Gestos territoriales desde el arte contemporáneo
Estructuras primarias
Las rebeliones del pensamiento moderno a algunas funciones históricas del arte -como la canalización mágica-religiosa, el registro de la realidad, o la imposición de patrones de belleza dejaron planteado un terreno de independencia para las artes respecto de sus anclajes temporales y espaciales. En otras palabras, plantearon la posibilidad de crear obras autónomas, que no requieran más que de su propio universo material para justificarse a sí mismas. La abstracción, el expresionismo, y el minimalismo son destellos de ese recorrido que hicieron del lenguaje visual la primordial preocupación de les artistas.
De hecho, este último movimiento, estandarte del lema “lo que ves es lo que ves”, introdujo el impacto visual y corporal de instalaciones deslumbrantes, de grandes dimensiones, que buscaron acentuar el carácter sensorial del arte, intraducible a interpretaciones racionales sociohistóricas. Exentas de vínculos hacia otros campos de la vida pública, estas instalaciones buscaban estrictamente ser visuales; ni informativas, ni expresivas, ni simbólicas, ni polémicas. Simplemente grandes estructuras de metal, piedra o madera sin mayores complejidades formales que prismas o cubos dispuestas en el piso o colgando de las paredes y el techo de las galerías.
Es así que desde la segunda mitad del siglo XX aproximadamente, les artistas atraídes por esta búsqueda formalista optaron por recurrir a estructuras primarias arquetípicas que podían variar una y otra vez experimentando con materiales diferentes y buscando siempre volverlas lo más austeras posible. Algunas de estas formas fueron los grandes cubos o prismas que descansaban firmes sobre el suelo, pero también fueron investigadas otras disposiciones, como tiras colgantes a modo de cortina o acumulaciones de un mismo material en forma de montaña mosaico.
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Lever, Carl Andre, 1966
Untitled, Dan Flavin 1972-1975
Sans II, Eva Hesse, 1968
Equivalent III, Carl Andre, 1966
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En el presente, es habitual encontrar entre obras contemporáneas estructuras igualmente despojadas, a veces monumentales como aquellas características del minimalismo y hasta muchas veces similares a esas morfologías básicas. Para mencionar algunas cercanas, exhibidas durante la última década en la ciudad de Neuquén, podemos citar Atravesando el volcán (Silvia Arnaldo, 2015) / Invisible (Angélica Quilodrán, Elena García y Gabriela Sacks, 2017), La conquista del desierto. Una apropiación cartesiana del paisaje patagónico (Santiago Giuliani, 2015) / Cosecha (Ruth Viegener, 2017), Propiedad privada prohibido pasar (Cristina Barres, 2017) o El manifiesto del bosque (Mateo López, 2017).
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Atravesando el volcán, Silvia Arnaldo, 2015
Invisible, Angélica Quilodrán, Elena García y Gabriela Sacks, 2017
La conquista del desierto. Una apropiación cartesiana del paisaje patagónico, Santiago Giuliani, 2015
Cosecha, Ruth Viegener, 2017
Robo propiedad privada prohibido pasar, Cristina Barres, 2017
El manifiesto del bosque, Mateo López, 2017
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Un componente extra
Pero una gran diferencia entre estas obras y sus antecedentes visuales, es la compleja trama discursiva que las atraviesa. Sorprendentemente contra aquella máxima principal del minimalismo “lo que ves es lo que ves”, estas instalaciones nos dicen “lo que ves es la ruina de escombros volcánicos de la erupción del Puyehue”, o “la línea de horizonte del Río Negro contaminada”, o “la destrucción de la biodiversidad de la estepa patagónica en manos de la extracción hidrocarburífera”, o “el resultado desgraciado de la industria ganadera argentina”, o “la deuda del Estado con los reclamos de apropiación de tierras de los pueblos originarios” o “las ruinas de bosques cordilleranos antes nativos y hoy forestados con pino” respectivamente. Las interpretaciones en torno a ellas son realmente complejas, y posibles de ampliar esas breves descripciones, más aún cuando les espectadores guardamos intimidad, afecto, y cercanía a sus temas protagonistas.
Esta cualidad narrativa de las obras contemporáneas se extiende incluso a otras morfologías que exceden las estructuras primarias empleadas por el minimalismo.
¿Cuántas veces nos encontramos, en la visita a una sala de exposiciones, con una instalación que a primera vista no nos dice nada, pero que paulatinamente va soltando su información? Y ¿no es habitual también que desde nuestras pantallas accedamos a distintas obras cargadas de paratexto? En cualquier caso, la imagen es primordial, porque es la que, en primera instancia, capta nuestra atención. Lo cierto es que no podríamos reducir la obra a la mera experimentación formal, o al resultado visual de ese proceso.
