Una mañana de otoño sonó el despertador. Ya estaba despierta simulando continuar dormida. Se llama autoengaño.

Apagué la alarma, conecté mi celular al wifi y al toque ingresó un whatsapp de mi amiga Celia diciendo que andaban necesitando dos colchones para Nati y que era medio urgente porque estaban durmiendo cuatro en una cama. La situación hizo que no pudiera quedarme un segundo más acostada. Me levanté rápidamente y pensé qué abrigo ponerme. ¿La campera negra o el tapado azul?. Todavía no había llegado la helada de invierno en estos lares, pero estábamos cada vez más cerca. Mi casa está situada en un barrio céntrico de la ciudad de Roca/Fiske, en el Alto Valle de Río Negro en la Patagonia Norte.

Era temprano. Lo primero que hice fue ingresar a esa red que todo lo vende. Buscador – “Colchones una plaza”. Inaccesible. Imposible. No llegaba ni por más que volvieran las 18 cuotas sin interés. Me cayó la ficha. Teníamos que iniciar una mini campaña local para conseguirlos. Se activaron las redes sociales y una cierta ilusión efímera. Había que activar el modo “donación”. 

Nati tiene 30 años. Fue adicta al paco. Ella le dice crack. Entiendo que es para darle otra categoría a su adicción. Esa dependencia la llevó a tocar fondo y a conocer alguna oscuridad que sólo ella recordará. La conocí hace unos años y su energía me envolvió rápidamente. Es una verdadera encantadora de serpientes. Una morocha que no pasa inadvertida, ella misma cuenta que no hay hombre ni mujer que se le resista. Tiene ojos inmensos color miel, camina y mueve su melena negra brillante, y tiene una sonrisa arrebatadora. Naturalmente utiliza una coquetería descarada que es imposible no captarla. 

En su adolescencia, cuando murió su mamá de cáncer, empezó a consumir todo tipo de drogas y de manera desenfrenada. No logró superar nunca esa pérdida. Bajo los efectos del consumo muchas veces tuvo problemas con la policía y con la justicia. Quedó detenida infinidad de veces, escándalos de por medio. Nati no le teme a nada y se enfrenta a los demonios que sea en el momento que sea y donde sea. 

Hace unos años el sistema judicial le quitó a sus hijos más pequeños, de ocho meses y un año y medio de edad. Ahora se encuentran en un hogar en adopción. En una oportunidad ella se los quiso robar. Sí, robar lo más propio que puede tener un ser humano. Ingresó al hogar y se los llevó por la fuerza. No logró avanzar demasiado porque la detuvo la policía a las pocas cuadras, por suerte o por desgracia, no lo sabremos nunca. Por este episodio no los puede ni siquiera visitar. Hace más de dos años que no los ve. Los niños, ya institucionalizados, están muy lejos de recordar la cara de su madre. 

Nati vive cerca de mi casa. Alquila un dos ambientes al fondo de una vivienda que habitan los propietarios del terreno. Tiene una parra inmensa, un perro que se llama Burro, y un gato que se llama Mish. En uno de los ambientes está la cocina con una mesa de pino pegada a la pared y dos sillas. Aún no tiene heladera. Está pensando en conseguir una, pero no tiene espacio donde ubicarla. En el cuarto sólo hay un colchón de dos plazas que lo echan al suelo para dormir y durante el día lo paran contra la pared para ganar espacio. Los dos ambientes son muy pequeños pero tienen ventanas donde se ve la parra inmensa y algunos rayos de sol que se cuelan entre las hojas. El patio es grande y de piso de tierra. Hay algunos rosales que aún no florecen por el frío. Al fondo, hay un cuarto de ladrillos con techo de chapa sin aberturas, donde se guardan esas cosas que nadie sabe dónde guardar: una bici vieja, cables varios, juguetes, sillas de plástico quemadas por el sol, pelotas de fútbol pinchadas, zapatos viejos gastados por el uso y muchos petates más. A Nati le cuesta mucho adquirir cosas y de esa misma manera le cuesta tirar lo que ya es inutilizable. 

Su pareja y papá de los niños, Nico, estuvo detenido por robos menores. No es ladrón, pero necesitaba dinero para poder bancar la compra de drogas. No sé si es ratero o adicto. Nadie aún puede responderme esta pregunta. Nico tiene 24 años, pero parece de más edad. Su piel está coartada por el trabajo de horas al sol, al viento, y al frío sureño cuando realiza trabajos de albañilería. Viene de un hogar muy humilde. Son cinco hermanos y todos se encuentran detenidos por delitos menores. Comenzó a consumir cocaína a los nueve, cuando su propio padre le convidó como una gracia, y desde ese entonces no ha dejado de consumir, aunque de manera intermitente, por momentos se rescata. Nico es retraído, habla poco. Se nota que es tímido. Tiene un amor exagerado por Nati. No puede dejar de mirarla un segundo, le festeja todos los planes y los chistes.

