Sobre la cama, dos prendas extensamente planchadas.

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Un vestido tipo Jackie Onassis con estampado de príncipe de gales, colores ocre y naranja espeso. La chaqueta que la cubre, una pieza de gabardina marrón que encontró entre las cosas de su madre y tiene los puños despeluchados y con bastante polvo. Una boina de su padre, corona, en la cima, el reciclado conjunto. Todavía cabe en ese traje que lució su abuela de guacha en los bailes de la alianza para impresionar a algún paisanito y ahora ella, más adentrada en la escala social, en sus dos ambientes de Villa Crespo.

El olor al café de saquito -de caja de góndola- se mezcla con el aroma a coco y canela del budín que crece en el horno como resultado de una entusiasta fermentación. En la cocina integrada ya se desparrama el vapor de la ducha distendida con la que planea borrarse de la piel el olor del encierro y las marcas del repliegue.


Con el pelo aún húmedo goteándole todavía los hombros, pasa surcando el diminuto departamento. Las gotitas le recorren unas delicadísimas clavículas, esa parte desnuda casi pornográfica de su cuerpo.
Lee al paso un papelito pegado en la heladera. De atrás para adelante lo lee como se lee al paso:
“No me preocupara por la comida, Cecilia, cuando llamó, dijo, para arreglar lo de México. Qué emoción”.
Decía. Así, sin exclamaciones, ni nada. La notita fue escrita como fue leída.


Se había imaginado mucho tiempo el vino pegoteándole los labios. Se figuró los ríos de vino manchándole en las comisuras. Esas curdas se habían vuelto amargas sin tener a donde ir más que de la mesa a la cama, en un repertorio infernal que se reiteraba inalterable desde hacía meses.


Ahora también tendría la oportunidad de volver a ver a sus amores, de enfrentarse cara a cara con las cartas patéticas que les predicó con pulso liviano. Esos trazos encantados se le volvían ahora ordinarios y pesados de golpe. Agujeros en la hoja, manchas en el reverso. Las cartas tenían un tono papal, de despedida, o peor, eran intentos por trascender, por perdurar, suturar algo, estaban escritas con omnipotencia como desde otra dimensión:

Te escribo para decirte.
Que me perdones.
Ocupo mucho espacio, a veces.
Vos me das ganas de experimentar el mundo.
¿Me lees en voz alta?
Cuentos cortos, en la cama.
¿Te imaginas?
Te digo que te amo. Para perdurar te lo digo.
O algo así decían.

Se sabía parte de las intermitencias de sus amores, como las amantes lo son casi siempre. No le importaba, de hecho, eso era, una amante. No está mal ser una amante. Pero ahora que había dicho cosas como “que te quedes conmigo”, o “me encanta tu nariz, la miraría todos los días mientras nos acurrucamos”, reparó en su desacato, no tenía ya tantas ganas de cruzar la puerta y enfrentar su rebelión. Quería salir corriendo, pero no al encuentro amoroso. Se acordó del olor a moco de la última vez. Le dio asco y también le dieron asco los fluidos, no los extrañaba. En el encierro los amores son así, estéticos e inoloros, los amores en el confinamiento son higiénicos. Como en el cine. No tienen olor los cuerpos de lxs amantes cinematográficas. Asquerosa, haberte dejado inyectar así, los fluidos de otro. Qué abyecto recuerdo, “mugrienta”, se dijo. Se tapó la desnudez con la mente, avergonzadísima.

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Pensó en cómo sería volver a terapia sin pintarse las uñas de los pies mientras reflexionaba sobre sus Edipos. Se dijo que en el diván vacío lo haría mejor y pensó que su psicóloga nunca la invitaba a acostarse ahí. ¿Por qué nunca la invitaba? Empezó a sospechar que había encontrado una forma muy extraña de estar en sí y ahora esta se le tornaba monstruosa y ajena, de golpe le parecía así medio pagana, medio ridícula.


Pensó en la situación del mundo, en el rebrote en China. En el abandono de los viejos en los geriátricos muriéndose como moscas. Meditó de nuevo sobre una idea que hace tiempo le revoloteaba la cabeza:
estaban purgando al mundo. Y después pensó que al ficus la estaba creciendo un yuyo y que eso era algo malo y que encima de todo era su culpa. Finalmente masticó arduamente la frase que en otro tiempo se repetía sin sentido: la naturaleza es sabia, se dijo burlonamente y le dio un poco de gracia. Pensó que le gustaba la Argentina porque acá no dejábamos morir a la gente así no más. Y con el pecho inusitado de orgullo se acordó que seguía con las tetas al aire y la toalla de pareo y le dio vergüenza. Se incrustó el vestido.


Estaba encerrada y allí había desarrollado unas inmensas ganas de vivir. Más ganas que nunca tenía. Se acordonó los zapatos y bebió el café. Los notó deslucidos, buscó betún y se puso a encerarlos. Su papá siempre le enceraba sus zapatos a regañadientes antes de que ella saliera a bailar con la pollera “demasiado corta” y los pechos “demasiado al aire”.

Se lavó las manos maquinalmente, siguiendo el protocolo. Terminó de cepillarse los dientes mientras se abotonaba lento la chaqueta, estaba casi lista ya para salir. Afuera hacía frío, pensó. Qué rico es el café antes de salir.


Surcó otra vez la cocina en busca de las llaves, recorrió con la mirada los azulejos con motivos otomanos que la adornaban. Notó restos de salsa de la noche anterior en la pared. Se les quedó mirando, perpleja, como un punto fijo en una figura de equilibrio tratando de identificar las formas que dibujaban las manchas de tomate seco.


Tomó un trapo lo roció enérgicamente con un producto anti grasa. Eligió un azulejo al azar -el de la esquina, arriba del todo, en la punta izquierda estaría bien para empezar-. Montada sobre la mesada comenzó a limpiarlo. Fregó, fregó y fregó.

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