese mes perdí a mi abuelo. Angustia. Mucha. Y otra vez todo se oscureció.

Pasó un mes. Juntamos fuerzas y ampliamos el amparo para cubrir una medicación clave por mi condición sanguínea (tengo síndrome de Von Willebrand, una condición sanguínea coagulatoria y para toda intervención quirúrgica necesito una medicación específica). Lo aprobaron. Y después, silencio otra vez. Mucho silencio. Estrés, ansiedad, peleas. Peleas sin sentido, teñidas de cansancio y frustración.

La clínica decía lo mismo, que estaba todo autorizado, pero la obra social no pagaba. Ya nos habían advertido que lo hacían a propósito, una bicicleta burocrática para desgastar a los afiliados. “De diez casos, nueve se cansan de pelear”, nos dijo una médica. Ahí, más decididas que nunca, supimos que íbamos a ser ese uno.

Mientras Bele se pasaba mañanas enteras en la obra social, yo iba a la Defensoría Pública para que tomen nuestro caso. Ese fue el modo. Nos dividíamos para no quedarnos sin energía. Sabíamos que podíamos ir a los medios, pero elegimos preservarnos y agotar las vías legales. Confiamos en que así se iba a poder.

Confiamos. Y funcionó. Con ayuda de gente querida, asesoramientos de conocidos y nuestras familias, que con prudente discreción, nos dieron el apoyo emocional que necesitábamos.

No recuerdo el orden exacto de los hechos, pero sí una frase de una persona amiga “Hasta que no les embarguen las cuentas o los multen, no pagan”. Desde la Defensoría intimaron a la obra social: o pagaban o había multa diaria a mi favor. Antes de eso me llamaron para preguntarme si aceptaba la cobertura del 80%. Por suerte, tuve la lucidez necesaria para responder que yo quería lo que dice la ley. Yo quería el 100%.  Y ahí, al borde del agotamiento, cuando ya pensábamos en soltar todo, llegó la noticia: la obra social pagó.

Nueve meses después de aquel primer turno. Nueve meses de una montaña rusa de emociones.

En abril tuvimos el primer turno post pago. Sin demasiadas explicaciones, arrancamos con la medicación. Una pastilla para sincronizar ciclos. Nadie nos dijo que esa pastillita mínima era una bomba hormona que alteró nuestro estado anímico. Veinte días había que aguantar. Veinte días para un nuevo turno y horas antes, nuestros ciclos se habían sincronizado. 

En ese nuevo turno nos explican cómo iba a ser el proceso a partir de ahí. Recién ahí llegó un poco de claridad. Monitoreos, explicaciones, y después las inyecciones. Nos explican cómo inyectarnos o mejor dicho, cómo Bele debía inyectarme a mí. Dos por día en la panza. Cinco días, diez pinchazos y volvemos a control. Sumamos una inyección más por día y los monitoreos se vuelven más seguidos. Los controles eran necesarios para ver que en la estimulación, ningún folículo creciera demasiado pero que tampoco se estancara. 

Mientras tanto, Bele empezaba con progesterona y estradiol para inhibir su ovulación. Mucha progesterona. Nuestra casa se volvió un consultorio/laboratorio, lleno de jeringas, ampollas, medicaciones y bastante malestar físico, no voy a mentir. La estimulación ovárica agranda los folículos que una ya tiene, no duplica la cantidad. De 2 milímetros que mide cada uno, aproximadamente, deben llevarlos a 18. Es un montón. El ovario crece, el cuerpo se siente premenstrual permanentemente. Es una bomba hormonal, un cambio radical en el cuerpo. Una experiencia imposible de explicar del todo. Y aun así, la emoción hacía que todo pareciera muy chiquito.

Llegó un control más, ya perdí la cuenta de cuántos íbamos a esa altura, y los médicos nos informan que el crecimiento se había estancado y que íbamos a tener que usar el máximo de días de estimulación. Catorce días. Quise llorar. Estaba hinchada, cansada, sentía que se me caía el útero. Pero la miré a Bele, cuidándome, sosteniendo y haciendo todo al pie de la letra para que salga lo mejor posible y la angustia se me fue. Su mirada fue el empujoncito que necesitaba para seguir.

Llegó el famoso día 14. Un día de descanso y después, quirófano. Siete de la mañana. Nervios, expectativa, todo junto. Anestesia. Cuando desperté, la médica entró y nos dijo que de siete folículos, crecieron seis y pudieron extraer cuatro. Ahora había que ver cuántos fecundaban y si fecundaba alguno. A la tarde les aviso, ahora ya se pueden ir, nos dijo. 

