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Te enjuagás las manos por tercera vez. Ya refregaste cada dedo, uno por uno, los espacios entre ellos y debajo de las uñas; te refregaste incluso hasta las muñecas. Volvés a enjabonarte, comenzás a frotarte de nuevo cada parte. Te detenés. Las mirás. Cada detalle resaltado y deformado por la espuma. No son manos, nunca fueron manos. Son una especie de apéndice redondo con cinco prolongaciones articuladas, cubiertos por una membrana carnosa, seca, por todo el alcohol que usás a diario.
—Ponete crema —te dijo tu mamá esta mañana, cuando te vio las pequeñas heridas entre los nudillos. Ella, que unos segundos antes había estado fingiendo arcadas sentada en la cama para que le dieras toda tu atención. ¿Cómo era tu vida antes de que el médico les dictara la sentencia? Buscaste a alguien que la asista —me robó, no sabe cómo hacer la cama, limpia mal el baño, cocina con las manos sucias—, todas las razones acompañadas de insultos. Ahora la instalaste en tu casa y sus demandas se volvieron tu rutina. Tuviste que trasladar todo lo que ella quiso, su inmensa colección de camisas floreadas, sus zapatos de taco alto, sus sombreros de capelina, cosas que, amontonadas en cajas, sólo roban espacio en tu living. Se negó a comer hasta que no acomodaste su estatuilla de gato, que muchas veces fue parte de tus pesadillas, al lado de la puerta de su nueva habitación. Incluso te obligó a comprarle ese potecito blanco de crema para manos que tiene el olor a coco que te desagrada. Es el olor de su casa, el olor a la habitación grande, el olor al cuartito de costura. Ese olor que parecía asfixiarte cuando ella tomaba medidas para hacerte algún vestido. Con movimientos precisos y bruscos sus manos insertaban alfileres en la tela moldeándola a tu cuerpo, podías sentir cómo las puntas afiladas rozaban levemente tu piel. Te encontrabas inmovilizada por la cantidad de alfileres, y lo poco que respirabas era ese olor a coco de las manos de tu mamá. Impolutas.
—Las manos de una mujer son muy importantes —te dijo el día que te descubrió comiéndote las uñas. Hizo que miraras las suyas. Lisas, suaves, las uñas limadas y pintadas de rosa pálido. Ninguna dureza en las palmas, ninguna pielcita fuera de lugar. Los dedos tenían la extensión justa para lograr una mano equilibrada. Eran manos perfectas y olían a coco. Nunca se las ensuciaba a propósito. Si había que limpiar la casa la tenía a Carmen, y cuando fuiste mayor te tocó a vos. Ella detestaba encontrar una mancha o restos de polvo. La casa debía estar siempre como sus manos, impoluta. Algunos días te obligaba a cambiarte de ropa afuera de la casa; según sus palabras, traías “mugre de la calle”. Una tarde estabas muy enferma y no pudiste evitar vomitarle encima. La cara que te lanzó al ver que tenía vómito en las manos quedó grabada en tu memoria. Te abandonó con urgencia. Trataste de ir a acostarte, pero antes de que pudieras llegar a la cama ella volvió con las manos impecables. Te sacudió del brazo para que la mires de frente, con la otra mano te golpeó en el pecho con un trapo y señaló lo que había caído en el piso y no en su blusa.
—Tu mierda, limpiás vos.
Esas manos, arrugadas ahora, seguían impartiendo órdenes desde la comodidad de la cama. Con el olor a coco, demandaban la comida, la televisión, la pastilla, el baño y la limpieza. Esta mañana cuando le llevaste el desayuno, escuchaste su grito de espanto:
—¡La chata, la chata! ¡No te llevaste la chata! —te apuraste en retirar la chata para que dejara de insultarte. La llevabas con cuidado hasta el baño, pero tropezaste con la horripilante estatuilla de gato y se cayó. Ensuciaste el piso y una de las paredes. Ella, con una tostada en la mano, se escandalizó.
—¡Qué inútil que sos, el olor que hay! Yo estoy por comer. Me voy a enfermar peor. ¡Vos querés matarme! —gritaba, sacudiendo la tostada en el aire.
Saliste de la pieza. Buscaste un balde, las cosas para limpiar y volviste.
—¡Apareciste!, ya estaba llamando por abandono de persona. Casi muero por el olor. Abrime la ventana —te dijo mientras dejaba el teléfono fijo en la mesa de luz.
