Hace mucho tiempo, a finales del milenio pasado, entró al aula de 6to grado de la 157 un compañerito nuevo y se sentó a mi lado. Venía de Puerto Deseado y ese mediodía al salir de la escuela volvimos caminando juntos al barrio. Se había mudado con su mamá a cuatro monoblocks (“circulaciones” le llaman, una terminología típica de barrio de tránsito militar construído a fines de los 70s -como los barrios de Rawson que se llaman “Áreas”-) donde vivíamos con mi hermano y mi mamá. Él en la 14 y nosotros en la 18. Trelew por esos tiempos no era muy distinto a lo que es ahora, sólo que no había computadoras, internet y celulares. O sea, haber había, pero nadie que yo conocía tenía. La cuestión es que este nuevo amiguito, ese mediodía de camino al rrioba, me empezó a hablar de una epidemia que había llegado a su casa. Estaba totalmente fanatizado con esa cuestión. Me contaba que en realidad su papá era el fánatico y como por traslación él también se había contagiado. No le hice muchas preguntas pero no entendía mucho de qué se trataba. Así pasaron varias semanas.

Al padre nunca lo conocí, se había quedado en Deseado, pero mi nuevo amigo me contaba que su papá lo visitaba frecuentemente y le llevaba regalos. Una vez, creo que lo vi de lejos, bajando de un auto con una bolsa en la mano. Sin embargo, no me pareció un hombre enfermo. Con el tiempo aprendí que las apariencias no tienen nada que ver con casi ninguna cosa. Un día en la escuela mi amigo me contó que su papá le había llevado de regalo una remera y era tal la obsesión por la epidemia de la que me hablaba siempre, que esa remera era de eso. Yo seguía sin entender nada, todo me parecía muy extraño.

Un día sucedió algo que fue como un rayo. Estaba jugando solo en los pinos que estaban frente a mi monoblock cuando empecé a escuchar un sonido distinto a cualquier sonido que podía sonar una tarde de otoño en barrio Codepro. Levanté la cabeza y vi a mí amigo pasando en frente mío, con una bolsa de basura en una mano y un radiograbador a pilas en la otra, con la música a todo trapo. Me saludó con una sonrisa cómplice. Del equipito salía la música -moderna y desprejuiciada- de Virus. En ese preciso momento me cayó una ficha tremenda.

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Mi amigo llevaba puesta la remera que su papá le había regalado: una remera sublimada muy artesanalmente con la tapa de Wadu Wadu, el primer disco de Virus, donde están los integrantes (famélicos, fantasmales) posando en blanco y negro con un gran reflector de frente como en un interrogatorio, en pleno 1981, con el nombre de la banda en rojo sangre y un subrayado que supera límites. Esa línea roja, la remera de mi amigo, su sonrisa, la bolsa de basura esperando ser depositada en el conteiner del barrio, y la música, ¡por dios! la música que salía de esos parlantes, fueron el rayo, el trueno y el chaparrón que me atravesaron por completo. Quedé con la boca abierta, ni siquiera pude responderle el saludo. Ni ahí, ni cuando volvió de tirar la basura y siguió para su casa. Esa música se fue acercando como una tormenta bella y peligrosa. Todo el recorrido que hizo mi amigo para ir a tirar la basura fue una experiencia estéreo, holofónica, cuadrafónica, mimofónica, pero sobre todo humana. Nunca me voy a olvidar de eso, es un recuerdo total que involucra a todos los sentidos.

Esa tarde de otoño en mi barrio de Trelew entendí de qué se trataba esa epidemia de la que tanto me hablaba mi amigo. Esa tarde de otoño en mi barrio de Trelew me terminé contagiando yo también. Esa tarde de otoño en mi barrio de Trelew dejé de ser un niño. Esa tarde de otoño en mi barrio de Trelew empezó mi adolescencia. 

La misma noche en la cena, le dije a mi vieja (ya no era mí mamá), que quería comprarme un disco. Ella no sé qué debe haber pensado, “¿Qué virus le picó a este?”, imagino, pero automática y amorosamente accedió: bueno, dale, mañana vamos. Entonces al otro día fuimos a Discomundo y consumé mi pasaje a la adolescencia: elegí mi primer disco. Elegí Relax en cassette. Me acuerdo que los identifiqué porque en esa tapa también estaban los mismos tipos que en la remera de mi amigo, sólo que a color -ya era 1984-, con el rojo ya no en una línea disparada sino transformado en estampilla y dando marco a la V del nombre; pero también esos tipos en esa tapa estaban sin saber qué hacer con las manos -como en Wadu Wadu-. Nota al pie: o los ponés a tocar instrumentos, o los sacás de la tapa; veinte millones de puntos para Superficies de Placer, una de las mejores tapas del rock mundial. 

Así, el equipito Aiwa que teníamos en el living del departamento pasó al cuarto y  empecé a cerrar la puerta. El resto fue darle play y esa huella, que quedó marcada en mí dedo índice, se extendió a todas las partes de mi cuerpo adolescente. Porque, claro, después -mientras tanto- vinieron las exploraciones físicas, mentales y sentimentales. 

Mi amigo ahora es mago. Se llama Juan Ignacio Spindola. Hace años que no nos vemos, ni charlamos, pero creo que le va bien. Hace sus espectáculos y tiene su propia sección en un programa de la televisora local. Realiza muchos trucos pero yo creo que su primer acto de magia me lo hizo a mí, aquella tarde de otoño de fines del milenio en la vereda de la calle Conesa del barrio Codepro cuando jugaba bajo los diez pinos. Y podría seguir hablando, pero me voy a ver que escribe en mi pared la tribu…

Porque vuelvo siempre a caminar, tratando de encontrar algo.