Reposo para mí, una punción ovárica no es algo que se hace todos los días. Espera compartida. Fantasía. Esa misma tarde, Bele entra corriendo a la habitación: ¡Gorda, fecundaron tres! No entendía nada. Se lo hice repetir. Era una alegría distinta, desconocida para mi hasta ese momento, muy difícil de poner en palabras. En quince días, donde no había nada, ahora había embriones. Algo que a esta altura, con 36 años y con un solo ovario funcionando, pensé que no era posible.

Dos días después volvimos a la clínica. Esta vez le tocaba a Bele la transferencia. Otra vez a las siete de la mañana. Otra vez los nervios. Entré a quirófano con ella. La embrióloga nos explicó que había dos embriones de muy buena calidad. Uno se transfería. El otro se congelaba. El tercero no llegó.

Dos posibilidades. Nada más.

Mis expectativas bajaron considerablemente, pero me lo guardé. Durante los catorce días de espera intenté no demostrar duda de la posibilidad de que se concrete. En casa todo era espera y ansiedad. La médica nos había advertido que no hagamos tests antes de tiempo, antes de los 14 días porque nos podíamos frustrar. No hicimos caso. ¿Quién podría después de tanto?

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A los ocho o nueve días, Bele dijo que se sentía embarazada. Que dos de nuestros bichos (la gata y la perra) estaban encima de su panza todo el tiempo. Compré el test con la condición de no frustrarnos porque era pronto. Una rayita fuerte. La otra, muy clarita. Dudamos mucho, googleamos, y después de diez minutos confirmado que era positivo. A los catorce días, hicimos el análisis de sangre y ahora sí, estaba confirmado. Estaba embarazada. Volvió la felicidad. Más intensa. Pero todavía faltaba.

Faltaban los famosos primeros tres meses. Más hormonas, más espera. Progesterona, estradiol, hierro, aspirina. El cuerpo de Bele, agotado. El mío, intentando recuperarse. De a ratos nos parecía exagerado estar tanto tiempo con medicación y hormonas extras en el cuerpo, ya que no había un problema de fertilidad, pero tampoco nos animabamos a dejar nada sin autorización porque aunque no lo decíamos, estábamos muertas de miedo (o al menos yo).

Al mes tuvimos un susto grande. Una mañana Bele se levantó con pérdidas y tuvimos que adelantar una eco para ese día. Por suerte solo fue un susto y ahí, por primera vez, escuchamos el latido de su corazoncito. Una esferita mínima latiendo como loca. Un flash.

Así pasó el primer trimestre. Respiramos. Estábamos felices, creíamos que podíamos con todo. Todo era luz y emoción. Esta vez el sentimiento duró un poco más, pero de repente, oscuridad de nuevo. Mi viejo tuvo varios ACV. Y aunque esa sea otra historia, todo se desordenó.

Así pasaron varios meses intensos, de emociones mezcladas. Vida y muerte conviviendo. Nos perdimos un poco como pareja, como compañeras, como equipo. No sabíamos cómo manejar todo lo que nos estaba pasando. 

Hoy creo que desde el inicio de todo este proceso fuimos como una locomotora. Avanzamos sin frenar, sin tiempo para procesar. El estrés del tratamiento, las hormonas, la vida misma, más todos los factores externos que no podemos predecir. 

Con los días, las charlas largas, con mucha voluntad y mucho amor, empezamos a reencontrarnos. A reconstruir el vínculo de a poco. Con la claridad y la seguridad de que elegí, y sigo eligiendo, a la mejor persona para maternar y sobre todo, para transitar esta historia. 

Si estás terminando de leer esto y estás en una situación similar, acá está la prueba de que con información, perseverancia y mucha fuerza, se puede. Por momentos parece imposible, pero la clave está en no dejarse ganar. Se que tuvimos muchísima suerte en que suceda en la primera transferencia, pero si no sucedía, sé que íbamos a seguir abrazadas a la idea de que suceda. Creo que esa es la clave, enfocarse y convencerse de que las herramientas están, por momentos un poco ocultas, pero hoy existen. Hay que aprender a usarlas. A nosotras nos ayudó conocer otras experiencias, por eso también escribo esto. 

Hoy, casi dieciocho meses después,estamos a nada de conocer a Greta. Sí, vamos a tener una niña. La ansiedad no baja, solo sube pero la felicidad también, y eso está bien. Muy bien. Hay mil incertidumbres y pocas certezas. Entre esas pocas, sé que el día que vi a Greta moverse por primera vez y el día que la sentí, fueron los más felices de mi vida.

El camino fue largo y difícil. La recompensa todavía está llegando. Y lo que viene, el resultado de este largo proceso es un amor eterno.

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