Tanto el compromiso de artistas e instituciones como la familiaridad del público con los temas de su presente señalan que, lejos de ser accesorias, las tramas discursivas integran una gran fracción del arte contemporáneo.
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Visual en alerta
Propongo que llamemos posvisual a esta identidad híbrida existente en el arte contemporáneo. Como sucede con otros términos teóricos que lo contienen (posmodernidad, posverdad, posfotografía, pospaisaje, post-utopía), el prefijo pos(t) advierte que, en el presente, ese punto central que ocupa la raíz de la palabra abandona de su rigidez tradicional, ya sea para superarla o deconstruirla. Pero en todos los casos implica que esa nueva manifestación no es radical en lo absoluto, sino que se mantiene vinculada a su tradición histórica de algún modo, así sea para definirse mediante la contraposición. En el caso de la posvisualidad, esta categoría permite reconocer el desplazamiento de lo visible como eje de las artes visuales y a la vez, su evidente presencia.
La posvisualidad no es una categoría cronológica extensiva a obras de los últimos años, sino un modo de ser del arte que se presenta en la contemporaneidad. En él, la visualidad tiene lugar, pero no es determinante (por sí sola) del estatus artístico de ninguna propuesta. Prueba de ello es que prácticamente las mismas formas sensibles son reeditadas una y otra vez, y que sirven a obras abismalmente diferentes.
Aquí un punto importante: en el pasado, las historias del arte ya hicieron propuestas terminológicas que dieron cuenta de la pérdida de relevancia de la visualidad: arte conceptual o desmaterialización, por ejemplo. Pero estos términos resultan insuficientes frente a las experiencias del presente.
En primer lugar, el arraigo de las instalaciones contemporáneas mencionadas anteriormente a sus contextos de emergencia las vuelven documentales, casi archivistas. De hecho, los materiales con que fueron construidas salieron precisamente del lugar o situación que les artistas quisieron señalar: piedras volcánicas en la instalación de Silvia Arnaldo, agua contaminada en la obra de Quilodrán, García y Sacks, las luces led en la construcción de Giuliani, videos comerciales de la escultura de Viegener, los carteles extraídos de los campos privados por Barres, los troncos de los incendios en Chubut recolectados por López.
A pesar de sus aspectos formales con reminiscencias minimalistas (recordemos, aquellas búsquedas de la presentación por sobre la representación), estas poéticas contemporáneas implican el retorno a una de las funciones más antiguas del arte: la referencial. La intención de referir a una situación particular de una historia concreta, en un lugar y un tiempo preciso, es primordial, y así, sin acudir a la figuración, las obras traen la representación de nuevo al juego.
En segundo lugar, el arte conceptual propuso experiencias in vitro para públicos específicos dentro de galerías y museos, que consistían en enigmáticos acertijos racionales, o bien situaciones en la calle fuera de contexto, que oficiaban como burbujas excepcionales a las rutinas de trabajo y consumo de les habitantes de grandes ciudades en acelerados procesos de modernización. A diferencia de estas, las obras posvisuales no proponen un escape de las situaciones sociales de urgencia, sino todo lo contrario: su señalamiento.
Especialmente durante las últimas décadas del siglo XX, algunos tópicos emergentes de entornos sociales públicos paulatinamente fueron asentándose como pseudo géneros artísticos. En consecuencia, hoy puede reconocerse la circulación de categorías clasificatorias como la de “arte político”, “arte feminista”, “arte de resistencia”, o “arte ambientalista”, entre otras. Polémicas más, polémicas menos, estas fórmulas funcionan coloquialmente como parámetros de recepción del arte contemporáneo. Parámetros no visuales, por cierto, sino textuales.
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Un presente hipervisual
Otra razón que separa el presente pacífico de aquellos años del arte conceptual desmaterializado es la progresiva invasión de imágenes en nuestra vida cotidiana durante los últimos años y, consecuentemente su pérdida de posibilidades de impacto en comparación a aquel tiempo en que las imágenes surgían casi exclusivamente del ámbito profesional del arte.