Nati tiene un hijo más grande con una pareja anterior que se llama Joaquín y tiene nueve años. Vive con su papá, pero los fines de semana se queda con ella. La justicia intervino sólo en una parte de la historia y en la otra no, como si hubiera hijos de distinto rango y categoría. 

Nati hizo un tratamiento de rehabilitación, donde estuvo internada casi dos años. Ahora está limpia, segura de cuanto antes recuperar a Gael y Paz, sus hijos menores. Todos los días rogamos que no aparezca “la familia bondadosa” a adoptarlos. Necesitamos que esta manada tenga una segunda oportunidad. 

Nico logró salir por estos días transitoriamente de la cárcel. Encontró rápidamente un trabajo de ayudante de albañil, con el salario mínimo. Con este dinero están alquilando y llegan justo a fin de mes. Están comprendiendo de otra manera la libertad, bueno, libertad en otro contexto de libertad. 

En este momento, Nati y Nico se están reencontrado como pareja, sin cárcel ni drogas de por medio. Les cuesta reconocerse en este plan pero tienen un objetivo que es recuperar a sus hijos. Joaquín ahora está con ellos y también su sobrino Leo de siete años y están durmiendo los cuatro en un mismo colchón. 

Comenzamos a rastrear, y a pedir colchones por todos lados. Como es costumbre, los organismos estatales están más burocráticos que nunca, jamás lográs que te den turno para la entrevista de la entrevista donde justificas, con papeles que cuestan horas de cola y espera, que la pobreza no es una ilusión óptica.

De repente, alguien se comunicó con mi amiga y le dijo que tenía dos colchones, que los fuera a buscar. Me pidió que la acompañe y fuimos a un barrio alejado y humilde. En el trayecto, avanzamos por la geografía del norte de la Patagonia, la hostilidad, lo árido, el frío y el viento helado que te cala los huesos. Es que el sur no es para cualquiera y muchos lo ignoran hasta que lo habitan. Teníamos que recorrer unos cinco kilómetros para llegar a buscar los colchones. En el camino, iba mirando por la ventanilla del auto a unos cuantos niños jugando a la pelota en una plaza y en la esquina una verdulería de ciudad con cotidianidad de pueblo, donde se duerme la siesta, donde los comercios no trabajan horario corrido y donde nunca se suspenden las clases por frío. Automáticamente pensé lo duro que iba a ser este invierno, una puntada potente en la panza y una tristeza inmensa habitó mi cuerpo, tan cruel como nuestra geografía. 

Encontramos la dirección y una chica no mayor a 20 años y su pareja de la misma edad nos recibieron y nos entregaron los colchones. Nos ayudaron a cargarlos y salimos disparadas para lo de Nati. Mi amiga en el viaje me preguntó si me había dado cuenta que la gente que menos tiene es la que más comparte. Asentí con la cabeza con ganas de llorar.

Llegamos a lo de Nati, los niños nos recibieron escandalizados. Salieron de la casa y atravesaron todo el pasillo corriendo, hasta llegar a la calle. Descargamos entre todos los colchones. Leo, el sobrinito de Nati le pidió a mi amiga que lo mire y le mostró su campera color rojo, que el día anterior había recibido de las donaciones. La campera le quedaba grande, pero estaba abrigado. 

Me subí al auto, mientras los demás se despedían. Pensaba si a Leo realmente le gustará el color rojo. Quizás prefiere el verde y si hubiese podido elegir una campera verde, no lo hubiera dudado. O el color azul, o quizás el amarillo. Repasé la idea de la caridad: ese sentimiento y/o acción de regalar o donar lo que ya no usamos. Dar algo a alguien, que está condicionado a recibir y no le queda otra que tomarlo ante la necesidad. La no decisión, la no libertad de elección ante el mundo fugaz del consumo. Quizás hasta sea un reproche de la pequeña gran burguesa que me habita. Después de todo, es nada más y nada menos que un color. En mi mente revisé los conceptos de filantropía, altruismo, humanismo, y recordé a la organización Cáritas con su slogan “ayudando a otros a sobrevivir”. Finalmente, ¿quién necesita más de quién para sobrevivir?. Como si transformar la situación de pobreza fuera una cuestión de donación de un bien material y un acto de caridad. 

Lo urgente como siempre tapando lo importante. Mis contradicciones se materializan cuando logro comprender las miradas de esta familia. En los hechos entiendo que la solidaridad tiene que ver con la horizontalidad y el respeto al otro, nada que ver con la mano que entrega desde arriba.

Por la ventanilla vi la cara de Nati. Sus ojos color miel brillaban y resaltaban en lo gris de este sur frío. Era evidente que estaba feliz. Me vi de nuevo esperando en ese auto de una calle, de un barrio, en una ciudad patagónica con el invierno crudo tocando la puerta. Ya no importaba el abrigo que había elegido por la mañana antes de salir, y a Nati poco le debe importar el color rojo.