Hay una cierta rigurosidad que caracteriza a quienes trabajan en la ciencia o en disciplinas técnicas. La matemática, la aviación, la ingeniería, por ejemplo, no permiten los viajes de la imaginación y deben abocarse inevitablemente a sus postulados históricos para funcionar y que, por supuesto, el mundo funcione.

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Pues en este órden de cosas entendemos que los matemáticos, los aviadores y los ingenieros son tipos muy serios, esquemáticos, y que de tanto aplicar la teoría a su labor terminan llevándola a la vida cotidiana, intentando explicar cualquier andanza con lo que decía tal o cual científico. Y chocan. Generan enojos y refunfuños. Son calificados de insensibles. Pero si de teorías hablamos, hay una bastante infalible a la que todos -matemáticos, aviadores, ingenieros o no- accedemos: “No hay que generalizar”. En mi caso no fue difícil entender la idea. Mi viejo, veterano ingeniero de la Patagonia argentina, conocedor de viejas escuelas, cumple a la perfección con los requisitos para ser pacato, duro y estructurado. De hecho quien no lo conoce puede pensar tranquilamente todo aquello. Pero sigamos siendo científicos y hagamos trabajo de campo antes de vaticinar un juicio así.

Desde que nací, mi viejo pasó sus horas de trabajo viajando. Afuera o dentro del país. Siempre viajando. Reuniéndose con desconocidos y decidiendo vaya a saber qué cosa que nunca pude saber y que, además, nunca le pregunté. Él tampoco me la reveló. Por el contrario, en casa se esmeró continuamente por abstraerse de ese mundo ejecutivo y dar a conocer otra faceta de la que, puedo dar fe, disfrutaba mucho más. Andaba en pantuflas y en joggineta, jugaba al ping pong y se tiraba a la pileta como un niño. Nos prendía la luz de la pieza a las 6 de la mañana mientras dormíamos después de una noche larga, y se escondía a carcajadas. Y cuando debía irse de nuevo, a pesar de volver a la atmósfera de la seriedad, buscaba la manera de mantener con nosotros su llama sensible y divertida. Aprovechando las bondades del Hotmail, y a mis escasos 6 años, se sentaba después de arduas y extensas jornadas laborales a escribir cuentos para mandarme y que yo lea en Cipolletti. En una de esas ocasiones comenzó a hacer reversiones de El Principito, el libro icónico de Antoine de Saint Exupéry. Mi viejo le agregaba personajes, episodios, jugaba con una ficción nueva, pero siempre respetando la idea madre de la historia: “Sólo los niños saben realmente lo que buscan”.

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De Saint Exupéry era aviador. Primero fue piloto comercial y, sobre el final de sus días, luchó en la guerra contra el nazismo. Cuentan quienes lo conocieron que era experto en aterrizajes de emergencia, y que sabía de memoria los caprichos técnicos del avión. Que al momento de manejar una nave se concentraba y nadie lo sacaba de ese halo. Pero cuando ponía los pies sobre la tierra y regresaba a su hogar junto a su mujer, la salvadoreña Consuelo Suncin, era un tipo dulce y de lágrima fácil. Escribía cuentos inspirándose en amigos y compañeros, salía a caminar por Nueva York o por donde estuviese para tomar aire fresco y algún café caliente. En medio de esos momentos descontracturados, escribió El Principito, y jamás pudo tomar dimensión de lo que significó para la historia de la literatura. Trascendió más por el libro que por su heroica gesta arriba del avión -que incluso lo trajo a volar en Argentina-.

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Mi viejo y Antoine de Saint Exupéry son dos muestras de lo mismo. Dos expertos en su profesión, lacayos de las explicaciones científicas y preestablecidas. Y al mismo tiempo, sin medias tintas, traviesos amantes de la familia, de las cosas simples, que al fin y al cabo son las que perduran. Ambos escribieron, a su manera y en momentos distintos, su propio El Principito. Uno se hizo famoso y se tradujo en varios idiomas. El otro, el de mi viejo, finalizaba con una firma en los mails aclarando: “Para que lo lea sólo Fermín”. Lo siento por la intriga, pero la teoría dicta que debo respetar el pedido.

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