– A ese lo mataron. Así mismo me lo contó el Enrique, que escuchó el tiro cuando fue a buscar sus chivos al monte. Fue por las deudas en las que se metió. Le gustaba la timba y la plata fácil.

– ¡Pero y ese qué sabe! Si es más animal que los chivos que cría. Ese viejo bruto no sabe ni dónde tiene la raya del culo. Yo te voy a contar lo que realmente le pasó al chico Julián.

Hacía más de una hora llevaban discutiendo en aquel bar destartalado de Las Palmas. Las moscas relamían los restos de cerveza y gaseosa de las mesas. Un perro sin dueño se despertaba de la siesta para mordisquearse el lomo, sólo para volver a dormitar de inmediato. Un par de ventiladores de techo apenas conseguían remover el aire caliente y húmedo de la tarde pesada, mientras el mitaí de los mandados se apoyaba con los codos sobre el mostrador, escuchando extasiado el devenir de aquella polémica.

– ¡Más animal so vo! Para colmo agrandado. De última el Enrique sabe que es un burro ignorante, pero no se anda agrandando como pavo real mostrando las plumas en una plaza. Y a ver, si tan clara la tenés, decime entonces…

– ¡Claro que te voy a contar! ¡Claro que te voy a contar!- Anunciaba el obrero jubilado del ingenio, mientras escupía para cualquier lado y derramaba litros de cerveza al suelo.

Al chico Julián no lo mató nadie, ese se escapó antes. Quilombo de polleras: se metió con la hija de un estanciero pilarense, a la que ya le andaba arrastrando el ala el comisario. Como si fuera que esas cosas son gratis. Mitaí calentón agrandado- Y escupía al piso, mientras se prendía un cigarro de tabaco armado.

Justamente porque ya le habían chismoseado la que se venía, se profugó de madrugada una noche antes del casamiento en un vagón de la empresa. 

Yo sé, y de muy buena fuente, que se bajó en los almacenes de Rosario. Estará viviendo ahí todavía, negreado como peón de albañil en alguna obra, como todos los paraguayos arrastrados que rajan para allá.

– Pero si Julián no era paraguayo. Y a parte qué sabía el chico ese de construcción.

– Como si fuera pió que uno de los santafesinos eso pelagato’ le’ va a importá dónde lo que dice el documento que uno fue a nacer.

Las moscas se amontonaban, escrutando las mesas, las orejas, los cuellos, los cabellos de aquellos hombres, con meticuloso detalle, como intentando descubrir alguna pista que permitiera esclarecer aquel misterio relatado.

– Ahora, la que la pasó mal fue la mujer. Esa sí que la pasó mal.

– ¡Callate! ¡Pobre infeliz! Mirá que te dejen, ¡y en el día de tu casamiento! Hasta los contrabandistas del Paraguay se enteraron de la noticia.

– ¿Qué fue de su vida después de eso? 

– Y bien, bien, nadie sabe. Un tiempo luego no salía de la casa. ¡Pero nada! ¡Ni al sol!

Dicen que se le había enfermado la cabeza, que hablaba como si tuviese fiebre todo el tiempo, aunque no hubiera nadie. Parecía un resucitado. Una vez le pescaron que se escondía toda la comida que le llevaban las empleadas. 

– ¡¿Y cómo lo que se dieron cuenta?!

– ¡¿Y cómo lo que va a ser!? ¡Por la baranda a osamenta que empezó a largar la pieza!

(…) Un tiro no se supo más nada. Parece que el padre se la llevó a Córdoba. Cuando volvió parece que ya estaba compuesta. Se hacía cargo de cuidarla a la vieja después que le diera un síncope.

– ¿Se volvió a juntar?

– Como una monja hasta el día que se murió…

– ¡Ninguno de los dos sabe nada! Están hablando pura macanada sin saber, ¡manga de ignorante!

Los dos viejos se dieron vuelta al instante. Era El Rengo, otro de los borrachos, que se había sacudido de repente en la mesa de al lado. De a ratos había estado dormitando y a ratos se servía más mientras relojeaba la conversación de al lado, solamente para volver a quedarse dormido. El mitaí de los mandados ahora lo miraba extasiado como se balanceaba con un vaso en la mano y la camisa mal abotonada mientras se preparaba a exponer con firmeza su sentencia:

– A ese le mató la ambición. Quiso tener más de lo que podía.

Aquel mugriento poblado sumergido en el olvido había sido concebido de la mano de la guerra, la explotación y la depredación del medio natural. Concluido el conflicto armado contra el vecino país del Paraguay, el Estado argentino, como un niño delante de una piñata justo después de reventar, debía asegurarse su botín, en este caso la porción ocupada del Chaco austral.

