dedicado a Anita, Ile, Euge y, por supuesto, a mi mamá

Una vez leí un posteo perdido que decía: “Extraño mucho decir ‘abu’”

Mi primera reacción fue un inevitable mecanismo de defensa. Mi instinto de supervivencia me hizo levantar un escudo anticlichés, intentando suavizar el golpe en la boca del estómago. Y es que no me la vi venir. ¿No les pasa que las enunciaciones más simples son las que se les entierran más profundo? Así, desde la impersonalidad y el anonimato de la captura de un texto random de internet, se dictaba una sentencia firme: y es que yo nunca más iba a decir ‘abu’. Era real, concreto, triste… cierto. 

Tengo la suerte de haber tenido cuatro abuelxs increíbles, pero por motivos que quedarán para otro relato, sólo a una de ellxs la llamaba ‘abu’ y era a la mamá de mi mamá: Amanda, mejor conocida como Lala

Durante gran parte de mi vida creía obvio que cada unx pensara que tenía la mejor abuela y fuera válido. Con el pasar del tiempo, fui creciendo y descubriendo que la vida es una tragedia inevitable y que mi situación familiar era de una fortuna muy grande; que no todxs tenían la posibilidad siquiera de conocerlas y, mucho menos, de disfrutarlas de la forma en la que yo lo hacía con las mías. 

Leer aquel posteo me impactó con mucha fuerza, porque hasta el día de hoy me pasa de olvidarme que no la voy a ver más, al menos no en este plano terrenal. 

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Hoy es ocho de marzo y no puedo evitar preguntarme: ¿hay algo que hable más de nuestro recorrido como mujeres, que la mamá de nuestra mamá? Yo creo que muy pocas cosas.

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Mi abuela Lala, descendiente de españoles, se casó muy joven con otro hijo de inmigrantes, tras un año de ir a la casa de su suegra a aprender la comida árabe tradicional que iba a tener que cocinarle a mi abuelo, una vez desposada. Tuvo cuatro hijxs y diez afortunadísimxs nietxs. Ya viuda, vino a vivir con nosotrxs varios años de la última etapa de su vida. En ese momento, fue un poco caótico a nivel de dinámicas de convivencia. La casa no estaba preparada para tanta gente -hablando desde un lugar de privilegios, claro-. Yo hasta tuve que cederle mi espacio sagrado -como el de todxs aquellxs que conviven con tantas personas-: mi cuarto. Aunque muchas veces me frustraba la situación, hoy miro atrás y agradezco haberla tenido tan cerca todos los días. Nuestra casa se convirtió en el escenario de intercambios sumamente especiales y elevó nuestro vínculo a un nivel todavía más hermoso y único.

Ella pasaba casi todo el día en el comedor de mi casa, una zona común donde estaba el televisor -la red social de su generación- y siempre había gente, así que era parte de la cotidianidad y estaba acompañada. Por aquel momento de mi vida, yo vivía muchísimo tiempo frente al espejo, intentando satisfacer todos los mandatos de belleza existentes. No es que ahora no suceda, pero en aquel entonces eran tiempos irrisorios para cumplir con todo –e, igualmente, siempre sentía que me faltaba algo–. Entre alisarme el pelo, maquillarme y probarme ropa, perdía casi dos horas por día. En aquel espacio donde mi abuela veía la tele, había un espejo muy grande. Yo trasladaba todo lo necesario y llevaba adelante ese proceso hegemonizante ahí, con ella. Desde el momento en que yo aparecía, la tele ya no existía y todos mis movimientos pasaban a ser el centro de su atención. 

La fascinación de la Lala por cada decisión que yo tomaba respecto a mi pelo, cada toque de maquillaje, cada cambio de vestuario era tan gigante, que para mí ni sentido tenía. No importaba qué me pusiera, para ella todo me quedaba hermoso. Recuerdo muchas veces estar completamente vestida de entrecasa y que me halagara con un: 

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–¡Qué lindo te queda eso que tenés puesto!

–¡Abuuu, pero si estoy en pijama! –le respondía con un tono que hacía que ella estallara en risa. 

–Pero es que a vos todo te queda bien –soltaba entre carcajadas. 

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No creo que nunca haya sido consciente de lo bien que le hacía a mi autoestima rehén del patriarcado ese intercambio. Ni yo, hasta muchos años después.

Si hay una cosa que tengo clara, es que el feminismo es una revolución y hay algo de la revolución y la juventud que combina perfecto. Y es que sabés que, con suerte, te queda toda una vida por delante para poner en práctica las nuevas ideas que tanto defendés. Y digo “con suerte” con una liviandad escandalosa, porque practicar la deconstrucción es doloroso y difícil; pero, ¿qué pasa cuando, encima, tenés ochenta años y ahora lo que queda es hacer las paces con cambios que no vas a poder aplicar? Cambios que, cuanto menos, denotan dos cosas: por un lado, que se te voló la vida y, por otro, que no te dejaron vivirla a tu manera, ni ser lo que querías ser. 

Una siesta como cualquier otra, la Lala estaba acostada en su cama, la que solía ser mía. Yo entré a buscar algo al cuarto, sigilosa, intentando no hacer ruido, a pesar de su constante insistencia para que yo no me preocupara y pasara cuando lo necesitara. Por las rendijas de la persiana, entraba apenas algo de sol.