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Abriste la ventana. Te pusiste a limpiar la pared. Te arrodillaste para poder cepillar los zócalos. La escuchaste murmurar que ya no tenía hambre y que el té ya estaba frío. Seguiste cepillando, tratando de ignorar el olor nauseabundo. Te enfrascaste en la limpieza, no te diste cuenta de que el líquido que se escurría de la pared y humedecía el cepillo estaba muy cerca de tus manos.
—Estoy mareada, tengo náuseas. Creo que… Alcanzame el balde —te dijo entre algunas arcadas forzadas. Le acercaste el balde de la limpieza, el mismo donde venías escurriendo la suciedad.
—¡Esto es peor! ¡Es una inmundicia! ¡Vos me querés matar! —le sacaste el balde de la cara. Pero ella te agarró la mano, y, con uno de sus dedos de longitud perfecta, un poco más huesudo que antes, te señaló el potecito blanco sobre su mesa de luz.
—Ponete crema —te dijo. La ignoraste y regresaste a tu tarea en la pared.
—Llevame al baño —la escuchaste de fondo, concentrada en que el zócalo volviera al color de siempre.
—¡Llevame al baño!
Notaste que las puntas de tus dedos estaban húmedas. El líquido viscoso se escurría más allá del cepillo y comenzaba a demarcar el contorno de tus uñas.
Ella, que no soportaba más que la siguieras ignorando, se levantó de la cama. Dio unos pasos tambaleantes agarrándose de todo lo que encontró a su alcance. Caminó, sin dejar de quejarse, hasta donde estabas arrodillada. Se aferró al pie de cama para inclinarse a tu altura y chilló:
—¡Ay, nena! ¡No! Qué asco, sos un asco. Ponete guantes. Tenés mierda en las manos.
—¡Tu mierda! —le gritaste al tiempo que te girabas para mirarla a la cara. La brusquedad de tu movimiento provocó que la salpiques con el cepillo. Las gotitas le cayeron en la cara. Del pánico se soltó del pie de cama y cayó al lado de la estatuilla, en la zona que aún no habías limpiado.
Viste cómo una punta de su camisón se impregnaba con el líquido de la chata, mientras ella trataba de sentarse. Viste cómo sus manos perfectas, en busca de un apoyo para levantarse se hundían en el enchastre. La suciedad se le metió entre los dedos y por debajo de las uñas. Empezó a lloriquear. Viste otra vez sus manos y te dieron mucho asco. Te hiciste consciente del olor en la habitación. Coco y mierda. Tus manos también habían tocado esa asquerosidad. Corriste al baño, tomaste el jabón blanco, te las lavaste y enjuagaste tres veces. Te las enjabonaste una vez más. Se te desfiguran de tanto mirarlas. Esos apéndices no son manos. Seguís refregando. Cada vez se te hacen más extrañas. Están muy limpias. Las secás con una toalla y buscás el alcohol en gel. El ardor del contacto con tus heridas en los nudillos no se compara cuando el alcohol toca el dedo con la pielcita levantada. Soplás los nudillos enrojecidos y cortados; los observás en detalle. Volvés a la pieza, esquivás a tu mamá todavía en el piso. Te detenés frente a la mesa de luz. Acariciás esos apéndices, que ahora no te parecen tan extraños. Descubrís la suavidad de tu piel seca. Agarrás el potecito de crema, lo abrís. Olés el coco. Olés tus manos. Te acercás al borde de la cama, te agachás cerca de tu madre que no logra levantarse. Le presumís tus manos a pesar de los nudillos rojos, la piel seca, las uñas comidas, la pielcita levantada. Dejás el potecito de crema sobre su falda, ligeramente inclinado entre los pliegues de su camisón.
—Ponete crema —le decís al oído.
Te levantás, al fin, rodeás la porquería del piso y, al salir, cerrás la puerta de la habitación.
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Fabiana Eckers nació en Neuquén en 1990. Creció en la ciudad de General Roca. En 2009 se trasladó a Posadas, donde estudió la Licenciatura en Genética y se doctoró en Ciencias Biológicas. Asistió a varios talleres de escritura y narrativa, teatro y cine. En 2019 fue distinguida con el primer y el segundo lugar en dos concursos de microrrelatos, respectivamente, y en 2020 obtuvo el primer premio en un certamen de cuentos organizado por la biblioteca pública de Las Misiones – Parque del Conocimiento. Ese mismo año, en pandemia, creó y coordinó el grupo “Les otres”, un colectivo de escritores jóvenes, con el propósito de fomentar la literatura que no se adaptaba a la escritura tradicional en Misiones. En 2022 regresó a General Roca. Desde entonces se desempeña como investigadora en el INTA, dentro de la Estación experimental agropecuaria del Alto Valle. Actualmente asiste al taller de narrativa que coordina el escritor Pablo Delgado.
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