Fue así que nació la concesión de tierras a los hermanos Hardy, dos irlandeses inescrupulosos con la acumulación como único principio rector, y así fundar el complejo agro-industrial de “Las Palmas del Paraguay, ingenio azucarero del gran Chaco SA”.

¡La segunda ciudad de todo el país en contar con energía eléctrica! ¡Todo gracias al ingenio!”, “Hay que ser agradecidos, el ingenio da trabajo”, así solía repetirse entre los vecinos hasta su cierre y remate definitivo como material de desecho a un grupo de empresarios inescrupulosos llegados de Brasil. En ese lugar se levantaba ahora aquella figura imponente, que a medida en que la humedad, las enredaderas y los saqueadores hacían su trabajo minucioso y perenne, iba adquiriendo matices cada vez más siniestros, mientras que junto con los almacenes, la despensa y la capilla y aun el cementerio, parecía hundirse pacientemente en el barro. Extrañamente el pueblo entero daba la impresión de ser engullido por el mismo proceso.

De los años de bonanza daba testimonio el puente móvil instalado sobre el río, que permitía la entrada y salida de las barcazas cargadas de toneladas de azúcar, miel de caña y aguardiente, mientras abastecían a los inmensos almacenes de ramos generales con calzado, herramientas, telas y todo tipo de bienes traídos del Paraguay y el litoral. 

Más de cuatro mil operarios entregándole cada día su sangre a la empresa, que la devoraba con la misma pasión con que un vampiro a su presa, y así poder dar vida a aquel fruto tan blanco como el rostro de los muertos. En verdad generaba la impresión de un organismo vivo: cada vez que un obrero perdía un brazo triturado en los trapiches, cada vez que alguien moría calcinado con una fuga de las calderas, cada vez que alguien era aplastado mientras descargaba la nueva maquinaria recién llegada, el ingenio parecía volverse más grande, más sano, más vigoroso, y aun el azúcar, más dulce.

En todo caso, de los grandes almacenes ahora sólo quedaban unos cuantos galpones abandonados, preñados de un acre aroma a orina de ratas y mierda de palomas, refugio ideal para linyeras, locos y ocasionales prófugos, enemistados con algún comisario de pueblo. Y de aquel puente sólo quedaba una retorcida estructura de hierros carcomidos y madera podrida. Cuando uno caminaba sobre ella, podía contemplar al agua mansa del río discurrir unos veinte metros abajo entre los tablones desprendidos. Aquel espectáculo resultaba casi hipnótico.

– Julián siempre tuvo bien clarito que iba a irse. Sabía que no quería morir de operario del ingenio, como sus hermanos, como el viejo, como toda su familia.

La cuestión era el cómo. Y Julián, que siempre fue el más pillo y el más despierto de la tanda de los Benitez, no le costó nada encontrar la oportunidad servida de la mano de la hija del jefe de Gendarmería.

– ¡E’a! Viejo versero. Y vos luego, ¿cómo lo qué sabés tanto?

– ¡Porque yo era su compañero de unidad!

Elena, era la hija del jefe del destacamento local. Diecisiete, pálida, pelo negro, recién llegada del internado de hermanas de Resistencia. La menor de ocho.

Como una corzuelita herida pastando al borde de un estero, darle caza no fue algo complicado. Carácter dócil y amable, sin opinar incluso cuando se le pedía, porque “esos temas son para la gente que entiende”. Intentaba ser siempre una presencia “agradable”. Agradable para su madre, para su padre, para las visitas y ahora para su amante. Resultaba una empresa sin futuro la pretensión de tener una discusión con ella. Se comportaba tal como se le había enseñado: aprendiendo a satisfacer las demandas de los demás.

En verdad, a Julián no le resultaba incómoda su compañía. Con el paso de los meses, incluso consiguió desarrollar algún sentimiento similar al cariño hacia ella.

Así, el ingreso a la fuerza se produjo sin mayores demoras, y el casamiento se determinó para principios de diciembre, justo antes de las Fiestas. Incluso se le permitió elegir el destino donde sería asignada la feliz pareja una vez que retornaran de su luna de miel. De la mano de su prometida (o sobre sus hombros) era sólo sembrar y cosechar.