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–Prendé la luz tranquila –me dijo, mientras yo abría un cajón.

–No hace falta, abu –le respondí.

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La miré; estaba boca arriba con sus manos entrelazadas sobre el estómago, mirando el techo fijamente. Una postura demasiado familiar como para ser ignorada por su insomne nieta.

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–¿No podés dormir? –le pregunté.

–No; estos días estoy pensando mucho –me contestó.

–¿Y en qué pensás?

–En la muerte.

Nadie está preparadx para recibir esa respuesta de una de las personas que más ama, en una situación de objetiva cercanía a la muerte. Y menos de una tan explícita y a la vez incierta, como lo es la vejez.

De nuevo, los mecanismos de defensa son los primeros en llegar a cualquier lado: 

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–No pienses en eso; no tiene sentido –le digo egoístamente, porque sin dudas soy yo la que quiere evitar  esa conversación.

–No me hace sentir mal –me contesta con una simpleza irrefutable.

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Hago unos segundos de silencio, porque de otra manera el repentino nudo en mi garganta no me habría permitido preguntarle:

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–¿Y qué es lo que sentís, cuando pensás en la muerte?

–Últimamente me acuerdo mucho de cuando era soltera –me confiesa sin titubear y tomándome completamente por sorpresa–. Yo tenía un trabajo de cajera y con una compañera nos íbamos siempre caminando a tomar el colectivo. Nos divertíamos mucho ese rato –me dice sonriendo.

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Al igual que ese sol que se colaba por los pequeños huequitos de la persiana, la sonrisa de mi abuela iluminaba las tinieblas de una tarde donde pusimos su muerte próxima sobre la mesa o, mejor dicho, sobre la cama… nuestra cama.

Sonrío yo también y, casi sin pensarlo, continúo:

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¿Y qué más te acordás?

Me gustaba cuando nos cortábamos el pelo. Lo usábamos bien, bien cortito en esa época. Íbamos juntas a la peluquería y los muchachos de la cuadra nos halagaban el peinado cuando pasábamos para ir a la parada… me encantaban esos días.

Hace una pausa, sonriendo; me mira y concluye:

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–Claro que no éramos tan lindas como vos.

–Abuuuu, ¿qué decíss? ¡Mira cómo estoy! –le grito apenas y las dos empezamos a reírnos mucho, mientras me acerco y la abrazo.

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No paro de pensar en los derechos conquistados, en las mujeres que vinieron antes a conseguir tantas cosas que hoy nos son cotidianas e intocables. En cómo un ejercicio de aparente libertad, como lo es tomar decisiones sobre mi estética –aunque sea para seguir cumpliendo con mandatos–, para mi abuela significaba una potestad sobre mi tiempo y mi cuerpo que ella nunca podría haber soñado. Cómo acostada en la cama, reflexionando sobre el inevitable final, su lugar feliz era caminar unas cuadras con su amiga, cortarse el pelo, soberana al menos ese tiempo de su vida. En cómo le debo a la Lala todo lo que soy hoy. Fue la persona que introdujo a mi vida la lectura, la ficción, el universo fascinante de Hollywood y, así, me presentó a mi gran amor: el cine. Me hacía la comida más rica del mundo, en porciones a la par de las de los varones de la familia, completamente alejadas de la gordofobia aplastante en la que siempre vivimos las mujeres. Era atenta y generosa conmigo a un nivel que no sé si voy a volver a experimentar alguna vez. Es por la Lala y su apoyo incondicional que tuve acceso a un montón de cosas que, en realidad, ella no terminaba de entender. Tampoco lo intentaba; ella confiaba en mí. Sólo me preguntaba qué necesitaba y me lo facilitaba sin dudarlo. Mi abuela me cambió la vida y lo hizo desde su lugar de mujer sin libertad y al servicio de los varones. Nunca se resintió por eso, sino que abrió su mente y su corazón a entender que podía haber una realidad mejor para las que veníamos atrás. “Para mí está bien que convivan un tiempo y vean si se llevan bien”, la escuché decir en la mesa, defendiéndome de las críticas familiares por irme a vivir con alguien, sin casarme. Y es que de ella aprendí sobre empatía; la misma que hoy me hace sentir ganas de abrazar a las mujeres de otras generaciones que no logran entender la lucha; que inevitablemente van por el patriarcado malo conocido que el feminismo bueno por conocer. Que sienten que se les quiebra el corazón al entender que la vida pasó y las obligaron a ser un tipo de persona que quizás no las identifica y ya no hay tiempo para otra cosa. Las abrazo, al mismo tiempo que las invito a arriesgarse. Nunca es tarde. Las más jóvenes estamos acá, esperándolas. 

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Hoy es ocho de marzo y pienso que todo ese fue el feminismo casi inconsciente de mi abuela. Y es que no hay una sóla manera de luchar, ni un alma tan noble como la de ella. Lala, no hay un día donde me mire al espejo y no te piense saliendo de trabajar, soltera, caminando con tu amiga, luciendo tu pelo hermoso, dueña de tu vida aunque fuera por unas cuadras. Gracias siempre; a vos y a todas.

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