Después de los ’90, y más todavía, después de 2010 (año en que una red social como Instagram, sostenida por la publicación continua de imágenes ingresara en la vida diaria de casi toda la humanidad), cualquier innovación visual o material de las imágenes se ha vuelto casi insignificante. En términos sociales, las imágenes adquirieron una relevancia vital de documentación del presente. Pero mientras la función de la imagen migró de los espacios extra-ordinarios del arte a la omnipresencia en dispositivos móviles, su capacidad para traccionar la historia del arte mediante renovaciones formales menguó, ya sea en un sentido moderno en términos de novedad diacrónica, o desde una perspectiva posmoderna de interacción con el pasado. En este panorama, el componente narrativo rescata las imágenes del arte de esos flujos hiper visuales cotidianos y recupera ese tiempo demorado para su recepción que durante siglos estuvo garantizado en los museos.
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Consecuencias políticas
Hasta acá, pareciera que la posvisualidad repercute en el mundo del arte sólamente como un cambio de formato. Pero también impactó en reflexiones políticas hacia afuera del campo disciplinar, especialmente en territorios como el nuestro, históricamente marginado. Por eso, para terminar, quisiera mencionar una de las consecuencias más relevantes de este giro posvisual de los últimos años: su capacidad para modificar los mapas geopolíticos planteados con la estructura de centros y periferias.
Hasta principios del siglo pasado, cualquier región del mundo que no fuera norteamericana o de Europa Central era considerada epigonal para la Historia (oficial) del arte. La valoración del arte suramericano, africano, medio-oriental o surasiático como ilegítimas imitaciones de una tradición visual ajena (la europea) desconocía que esos territorios habían sido desconectados forzosamente de sus tradiciones.
Con el espíritu independentista de los recientes estados nacionales les artistas propusieron volver la mirada a esos (sus) contextos periféricos. En algunos casos se trató de apropiaciones de lenguajes internacionales del arte moderno con la incrustación de símbolos locales, como las características referencias a la africanidad en las pinturas y esculturas del Caribe, o a las artesanías indígenas en el caso de los territorios del sur. Hacia finales de siglo, las revisiones historicistas de la posmodernidad, y los discursos de apertura multicultural intentaron poner en valor esos gestos artísticos geosituados de las periferias.
De la mano de los circuitos globales de turismo y comercio, metrópolis en variadas partes del mundo se volvieron anfitrionas de exhibiciones que contenían y daban reconocimiento a esas imágenes periféricas. Pero no fue necesario mucho tiempo para que la teoría crítica de esas mismas zonas invitadas advirtiera cierta mirada exotista y paternalista de los centros.
Las imágenes que en un momento surgieron como bandera de rebelión de existencia de los territorios no centrales tenían una contracara, condensaban identidades complejas y múltiples historias culturales en escasos símbolos mercantiles que simplificaban y aplanaban esos contextos para dar a los históricos centros de poder su certificado de progresismo.
La contrapropuesta de artistas y teóriques fue crear, desde esos mismos territorios, experiencias de arte que estén a la altura de sus complejidades: de sus debates presentes, múltiples y locales. De la mano de la posvisualidad en el arte contemporáneo, la noción de Sur global queda planteada como un territorio virtual, relativo, heterogéneo y, sobretodo, con una identidad de igual riqueza y diversidad que el Norte.
Contra la pretensión de universalidad y homogeneización del arte moderno, el arte contemporáneo no se conforma por la sincrónica adaptación de todas las partes del mundo a lenguajes hegemónicos de la pintura, la escultura y las instalaciones, sino justamente de la imposibilidad de que todas las propuestas del mundo puedan someterse a las mismas lecturas. La intraducibilidad de experiencias artísticas complejas -que lo son por su compleja trama discursiva, por su posvisualidad- excluye al desuso los antiguos mapas trazados por la hegemonía cultural. Una razón importante es que la especificidad local de los relatos contextuales con los que trabajan las experiencias artísticas impide cualquier posibilidad de evaluación externa a esas escalas. La artisticidad de cada una, entonces, está siempre sujeta al vínculo afectivo que los espacios sociales puedan tener con lo que allí se produce sobre ellos, y para ellos.
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Si escenas tan pequeñas en términos geográficos globales como la Norpatagonia de nuestro país, o incluso el Alto Valle de nuestra provincia puede participar del arte contemporáneo global sin ser considerada derivativa, imitadora o sin ser tildada de periférica es porque habilitó la producción de experiencias complejas, que además de la visualidad recuperan tramas discursivas de sentido que no se agotan en lecturas inmediatas.
Como estos territorios, innumerables escenas locales, casi irrastreables se vuelven protagonistas de la contemporaneidad. Mediante el solo registro de la visualidad serían intraducibles al resto del mundo, pero mediante formatos posvisuales se vuelve un poco menos inalcanzable plantear un nuevo mapa, de representaciones geográficas múltiples.
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