En el mientras tanto, le seguía tocando hacer los despachos hasta Resistencia. Al menos una vez a la semana le tocaba llevar los expedientes y carpetas firmadas a los juzgados, ministerios y oficinas centrales. Su rally comenzaba de madrugada, saliendo a esperar al micro destartalado a la ruta, y casi siempre terminaba ya entrada la noche. Y eso sólo cuando la unidad no se rompía por el camino, cosa que sucedía con mucha más frecuencia de la que hubiera deseado.

Mandiocas, cebollas, bolsas de fécula y queso, gallinas, lechones, mujeres, niños y hombres; todo se amontonaba por igual. Con el tiempo comenzó a notar que, naturalmente, algunos rostros y figuras se repetían. En particular notó que, Gabriel el hijo del dueño de la farmacia, solía prestarle más atención que el resto de los pasajeros.

Callado, descolorido y algo escuálido, su figura a veces recordaba a la de los espectros. Su olor, a diferencia del aroma a tierra y transpiración de quienes le rodeaban, formaba una singular mezcla, a primera impresión áspera y astringente, posiblemente por las drogas con las que solía trabajar, que tendía a formar vahos dulces una vez que el sol se asomaba.

De alguna manera siempre se las amañaba para encontrar un asiento junto a Julián, aunque sin mirarlo nunca de manera directa, manteniendo la cabeza y los ojos distraídos hacia la nada. Una noche, ya de regreso, notó que el muchacho le había tomado una mano mientras dormía. Sin entender muy bien porqué, no reaccionó con violencia como se hubiera esperado. Ni siquiera amagó con soltarse. Simplemente la dejó así, como estaba.

En retrospectiva, resulta difícil explicar cómo fue; él mismo nunca intentó hacerlo. Quizás así le resultaba más fácil llevar su vida. El caso es que desde esa noche comenzaron a verse todas las semanas con Gabriel.

En verdad no hubo tiempo para pensar nada. Fue como acercar el papel de diario a unas brasas encendidas y verlo consumirse. Al principio se veían con los despachos a Resistencia. Con el tiempo empezaron a verse por el camino de monte que salía a la ruta, a escondidas atrás del balneario, al cierre de la farmacia. Así, los encuentros furtivos se volvieron más frecuentes, pero también más complicados, más enredados.

– No sé, no me gusta. Tenemos que dejar de vernos.

– ¿Y ahora? Vos me buscaste, te recuerdo por si es que se te olvidó. No me vas a venir ahora con que sos de esos que tiran la piedra y esconden la mano.

– ¡No! Pero es que…

– ¿Pero es que qué…? 

– Es que, ¿nosotros qué somos?

– ¿Qué somos de qué? Nosotros no somos nada. Somos dos hombres que son amigos y se ven algunas veces en la semana.

– Yo con mis amigos no hago las mismas cosas que hago con vos. Ni tampoco me pasan las mismas cosas- alcanzó a responder Gabriel, mientras su mirada se perdía en la espesura del monte.

– ¡Qué necesidad tenés de venir a complicar las cosas en este momento!

Una breve pausa se tejió entre los dos.

– ¿Vos crees que nosotros tenemos de esa enfermedad mental rara? Esa que los psiquiatras dicen que…

– ¡Yo no soy ningún maricón!-gritó con furia Julián mientras sujetaba de la camisa a Gabriel- ¡¿Me escuchaste lo que te dije?! ¡Yo no soy ningún raro!- gritó de nuevo mientras Gabriel tropezaba y caía.

Igual… no sé por qué te ponés así, si al final el único que sale perdiendo acá soy yo- consiguió responder, mientras se sacudía la tierra- Vos en un par de meses ya te casás, te vas de luna de miel y cuando volvés, Gendarmería ya te asigna tu destino. Y el que se queda acá para seguir hundiéndose con el resto del pueblo, soy yo. 

Además Elena es buena gente, yo no quiero hacer algo que…

– La relación con mi mujer es problema mío, Gabriel. Además, hay cosas de nuestra relación que no conocés. Uno en la vida no siempre hace lo que quiere, la mayoría de las veces sacrificamos unas cosas para conseguir otras mejores.

– ¿Como yo?

– No seas pelotudo.

Después de aquella discusión, la relación entre ambos se volvió diferente. En particular Gabriel se volvió extrañamente cordial. No volvió a tocar ninguno de los temas que tanto habían sulfurado a Julián, pero tampoco lo buscó. “Buen día, ¿cómo estás? Hace calor hoy ¿no?”, “No, no creo que pueda, esta semana me toca atender el negocio”, “Saludos a tu mamá, para mañana le estoy enviando su pedido”, “No, no te preocupes, son cosas que pasan”. Sí, no, buen día, bien, graciasGabriel, como Elena, también sabía perfectamente cómo ser amable, atento, y sobre todo agradable. Trabajaba en atención al público y era eso lo que se esperaba de él, ¿no?

Incluso eventualmente dejó de viajar hacia Resistencia. Por sugerencia del padre (¿o fue al revés?) tuvo que empezar a ocuparse más de la atención directa del negocio: armar los pedidos a las droguerías, recibir los paquetes del correo, hacer los arqueos de caja. La monotonía y el tedio le mantenían sobradamente ocupado. Trabajo, dedicación, diligencia, amabilidad. Gabriel pasaba todo el día en el local y llegó a ser sumamente eficiente en lo que hacía. 

– ¡Que bueno! ¡Que bueno! Me pone muy contento te venís haciendo cargo de la farmacia, Gabriel. Te reconozco que tenía mis dudas con vos, pero veo que en tan poco aprendiste a manejarte con todo. La verdad que me preocupaba que seas muy joven todavía para tantas responsabilidades, manejar plata, atender proveedores. Pero por suerte veo no nos equivocamos, saliste bien formado.

Por entonces los días de viento furioso, la tierra suspendida en el ambiente después de una temporada particularmente seca y los animales de monte cada más crispados, anunciaban la llegada de diciembre. Los ganaderos, acostumbrados a iniciar fuegos en los campos para hacer crecer pastos nuevos, podían llegar a provocar incendios incontrolables. El verano se asentaba con voz propia.

– Amor, decime ¿qué te pasa? Andás muy disperso por estos días, como que no estás acá… Perdoname si no te dedico atención como siempre, es que con todo esto del casamiento, lo de hacer las invitaciones, escaparme a comprar la vajilla a Corrientes, hacer limpiar la casa quinta. Termino reventada, no estoy acostumbrada.

– No pasa nada, no te preocupes- sin mirarla, casi a la distancia.

– ¿Estás preocupado por el destino que te asignen? Si es por eso vos dejame que me hago cargo, yo voy a hablar con papá por ese tema. Él sabe mover los hilos.

– Mmmmm, sí. Sí, es eso, yo calculo que después del casamiento se ordena todo.

Elena se acercó, intentando conectar de alguna manera. Le tomó de la mano, en un gesto raro de iniciativa de parte de quien había tomado siempre por costumbre el dejar hacer.

– Decime, ¿vos me querés?

– No me empecés a hacer esas preguntas raras de mujeres.

– Pero, ¿me elegís? 

– Y claro que te elijo, o no estoy acá ahora con vos. Pero, ¡la puta digo! ¡¿De dónde lo que salen tantas preguntas ahora?! ¿Desde cuándo lo que vos estás tan pensativa?- gritaba pero a la vez miraba hacia un costado, en un gesto particularmente raro.

– Vos sabes que yo no suelo pedirte mucho. En realidad creo que nada. Decime, ¿alguna vez discutimos? ¿Alguna vez te levanté la voz?

– No

– Entonces, te lo pido ahora. Necesito que estés acá, conmigo.

Julián se levantó, avanzó sobre Elena y la tomó, con la desesperación de quien ha pasado un día entero sin probar alimento pero con la frustración de encontrarse consumiendo apenas un diluido plato de sopa de verduras sin sal.

(…)

Ey, esperá. Escuchame– y tomó con fuerza del brazo a Gabriel.

Gabriel pegó un grito sofocado del susto que le tensó los muslos. La calle que daba a la salida posterior de la farmacia se encontraba sumergida en la penumbra y tardó unos segundos en divisar quién le sujetaba.

– Julián, vos. Me hiciste cagar en las patas. ¿Por qué salís así? ¿Qué querés?

– Tengo que verte. Tengo que hablar con vos. No puedo más, no duermo, no tengo paz, me estoy volviendo loco y no sé qué hacer. Elena dice que son los nervios del casamiento y del traslado.

– Pero Julián, yo no sé qué querés de mí. Lo que es, es, y eso no depende de la voluntad. ¿Qué querés que yo haga?

– Podemos volver a vernos.

– ¡¿Y después qué?! ¡Contestame! ¿Y después qué?- Y se soltó el brazo con rabia.

– Pará, bajá la voz, tranquilízate.

– Contestame entonces- bajando algo el tono- ¿qué mierda querés que haga? Vos te casás mañana, y después qué ¿dejar que pasen los meses y los años? ¿Que vos te vayas y yo me quede acá como un pelotudo? ¿Que nos sigamos viendo a escondidas, inventando excusas, viajes, escapadas por laburo? Y decime vos ¿quién gana y quién pierde con ese arreglo?

– Vos sabías de entrada cómo eran las cosas.

– Obvio que sabía. Y por eso tengo en claro quién es el pelotudo. Ahora sé que no sé medir las consecuencias, que no pensé antes de actuar y que me dejé guiar por un impulso, por una vez. Ahora sé que me equivoqué. Debería ser más como me enseñaron toda la vida. Uno no tiene que correrse del camino que ya le marcaron. Me iría mejor.

Se dio vuelta para irse y Julián lo volvió a tomar del brazo, pero esta vez lo empujó contra la pared y comenzó a besarlo. Lo sujetaba con fuerza y por momentos le mordía el cuello mientras le desabrochaba la camisa y lo empujaba todavía con mayor fuerza. En un impulso de furia, ambos se dejaron conducir por algún tipo de extraño instinto primitivo y animal, legado por nuestros ancestros a lo largo de cientos de miles de años. Era algo oscuro, como el momento y el lugar, como un extraño paréntesis en el tiempo del mundo.

– ¡Vámonos!- Repuso Julián después de un rato.

– ¿Cómo? ¿De qué me hablás?

– Que nos vayamos.

– ¿Pero de qué cuerno me hablás? ¿Y tu casamiento?

– ¡Que se pudra! ¡Que se vaya todo a la mierda!

– Pero ¿y el negocio? Vos tenés a Elena, yo el negocio de mi familia, y a parte…

– Escuchame- y le tomó de las manos de manera inesperada- Nos vamos, comenzamos de nuevo donde no nos conozca nadie. Las cosas se van a ir acomodando solas, vas a ver.

– Pero, ¿y a dónde? A San Pablo.

– ¿Eh? ¿Brasil? ¿Y por qué?

– ¿Y por qué no? Lo importante es irse. El resto se verá.

– Yo… ¡Dale! Vamos, si no arriesgo ahora capaz me arrepienta toda la vida. ¿Pero cómo hacemos?

– Nos encontramos mañana, de madrugada, justo antes que amanezca, cerca del balneario. Hay que ir por el camino de monte para que no nos vean. Yo voy a pedir prestado un vehículo de la unidad, no va a haber problema, y de voy a estar esperando ahí. Tiene que ser ahora, no existe otro momento para hacerse.

– Vamos

Lo besó una vez más y se despidieron con el plan acordado.

Julián detuvo el vehículo al borde del balneario como estaba convenido. Era una noche templada, apenas un viento suave se deslizaba sobre el agua. De tanto en tanto la quietud de la noche era quebrada por el canto de algún ave, pero no mucho más. Incluso, si uno prestaba atención, podía llegar a escuchar el cálido murmullo del río abrazando la costa. Toda esta serenidad contrastaba con la tensión de la espera.

– ¿Pero dónde mierda está? ¿Qué le pasa? ¿Por qué no se aparece?

Todavía no amanecía, sólo el cuarto creciente iluminaba tímidamente la inmensidad del monte. Pero el tiempo…

– ¡Sos vos! ¡Vos tenés toda la culpa!

Julián sintió algo frío y duro apoyarse sobre la nuca.

– ¡Vos sos el culpable! Tenía que aparecerse un negro degenerado inmundo como vos a pudrir todo ¡Vos lo corrompiste!

Julián apenas alcanzó a darse la vuelta para ver quién le increpaba, cuando un estruendo violento destrozó de un martillazo la serenidad de aquel lugar. Otro estruendo le siguió, y finalmente otro más.

(…)

A decir verdad Julián nunca había aprendido a nadar muy bien. Y ahora se encontraba conduciéndose por el río Paraguay, lento, sereno y sin rumbo claro.

Bajo aquella superficie tibia hubiera podido llegar a ver los cangrejos de río mordisquear los restos de un animal muerto en la orilla, a un grupo de bagres macho peleándose por fecundar las hembras del cardumen y los restos de unos árboles arrancados de la barranca encastrándose en eventuales bancos de arena, sólo para dar lugar a nuevos islotes de frondosa vegetación.

La tarde calurosa del monte chaqueño hundía todo aquel ambiente en una espesa serenidad.

A apenas unos cuantos kilómetros de ahí, la farmacia del pueblo se preparaba para abrirse con regularidad, como cada día, sin faltas ni excusas hasta hoy, y Elena se aferraba con todas sus fuerzas al inodoro de su casa, hasta el punto acalambrársele los brazos, en una singular combinación de llantos, vómitos y espasmos nerviosos. 

No había caso, por mucho empeño que hubiera puesto, su vestido ya estaba desecho.